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ÁLEX DE LA IGLESIA " NO CREO EN EL ESTILO CREO EN LA ENFERMEDAD"



Visto en vivo y en directo, Álex de la Iglesia (Bilbao, 1965) resulta ser exactamente como sus películas: desmesurado, retorcido, anárquico, extremo, intenso, bizarro, inquietante… Llevar una lista de preguntas a una entrevista con el director de Balada triste de trompeta, La comunidad o El día de la bestia acaba demostrándose más absurdo que ponerse gafas de sol a medio metro de una bomba termonuclear a punto de estallar. A los dos o tres minutos, cogida ya confianza, el diálogo adquiere vida propia y se convierte en un golem imposible de domar que tritura mi tumefacto guión con saña y placer. En algunos momentos de la entrevista, de hecho, clavo las uñas en el sofá temiendo que Álex se comprima hasta convertirse en un agujero negro bilbaíno que me engulla a mí, al fotógrafo y a Madrid entera a los sones del Qué sabe nadie de Raphael en su versión death metal. Así que me limito a transcribir el caos y que sea lo que dios quiera.
Te licenciaste en filosofía por la universidad de Deusto. ¿Qué pretendías?
La verdad es que no estudié filosofía pensando en un objetivo, no había una razón. Estudié por diletancia y porque me interesaba la carrera. Francamente, no pretendía encontrarle rentabilidad al asunto. Mis amigos en la universidad eran todos ex seminaristas y locos, fundamentalmente. Y más en una universidad como la de Deusto, que está muy centrada en la rentabilidad. Los que estudiábamos filosofía éramos un grupo de enajenados separados de la realidad. Así que en ese sentido no había un objetivo crematístico. Todos acababan de bibliotecarios o de profesores.
Y de tu etapa como dibujante, ¿qué queda? ¿Dibujas tú mismo tus propios storyboards, por ejemplo?
Sí, sigo dibujando mucho porque me encanta hacerlo, pero lo hago para mis películas o para explicar determinadas cosas de ellas. Dibujo los storyboards cuando tengo tiempo.
¿Has pensado en publicarlos alguna vez?
Pues no, no he pensado en ello, pero sería bueno. Lo que pasa es que no sé si los conservo todos, pierdo bastante mi material. Es decir… lo conservo, pero lo pierdo ahí, en el despacho. Soy bastante desordenado y nunca sé dónde están las cosas.
¿Hay mucha diferencia entre tus storyboards y lo que acaba viéndose en las pantallas de cine?
Buena pregunta. Sí, y es bueno que la haya. Los storyboards no deberían ser una ley inamovible. Son una herramienta para contar lo que quieres y para poder modificar cosas a partir de ellos. Pero, curiosamente, hay veces en las que ves la película o alguna secuencia acabada y sí que se corresponde exactamente con lo que habías dibujado. Y eso también es bueno porque, de alguna manera, has seguido las directrices del tipo que empezó pensando en la película. Porque cuando estás rodando ya eres otra persona, eres alguien que se adapta a las circunstancias. Y precisamente en esa labor de adaptarte a las circunstancias es donde está la profesión, donde realmente trabajas. Nadie consigue, y no creo que sea posible, llevar exactamente lo que quiere a la realidad a no ser que tenga un presupuesto enorme. Con esto quiero decir que ni los actores, ni las localizaciones, ni el tiempo que tú deseas para una secuencia son realistas, así que tienes que adaptarte y llevar por donde puedas esa idea. Conservarla con otros elementos. Y ahí está la habilidad y la capacidad de un director para rodar.
¿Cómo llevas tú las limitaciones que te impone la realidad?
Es el día a día. El trabajo es siempre ese. Se trata de conseguir el máximo rendimiento con lo que tienes. Una de las cosas más bonitas que me dicen cuando enseño una nueva película es “parece de gran presupuesto”, cuando no lo es en absoluto. Ahí está precisamente el trabajo de exprimir un equipo hasta la saciedad y el de destrozarlos, el de intentar destrozar también al productor y el de ejercer una violencia continua en todos los ámbitos de la película para sacar el máximo rendimiento de la historia. Lo único que quieres es que lo que tienes sea lo mejor posible. Y en ese sentido este es un trabajo duro y cansado. Debes esforzarte continuamente para sacar de donde no hay y conseguir que el plano sea lo mejor posible. Es una lucha contra el tiempo. Eso lo sabe cualquier director. Todos los directores que estén leyendo esta entrevista sabrán de lo que hablo. Nos pasa a todos en mayor o menor medida. En un corto pasa lo mismo, en un mediometraje, en un largo y en una película, ya tengan un presupuesto grande o pequeño. Siempre quieres el doble o el triple de lo que tienes.
¿También en Balada triste de trompeta querías el doble y el triple de lo que acabó viéndose en pantalla?
