martes

EL LOCO DE LEPANTO - HUGO GIOVANETTI VIOLA


Existen, sin embargo, artistas que carecen de este sentimiento superior de humanidad. Yo sé de aquellos que han esculpido un granito perfecto, se convierten en esclavos de su obra y se dejarían matar, antes que romperle las narices a la estatua. Carecen estos pobres hombres de libertad, es decir, no son del todo felices de su creación. ¿Os imagináis a Dios, el ser libre por excelencia, arrodillado ante el universo, que es su obra?

César Vallejo
Tenga por misericordia de Dios que alguna vez le digan alguna buena palabra, pues no merece ninguna.
San Juan de la Cruz
¡Vivo está tu Narciso; / no llores, no lamentes, / ni entre los muertos busques / al que está vivo siempre!
Sor Juana Inés de la Cruz
¡Ay, es algo tan terrible / sentir la culpa de otro!
Oscar Wilde
  
para Haugussto Brazlleim
 PRIMERA ENTREGA
  
1 / ELECTRICISTA
El electricista vino a vichar los timbres a mediodía y quedó en volver a las dos de la tarde, después de almorzar. Era un hombre cuarentón que vivía con la madre y un hermano mayor casi gemelo en el primer piso de la ferretería.
Yo ya lo estaba esperando a las dos menos cuarto en la puerta del corredor, con un miedo espantoso de que me dejara plantado.
Llegó en punto y volvió a abrir la caja de fusibles, donde las telarañas parecían bambolearse anunciando el derrumbe completo del edificio.
-¿A nadie se le ocurrió ponerle aunque sea un tornillo al tablero para que no se queden todos a oscuras apenas ceda el último taco? -destapó su caja de herramientas cuando lo hice pasar a mi apartamento. -Lo único que se precisa es un tornillo.
-Yo conozco a la vecina de al lado, no más. Me mudé hace tres días y mi ex-mujer me avisó a último momento que los timbres de la calle no funcionan.
-¿Ella vivía aquí?
-Vivió unos meses. Desde que nos separamos. Yo heredé esta cueva en el 90 y la alquilábamos, hasta que nos pudrimos de que nos cagaran. Al último inquilino le tuvimos que encajar un juicio. Demoramos tres años en cobrarle.
Volvimos hasta la puerta de calle por el corredor lleno de rajaduras mal revocadas y el hombre alagartado atornilló el tablero y dijo:
-¿Dónde está la llave general?
-No sé.
-¿Cómo no va a saber?
-Espere que le pregunto a la vecina. A ella le funciona el timbre del pasillo, por lo menos. Acá a nadie le importa nada.
La mujer cincuentona y ya irremediablemente rolliza demoró demasiado en abrirme y cuando le pregunté dónde quedaba la llave de la luz le ladró al electricista:
-Eso lo tiene que saber usted. ¿Para qué contratan gente que no entiende nada?
-Trabajo para la Philips y tengo 5000 clientes, señora.
-Entonces no venga a joder aquí.
Y mientras nos echaba con un bruto portazo me acordé que la noche anterior se me ocurrió bajar una llave misteriosa de mi cocinita y hubo apagón total.
-¿Pero quién habrá tenido la idea de instalar esto en un apartamento? -sonrió serenamente el hombre recién insultado cuando volvimos a mi cuchitril.
-Escuchemé: para mí es cosa de vida o muerte que funcione el timbre de la calle porque tengo alumnos de guitarra y todavía no vinieron a conectarme ni el teléfono. Arregle el mío solo, en todo caso.
-No -volvió a sonreír el electricista. -Hay que hacerlo bien. Tengo 5000 clientes.
Y conectó todos los timbres y las luces de los dos pasillos en media hora y me hizo una boleta recomendándome que le cargara los gastos a los administradores del edificio. Entonces suspiré descubriendo que el hombre-muchacho escamoso que vivía casado con la madre en el primer piso de la ferretería sabía trasmitir paz.

