sábado

LENIN GUERRERO SÁNCHEZ / EXCLUSIVO DESDE MÉXICO



EL CATALEJO
 para la Maestra Mariluz Suárez y el Maestro Saúl Ibargoyen
 En la parhangua, entre la danza de las llamas, el té de nurhite hierve dentro de la olla de tepalcate, su vapor va impregnando el aroma mentolado en los tablones de la troje. Deme su bendición Guelita, dice Fabricio, mirando de reojo a su hermano Bruno que duerme en posición fetal en el petate. Los dedos rugosos de la abuela cumplen cabalmente con el ritual divino mientras él mira hacia arriba donde, sobre el tejamanil, los granizos tamborilean sincronizados. Con el brillo de luz de luna en sus ojos y su tristeza, la abuela Antonia, lo despide con una lágrima de diamante. Hacía mucho tiempo que no llovía con tanta fuerza, susurró Fabricio, encapotándose el impermeable. Observó el mundo que se abría y sintió el rebote de las canicas de hielo en los casquillos de sus zapatones desgastados.
 La brigada Montero, cortando camino por los escarpados, calculaba llegar en minutos al primer punto de encuentro. Al atravesar la gruesa cortina de agua el azote de la tromba dio paso a una brisa reconfortante. El riesgo de ser emboscados crecía más a cada paso, sabían que con la pendiente en su contra, los francotiradores a esa distancia les darían sin mayor dificultad. Fabricio en la punta del grupo se movía con la naturalidad de un gato montañés, dubitativo, recargado de nostalgia recordaba los juegos y las travesuras en los jardines y el quiosco de la plaza; reconstruía también la silueta de aquel niño taciturno y descalzo y deseo con toda la fuerza, que el tiempo, en un maravilloso acto de magia, retrocediera y así lograr que todo comenzara de nuevo a partir de aquel tiempo recobrado, cuando todos éramos ajenos a la conformación de bandos. No te distraigas Fabricio que se escuchan cada vez más cerca las motosierras, decía Montero, haciendo señas con el puño para alistar los movimientos de la formación triangular: que los de atrás oteen el terreno con las telescópicas del rifle; alisten también los radios y las luces de bengala. Recuerden, que pase lo que pase, el objetivo es llegar a la Piedra Blanca…, cuídame la espalda hermanito, terminaba diciendo Montero después de rotar las posiciones con Fabricio. Las cadenas de las cortadoras paraban en el evidente sobreentendido de haber sido descubiertos. En el cielo, la cacería audaz de un petirrojo por un halcón y el escenario magnificente, crispaban los nervios aumentando la secreción de adrenalina, su frialdad perlaba las frentes de sudor en cuya piel, dibujando arabescos, silbaba el viento.
 Los rifles automáticos comenzaron el trabuco. El movimiento fue veloz y certero. A lo lejos, sólo se escuchaba el rugido de los camiones en la huida, con toda seguridad  sus centinelas habían dado cuenta del avance de las otras brigadas y en su franca desventaja no quisieron responder al ataque. Llegaba el turno de Fabricio y Montero: en sorprendente escalamiento ambos se encaramaron casi hasta las puntas de los árboles más altos para aplicar su puntería. Ahí estaba el Chato. Era él sin lugar a dudas. Fabricio preparó la mejor focalización de su ojo en la mirilla con la calma de un misionero. Se podría decir que el punto central del eje cartesiano de la lente circular perseguía los pasos que se perdían a veces entre la maleza. Pies descalzos que rememoraban las imágenes de brutales carcajadas, pegadas al rayar el sol, de aquel día: cuando Don Porfirio y sus nietos bajaban tranquilos serpenteando por las faldas del monte y de repente el alazán, moviendo las orejas, relinchó presintiendo raras vibraciones. A noventa metros  del camino real, jóvenes bien armados, los interceptaron. Acusaban al viejo de pasar información. Entre palabras ofensivas, el inmutable silencio del abuelo y los impactos de bala en su pecho, los muchachos enmudecieron al ver caer al octogenario de bruces. Bruno rompió en llanto en el momento en que Fabricio visceral se rebelaba y al momento recibía un duro golpe de culata en el mentón. Risas estúpidas se diluían en el horizonte polvoriento provocado por el rechinar de los neumáticos. A solas, el llanto persistente de Bruno provocaba la rápida recuperación de Fabricio, quien tambaleante