(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
VIGESIMONOVENA ENTREGA
XII
EL PODER DEL CONOCIMIENTO (2)
Kant, que descubrió en la razón teórica los juicios sintéticos a priori, aseguró a la razón práctica los imperativos categóricos que satisfacen enteramente las exigencias de la “ética” glorificada por Kierkegaard. Si Kierkegaard, que conocía muy bien a Kant, se lamentó de que la filosofía hubiese descartado la ética, esto fue sólo una incomprensión (acaso no enteramente involuntaria). Por el contrario, en parte alguna la ética ha recibido una acogida tan benévola como la que ha tenido en las regiones donde reina la filosofía especulativa. Así lo confirma inclusive el “inmoralista” Nietzsche: basta, dice, que la ética incline levemente la cabeza para que el pensador más “libre” se pase a su lado. Y, subrayémoslo una vez más, el poder de seducción que ejerce la ética lo debe tan sólo a los vínculos que la unen con la Necesidad. En la medida en que Kierkegaard creía que no podría recuperar su juventud, que Dios podía perdonar y olvidar los pecados, pero que era incapaz de hacer que lo que había existido no existiera (y hemos visto ya que tal estado de ánimo se apoderó más de una vez de Kierkegaard), en esta medida olvidaba a Abraham y a Job y al pobre adolescente que amó a la princesa, se precipitaba hacia Sócrates y se dedicaba a interpretar la Escritura de suerte que no ofendiera a la razón y a la conciencia del más sabio de los hombres. Dios no puede hacer que lo que ha sido no fuera, y muchas otras cosas le son también imposibles: las verdades eternas son más fuertes que Dios. Lo mismo que los apóstoles, Dios no posee el poder; solamente posee la autoridad. Únicamente puede amenazar, exigir o, a lo sumo, enternecer. En uno de sus Discursos edificantes sobre el amor y la misericordia, Kierkegaard recuerda el comienzo del tercer capítulo de los Hechos de los Apóstoles: “Un día en que Pedro subía al templo, encontró a un paralítico que le pidió limosna. Entonces Pedro le dijo: no tengo dinero ni oro, pero te doy lo que tengo: levántate y anda. Y tomándolo por la mano derecha lo levantó, y al momento las plantas y los tobillos se afirmaron y, poniéndose de un salto de pie, comenzó a andar.” Después de haber citado este pasaje, Kierkegaard hace el comentario siguiente: “¿Quién puede dudar de que fue un acto de misericordia? Pero, al mismo tiempo, fue un milagro. Y el milagro atrae inmediatamente nuestra atención y la desvía de la misericordia, la cual sólo se manifiesta bien claramente cuando no se puede hacer nada, pues solamente entonces no hay nada que nos impide ver clara y exactamente lo que la misericordia es.”
Al leer estas líneas, tal vez algunos dirán: timeo Danaos… et dona ferentes. Pero, una vez más, hay en esto una interna lógica muy rigurosa. Ante todo, volvemos a encontrar esa realidad “sublime” a que nos conduce la ética, que pretende por todos los medios arrancar del corazón humano todos los “intereses”. Sócrates, Kant, el propio Hegel hubiesen felicitado a Kierkegaard. Hegel fue todavía más lejos: rechazó completamente los milagros del Evangelio. Los milagros le exasperaban, pues veía en ellos una “violación del espíritu”. Y, en efecto, el milagro relatado en los Hechos arroja a las sombras y hace olvidar todos los discursos edificantes pronunciados por los hombres. ¿No hay aquí un escándalo? En vez de curar a un paralítico, como antaño lo había hecho Jesús de Nazareth, ¿no habría sido mejor que Pedro se contentara con pronunciar palabras de amor y de consuelo? ¿No hubiera sido preferible que el mismo paralítico, elevándose hasta las alturas donde reside la ética, dijera al apóstol: no me interesan tus milagros, yo sólo busco amor y misericordia, pues aunque yo no sdea Hegel sé con toda seguridad que el milagro es una violación del espíritu?
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