  
2 / BOINA
  
El otoño pasado empecé a dar clases de guión en una Escuela de Cineastas y mi ex-mujer me regaló una preciosa boina color antílope.
Fue el último gesto amoroso que me dedicó después de haberse escapado de nuestra cama para siempre.
Llevábamos treinta y cuatro años de matrimonio, y ya en un cortometraje anterior a la fundación de la Escuela una actriz me había embrujado durante algunas escenas que hicimos en un salón swinger.
Pero lo que sentí fueron nada más que escalofriantes bigbangs de adoración espejismal, y yo conocía muy bien cómo nos hipnotiza la Virgen cuando la miseria de amor nos clava todos sus cuchillos en el paladar.
Además es muy difícil que los castrati que irradiamos fidelidad amniótica nos tentemos de verdad con los frescos racimos.
Y para colmo la muchacha todavía no había cumplido los veinte y era mi ahijada de confirmación.
Muertes que uno se busca, debió haber pensado alguna vez Pepe Artigas.
Al final tuve que confesarle mi delirante fantasía de casarme con su halo y ella lloró dos días desilusionadísimamente por sentirse nada más que deseada, hasta que la consolé con una saga poética titulada La garza que me habita.
Lo grave fue que nos habíamos cazado en el altar sin carne del arco iris.
Y ya se cumplían tres años de mi expulsión del dormitorio donde hubo un amor puro, y mi ex-mujer odiaba cada vez más la palabra esperanza.
Al arrancar los cursos en la Escuela cumplí sesenta y dos y empecé a adelgazar alarmantemente.
Ahora había unas cuantas muchachas que me relojeaban como a un papito intelectual.
Una noche me pidieron auxilio un actor y dos actrices que tenían que desarrollar una historia propia a partir de una monstruosidad quiroguiana y les propuse que destaparan los símbolos en lugar de esconderlos.
Funcionó enseguida.
Entonces la chiquilina que representaba a la Muerte y se había embadurnado las cejas como si fueran un solo alón de alquitrán sobre la miopía dorada me abrazó exageradamente al agradecerme los consejos.
Era mucho más graciosa que linda y le decíamos Kiwi porque había vivido varios años en Nueva Zelanda, donde tenía familia perteneciente a la colonia de inmigrantes de Croacia.
Al final los grupos se reunieron con la profesora de actuación en el Salón Lumière y la nena me clavó tanto rato la mirada que me sentí penetrado por un alfilerazo cósmico.
Al otro día me senté a firmar un libro en la administración y un chistido me hizo alzar la cabeza y Kiwi me sacó una foto explicando que no podía soportar lo linda que me quedaba la boina color antílope.
Y esa noche me mandó un mail tratándome de genio.
  
3 / TORTA
  
De tardecita escuché sonar el timbre y me puse contento, aunque era el del corredor.
-Traje algo para disculparme por la vergüenza que le hice pasar hoy -casi me empujó con una gigantesca torta de chocolate la vecina rolliza y no tuve más remedio que dejarla entrar. -Qué lindos cuadros tiene.
Lo único que hacía entrever su belleza ya remota era la maquilladísima sonrisa.
-¿Puedo sentarme?
-Claro.
-Disculpe que me meta. ¿Pero quién era la inquilina fantasma que vivió aquí desde octubre? Ni siquiera se dignaba mirarme.
-Mi esposa. Todavía no estamos divorciados.
Entonces la lujuria se le puso color brasa:
-¿Pero usted sabía que la mayoría de las noches ni siquiera dormía aquí? Ayer vi que estaban instalando un calefón. Ella ni se bañaba.
-Debía quedarse en lo de mi hija.
-Y ahora su esposa y su hija se decidieron a mostrarle la tarjeta roja -carcajeó horriblemente.
-No. Lo decidí yo.
-¿Quiere que le preste mi aspiradora? Y me puede traer ropa a lavar, si quiere.
No contesté. Mi cuartelito artiguista estaba más húmedo y polvoriento que una carreta en la mitad de una patriada, pero los cuadros ya resplandecían como un ejército desplegado para resistir un tsunami japonés.
-Bueno, yo me llamo Dolly -cortó el primer pedazo con una primorosa espátula de torta la vecina. -Toda suya, señor.
-Gracias. ¿Un mate?
-No. Sufro de hemorroides.
Y de golpe enfocó un proyecto de mural crístico torresgarciano que le regaló Giovanetti a mi padre en el 52 y se puso a llorar:
-Acabo de cumplir cincuenta años y tengo una hija de nueve. El padre quiere sacármela del todo porque dice que estoy loca.
-Pa. Esto está riquísimo, señora.
-Guárdesela en la heladera -se secó el rouge desdibujado y agarró un ejemplar de mis Confesiones, que estaban amontonadas en el suelo. -La hice para Matilda pero hoy tampoco me la quisieron traer. Usted tiene cara de cristiano, señor Rosso.
-Decime Abel. Por favor.
-¿Creés de verdad, Abel?
-Por algo terminé exiliado aquí en Lepanto.
-Me gustaría mandarte a la nena a aprender la guitarra.
-Cuando quieras. Y el libro te lo regalo.
-Para creer de verdad hay que saber perder todo -me advirtió Dolly ya en la puerta. -Yo a veces prendo velas sentada en el water por los que se quieren demasiado a sí mismos.
  