en medio del desconsuelo junto con su hermano intentaban reanimar a don Porfirio. El animal nervioso por el gorjeo abultado de una desbandada de pájaros se desbalagaba con la carga de ocote por la llanura. En cruz ya sin vida, desesperados  jalaban, jalaban hacia el camino el cuerpo que ahora pesaba como piedra, delineando un sendero que se definía por el ancho de la espalda y la cabeza blanca entre una extraña mezcla escarlata de hierba y polvo, en movimiento, semejante al arrastre de un árbol vencido. La dinámica del disparo fue infalible, al reventar la rodilla izquierda se  vio rodar al Chato como un bulto hacia los bordes del acantilado. Su persecución iniciaba: en segundos Fabricio ya corría en su búsqueda en tanto que Montero seguía los movimientos de él con su viejo catalejo. El olor a miedo y las primeras gotas de sangre reconocidas en los arbustos serían su guía desde ese momento. Al llegar al sitio donde la bala encontró su blanco crujieron algunas ramas secas bajo la presión de sus suelas, ahí también se notaban vestigios de cocaína y la presencia misteriosa de un tulipán con sus hojas llenas de roció tinto y alrededor zumbándole tres abejas. Solo era cuestión de abrir bien los ojos, mucha paciencia y dejar en libertad al tiempo recorrer su marcha. No precipitar las cosas. En realidad no sentía prisa, ni siquiera el ansia del primitivo impulso de un ajuste de cuentas. Era cierto que la imagen del abuelo, de ángel caído, lo llevaba bien metido en el alma, pero hasta ahí. No, ahora se trataba de algo más profundo y oscuro, quizá mucho más arcano. Como en cualquier confusión de sueños el ojo avizor desprenderá la roca donde las yemas de tus dedos se sostienen y todo será ceniza, puñados de polvo, fabricados por las manos de Dios tatuadas en los muros de la caverna. Fabricio tanteo que esa extraña  voz, anterior a todos los lenguajes, le hablaba. Volteo nervioso sin encontrar a nadie. Al revisar el lugar, con rápida mirada, notó que la yerba aplastada del lado izquierdo indicaba el arrastre de la pierna rota, del otro, el restregar de la huella en la tierra mojada, el suplicio del perseguido. En breves instantes los quejidos y la maraña de zarzales que rayaban todo su cuero comenzaron a maquinar en su contra. De nada le sirvieron las últimas descargas del rifle. El desangre lo debilitaba. Emitía lamentos que se fueron convirtiendo en súplicas de perdón, de ayuda, en alucinantes reclamos a su Padre Dios. Entre la rendija de sus párpados en una raja de luz se pensó del otro lado de la línea y con lágrimas pidió trastornado que le fuera concedido ese milagro que lo limpiara de culpas. Ya comenzaba a arrastrarse en círculos y a chillar ahogado como cerdo enredado en el matadero cuando Fabricio se le apareció imponente accionando el mecanismo que hizo brotar la filosa hoja de la navaja bandolera empuñada en su mano enguantada. Impasible. Mátame Fabricio mátame por favor mátame por lo que más quieras. Rogó el Chato, mientras sus ojos se encontraban con la negrura de los de Fabricio y sin comprender la presencia de ese  misterio se reconoció en la tinta oscura de esa quietud insobornable, perdido entre la inmensidad helada de un extraño territorio lleno de murmullos. En el descenso de este viaje, desentierro del recuerdo mis pensamientos que van hacia ti Emilia; el fulgor de las canicas rotando en el magma del olor a tamarindo y pienso en ti, como mi tabla de salvación que siempre fuiste; en tus zapatillas de charol con cintas de terciopelo, en puntillas, para alcanzar mis labios y bebo de tus besos de reina, el fuego cristalino de tu ternura, que me provoca soñar en el sosiego del desierto y en la limpieza de un tajo ardiente en el crepúsculo, desentierro tus lágrimas de piedras submarinas que caen en mis manos abiertas, al sostener la imagen de tu rostro que se va desvaneciendo, en el reposo del roció, sobre las hojas del tulipán, en donde a su alrededor, zumban tres abejas. Cristo mío, dijo sin decir el Chato, echando espumarajos. La oración fue a dar hacia el barranco rebotando en los peñascos hasta romperse. Fabricio quiso cargar el cuerpo, pero no pudo, estaba tan pesado. Hizo un guiño enarcando las cejas, al momento, en que el catalejo, acotó su lente.