Pues mira, la secuencia de la guerra la rodamos en un día. Donde parece que hay miles de tíos había cincuenta. Fue una locura poner en práctica eso, había un nivel de tensión muy grande en el set. Prácticamente conviertes el rodaje en una guerra. Recuerdo que lo rodé casi todo en una toma. No había tiempo de volver a colocar los explosivos y de volver a mover a la gente, todo tenía que salir a la primera. Y claro, había especialistas corriendo cerca de explosivos, por ejemplo. Ese día me tocaban mis hijas, que vinieron al rodaje. Las tenía llorando por las explosiones al lado del combo. Trabajábamos por primera vez, y creo que también era la primera vez que se utilizaba en España, con un disco duro nuevo que había salido para la Alexa. Y cuando terminó la toma pensé “joder, estupendo, esto ha quedado perfecto”. Y me dicen “no, no, no ha grabado”. Y yo “¿no ha grabado el qué? No habrá grabado el vídeo, pero la película…” Y me dicen “no, no, no: no se ha grabado nada”. Descubrimos en ese momento, por experiencia, como suele descubrirse todo en esta vida, que una pequeña vibración podía hacer saltar el disco duro. Perdí tres horas en volver a montarlo todo. Y ahí sí que me quedé sin material, sin explosivos, sin nada. Utilicé hasta cámaras de fotos para sacarlo adelante. Claro, la gente no sabe cómo se hace una película, cómo se organiza y cómo se monta. Se sorprenderían de hasta qué punto es todo absolutamente artesanal, sobre todo en este país. Artesanal y hecho con gente que lleva tres días sin dormir únicamente para poder rodar una simple secuencia. Hay un nivel de riesgo y de exposición muy altos. Pero te acostumbras. Y ni siquiera me gusta hablar de ello porque se supone que cuando haces una película eres responsable de los resultados y no puedes explicar los medios. Ahora hay mucha gente que se enorgullece de hacer las cosas a bajo coste. Yo creo que de lo que te tienes que enorgullecer es de los resultados.
¿Alguna vez uno de esos inconvenientes ha acabado dando como resultado una escena genial que no estaba en el plan original?
No suele pasar. No existen las casualidades. Lo que sí pasa es que te ves obligado a adaptarte y a pensar a una velocidad angustiosa cómo solucionar algo. Un actor que ha desaparecido de pronto, o una localización que se ha caído. “¡Vale, no rodamos!” Está todo pensado para ese sitio y dos horas antes te enteras de que no puedes ir. A ese nivel sí que me han ocurrido muchas cosas. Pero siempre hemos conseguido salir de ello. Sangrando por las orejas. Literalmente. Te podría contar millones de anécdotas. Todos los días ocurre algo así, todos los días de rodaje tienen su angustia. Los Crímenes de Oxford, por ejemplo. Llegamos a la localización. Esto el mismo día, ¿eh? Así que vamos a rodar, empieza la gente a pisar el césped y nos dicen “no piséis el césped”. Y yo digo “es todo césped, vosotros me diréis cómo lo hacemos”. Y me contestan “no, no, no se puede pisar el césped, hay que colocar tablones de madera para llegar a los sitios”. “¡Pero se van a ver!” Así que tuve que rodar toda la secuencia en plano americano. Luego me dicen que tampoco podemos traer un coche, que los coches no pueden rodar en ese terreno. Y yo digo “pero la secuencia consiste en que llega el protagonista en un taxi, ¿cómo lo hacemos?” Y me dicen “no, no, el suelo es histórico”. O sea, que el césped no se podía pisar y el suelo era histórico. Y claro, yo miro a la jefa de producción como diciendo “¿¿¿Pero cómo no me has dicho esto antes???” y la veo ahí llorando. Porque siempre lloraba.
Vaya por dios.
La quiero mucho, ¿eh? Pero la recuerdo llorando continuamente. Entonces lo que hicimos fue colocar también tablones para el coche y planificar un recorrido ficticio con gente empujando el vehículo para que no estropease el suelo, colocando mantas y tal, todo para tener contentos a los que cuidaban el edificio. Y por la tarde vamos a entrar en el edificio y vemos que está cerrado. Y digo “esto está cerrado, ¿cómo rodamos?” Y me dicen “no, es que vosotros tenéis permiso para rodar en el tejado, pero no tenéis permiso para entrar en el edificio”.
Tiene toda la lógica del mundo.