4 / MUÑONES
  
Mi ex-mujer es mexicana y nos conocimos y nos casamos durante mi exilio, que terminó en 1983.
Yo antes había estado preso siete años por militar contra la dictadura.
Candela perdió a los padres en un accidente todavía siendo niña y yo ni siquiera pude despedir a los míos, aunque el fulminante enamoramiento en Cuernavaca nos hizo sentir tan invencibles como el volcán amedusado que le petrificó la esperanza a Malcolm Lowry.
Y después que nacieron Paloma y Martín vivimos una década dorada.
Pero los duelos insepultos no perdonan a nadie.
Y cuando la chamaca pasó un verano entero amortajándose con una sábana para llorar su minusvalidez infantil, mi alcohol ilimitado me hizo retroceder cada vez más enloquecidamente en dirección al parque de los esqueletos.
Abelito: no te olvides de venir a acompañarme lo antes posible, fue la orden que ni siquiera precisó pronunciar mi madre.
La suya supo callar lo mismo eficacísimamente y mi madre terminó suicidándose.
Hasta que mi ex-mujer empezó a reclamar algo que nunca pudo definir con claridad y después de una década donde ella reincidía en llantos amortajados y yo en delirantes borracheras nos caímos al infierno.
Candela ya no se sentía amada y aseguraba que vivíamos como si nos hubiésemos separado, cosa que yo jamás pensé ni en los peores momentos.
Bergman definió insuperablemente que el infierno conyugal es soñar que uno quiere agarrar al otro para salvarlo y de golpe descubre que los brazos se le volvieron muñones.
Cuando dejé el alcohol para siempre todavía dormíamos juntos.
Ella ya trabajaba como asistente social, aunque no quiso volver a hacer terapia.
Martín se fue a Europa a estudiar música y Paloma se recibió de médica, se casó y tuvo una hija.
Y entonces fui descubriendo que la chamaca siempre se había sentido una sapa de otro pozo en las moradas de mi fe, pero que ahora odiaba a Dios irreversiblemente.
Carson McCullers: El corazón herido de un niño se encoge a veces de tal forma que se queda ya para siempre duro y áspero como el carozo de un durazno. O al contrario, es un corazón que se ulcera y se hincha hasta volverse una carga penosa dentro del cuerpo, y cualquier roce lo oprime o lo hiere.
Una noche Candela se declaró expulsada de la vida y confesó que lo único que le importaba en el mundo era nuestra nieta.
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. / Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. / Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.
Eso fue lo que terminé rezando con los brazos levantados en la oscuridad semivacía de mi cama de matrimonio.
  
5 / CUCARACHO
  
Ricardo llegó de Marindia cuando ya me habían instalado el teléfono y el adsl, y después salimos a comprar poleas para estirar mejor las cuerdas de tender la ropa.
Todavía me quedaba un cuarto de la torta que me trajo la vecina.
-Es un manjar. Pero cometelá toda, si querés -le advertí a mi amigo que también acababa de ser abandonado por dos mujeres en el mismo año. -Anoche me zampé cuatro pedazos y tuve la peor pesadilla de toda mi vida.
-Peores que las mías no hay.
-¿Sabés de lo que me di cuenta que somos nosotros? Cucarachos.
-En qué sentido -trató de fingir diversión Ricardo con los dientes de conejo bondadosamente achocolatados.
-Hoy lo primero que hice cuando recuperé Internet fue bajar La metamorfosis y seccionarla en entregas para el blog.
-Pero eso está muy leído.
-Yo dejé de leerla hace veinte años, cuando mi hija me pidió que la ayudara para un escrito. Y menos mal que había que preparar nada más que los dos primeros capítulos. Me acuerdo que empecé a releer el tercero pero no pude soportarlo.
-¿Así que te llevó la carga la vecina?
-¿Hace cuánto que no releés La metamorfosis?
-Uh, yo qué sé -se sentó en la computadora mi santo amigo. -¿Conocés la caricatura del bicho con cabeza de Kafka?
-Sí. Es más triste que la novela.
Ricardo miró el muro del patiecito interior simétrico al de la vecina y murmuró:
-¿Y esta mina es tan fea?
-Está achanchada. Y loca.
-Lo que tendrías que aceptarle de urgencia es la aspiradora, por lo menos. Se te van a joder los cuadros.
-¿Sabés que me di cuenta que la hermana de Gregor Samsa representa a su alma?
-Yo creo que ni al propio Jung se le hubiera ocurrido eso. Disculpame.
Entonces tuve una asfixiante necesidad de salir a fregar una camisa y un calzoncillo en el balde del patio.
-Mirá que aquí a dos cuadras hay un buen lavadero. Y no es caro.
-Me olvidé de comentarte que hoy agarré el primer alumno que me llega del barrio. Vive en Maroñas pero trabaja en la pescadería de Rivera y Ponce. Me la mandó Michel. Una rubiecita de diecinueve años con pelo color Vermeer.
-A la mierda -se puso a estornudar explosivamente Ricardo y terminó señalando el retrato de mi viejo hecho por Gurvich en el 53: -No te olvides que el principal despreciador de Gregor Samsa era el padre. Y el tuyo fue muy distinto.
-Pero en la pesadilla me quedó claro que muchas veces él tampoco me podía soportar y me hubiera clavado un buen manzanazo en el lomo para que me encerrara en el cuarto y no jodiera más a nadie con mi maldito arte. Liquidate esa torta de una vez. Por favor.

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