 Después de realizar el operativo de rutina en la antigua estación del ferrocarril,  caminaban reflexivos por la vereda hacia la casa de su tía Ofelia. Recargado en un poste, un muñeco construido a escala con huaraches de cartón y sombrero de paja, les regalaba su ajada sonrisa. Sus botas lodosas evidenciaban su llegada de algún sitio donde había estado lloviendo. A ratos se abrazaban, a ratos se resentían del latigazo de la horrible orfandad que los obligaba a mantener vivo el hilo finísimo de su destino. ¿Qué tanto tenemos que hacer para que lo planeado no se nos salga de las manos, eh? Dímelo Fabricio, dímelo tú, que siempre dices saberlo todo. Antes de abrazar a Bruno, se detuvo en una fogata donde se rasgaba la guitarra cantando tristes versos, atizó la lumbre y con una brasa prendió un delicado sin filtro tragando su nicotina con avidez, al exhalar, el humo fue a dar en dirección a la montaña que simulaba una cabeza rapada a la mohicano. Bruno, te voy ha ser honesto: lo de mamá no tiene remedio, ¿cuándo? No lo sé, su enfermedad es incurable, solo lamento, por ella, que a nuestro padrastro se lo haya tragado la tierra y sinceramente sobre papá, malicio que lo de sus cartas es nada más otro truco de nuestra tía. ¿Y del dinero hermano, qué hay del dinero eh? Preguntó Bruno a bocajarro. Con un hondo suspiro Fabricio lo miró a los ojos fijamente, profundamente, sin mediar ni un murmullo, ni un parpadeo, ni una pizca de palabra, como si fueran frías mascaras mirándose a sí mismas en el espejo, después toreo la pregunta sintiendo con extrañeza que su voz por alguna razón ya no le pertenecía: Por las complicaciones que se avecinan nuestro deber es cuidar de la abuela Antonia, vivir con ella, ayudar en lo posible con la carga de trabajo. La brasa devoraba el cuerpo del cigarrillo rubio, pero no la cuerda del mensaje: Sospecho que ahora sí va la definitiva, mira cómo están desiertas las barricadas; tras de este silencio aparente se vienen, más crudas, las tormentas. Hermano, tú estarás en la troje muy al pendiente como quedamos y si llegara a pasar algo más grave ya sabes que hacer. Sentirás la cercana presencia de escarabajos montados a lomo de orugas, de sardos, de esa plaga verde olivo cortando el aliento, desollando los caminos, dejando las venas abiertas para festín del buitre. Escuchó de nuevo esa voz sibilante, al voltear para enfrentarla, se dio cuenta de que era él mismo quien se hablaba y sintió escalofrío. Al llegar, ladearon sus cabezas para mirar de reojo la única ventana empañada por el tiempo neblinoso, presentían que el martirio reposaba adentro de la alcoba. Luego de seguirlos un buen tramo, yo, desaparecí de largo siguiendo el camino que tuerce a la izquierda sobre la calle arbolada por hileras de eucaliptos y ciruelos guindas, en éste paramo lejano de provincias. Al frente, una varita de nardo con su perfume, indicaba un punto, una línea intangible que inevitablemente en su torsión a la derecha conducía la bifurcación del sendero hacia la bruma. Ya deja de gimotear Bruno. Fabricio amenazó antes de abrir el viejo portón. La tía Ofelia los recibió con la solemnidad de siempre y la mirada dirigida hacia la entrada de la habitación, indicándoles con el índice en los labios que se ocupaba de guardar silencio. No ha llegado su padre, murmuró, su madre descansa. En el interior el deseo de la muerte habitaba terrible, desasosegante, como una tarde gris bajo el arco gótico de la iglesia franciscana. Sacudieron las mangas de sus camisas, Bruno lanzó un escupitajo sobre un montón de piedras sepultadas en la arena, luego, el giro de la media vuelta los hizo continuar la marcha. Al cruzar el umbral, la suerte, estaba echada.    
 Allá en donde ha dejado de llover un niño gatea en el patio de su casa queriendo atrapar lombrices de tierra. Como cascabeles de serpiente, el tañido de campanas lo obligan a voltear al cielo y desistir de su deseo. El  revuelo del entablillado de las enaguas de su mamá se fija con suavidad en la memoria en el instante del vertiginoso abrazo que lo expulsa de su pequeño paraíso.
 Y más allá todavía, Fabricio, en  la línea curva del camino, se va perdiendo en el relámpago del horizonte.

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