Entonces dije “bueno, vale, ¿cuánto tiempo me dais?” Teníamos una hora, así que cogimos las grúas que utilizábamos para los focos, nos llevamos una al edificio e hicimos pasar a todos los actores y a todo el equipo a través de ella al tejado. Con la pequeña salvedad de que no podíamos apoyar la grúa en el tejado, porque también era patrimonio. Así que hicimos saltar al equipo de un brinco al tejado a una altura de unos 20 metros. Recuerdo a Freddy, mi maquinista, que es un hombre de unos sesenta y pico años, con la cámara de cine, que pesaba unos 40 kilos, agarrada del brazo y dando un brinco como podía a una altura demencial. Y en esos momentos piensas “estoy poniendo en juego la vida de 70 personas, ¿merece esto la pena?” Hay momentos brutales. Pero como estos, muchos. Como rodando El día de la bestia, y ahora que pienso en alturas. El cine entonces era óptico, no digital. De hecho, nosotros rodamos la primera secuencia digital en El día de la bestia. El tema es que teníamos una cámara Mitchell que pesaba más de 100 kilos, una cosa muy gigantesca. Todavía no sé por qué lo hicimos con ella, pero en aquel momento pensábamos que era importantísimo. Teníamos que salvar un neón que sobresalía unos cuatro metros del edificio. Tú lo ves desde abajo y dices “está pegado”, pero cuando estás allí y lo ves desde arriba te das cuenta de que está a cuatro metros de distancia del final del edificio. Muy lejos, en definitiva. Y para salvarlo debíamos colocar la cámara a unos seis metros del edificio. Ya subir hasta arriba fue complicado. Yo tenía vértigo en aquel momento, pero es que a partir de ahí lo tuve para siempre porque vi angelito a uno de los mejores técnicos del cine español, Reyes Abades. Tuve que verle agarrándose a una barra de hierro, una especie de mecanotubo de seis metros de longitud colocado en perpendicular al edificio. Y él, como si fuera el temible burlón, avanzaba con la cámara Mitchell en el hombro para colocarla y poder lanzarla. Y en aquella época, claro, sin ningún tipo de protección y con la calle abajo. Y recuerdo que aquello también me resultó angustioso, absolutamente angustioso. De esas yo, y cualquier director que esté trabajando en este momento, te puede contar 10.000. Forma parte del trabajo. Eso es el trabajo: “No se puede, cómo se puede hacer para que se pueda”.
Y luego el público cree que el tuyo es un oficio romántico.
Ahí está el daño que me han hecho mis estudios de filosofía. El paso de la idea a la materia genera una erosión continua.
Desde luego tu vida como filósofo habría sido bastante más aburrida.
No lo sé, no lo sé. Respeto mucho la filosofía y respeto mucho al profesional del conocimiento, a la gente que se dedica a dar clases, al profesor. Mi hermano Javi es profesor de literatura y respeto mucho a la gente que se ha dedicado a estudiar y a pensar. A mí me habría encantado tener tiempo para leer y estudiar a Kant en alemán. Pero lo he leído en español y no lo he entendido.
¿Qué es lo que hace que te decidas a dar el salto al cine?
La envidia, los celos, la soberbia… ningún buen sentimiento. No soy de esos directores que tienen esa manera de pensar tipo “yo estaba destinado a esto”. ¡Eso es mentira! Son un cúmulo de casualidades y de suerte. Pero yo tenía unas ganas locas. Lo que pasa es que normalmente piensas que eso de rodar es imposible, que es algo que solo hacen semidioses, gente tocada por la mano de dios y tal. Y de pronto descubrí que no, que era algo muy cercano. Enrique Urbizu, un gran amigo con el que empecé a hacer cine, estaba rodando su primer largometraje, Tu novia está loca. El saber que era posible, que él, una persona cercana a mí, estaba haciéndolo, me hizo darme cuenta de que el cine no era algo absolutamente ajeno. Y ahí cambió mi vida. Pensé “tengo que conseguirlo, de alguna manera tengo que conseguirlo”.
Y rodaste Mirindas asesinas.
Exacto. De hecho, esa lucha angustiosa contra los elementos ya empezó ahí. Para Mirindas no había dinero. Lo hice todo con deudas. Rodé el corto utilizando los decorados de un amigo. Yo hacía los decorados y por la noche rodaba el corto. Hay dos cortos con los mismos decorados: Mirindas asesinas y Amor impasible, el corto de Iñaki Arteta. Tampoco tenía cámara. La pedí prestada y aprendí a manejarla el día anterior en una estación de autobuses. El único dinero que tenía lo utilicé para comprar el negativo. Todo eran deudas, no tenía dinero para comprar comida para los actores. Porque hay un momento del rodaje en el que los actores quieren comer. Y hay que parar para comer. Lo dejé todo a deber. Y uno de los actores se me fue. Eran cuatro días de rodaje y al segundo día se me fue, así que lo sustituí yo mismo cambiando toda la planificación y rodándome de espaldas, en escorzo. El día que se iba a ir rodé los tres primeros planos que tenía. Y el resto lo hice yo mismo con su chaqueta. Así que ya entonces se veía cómo iba a ir la cosa.
Pero no te echaste para atrás.
No, no, no. Todo esto que vendo como algo angustioso es también apasionante. No hay mejor sensación que la de solventar un problema. La sensación más satisfactoria del mundo es la de conseguir salir adelante en una situación límite. Y tengo que reconocer que te enganchas a las situaciones límite. Te gusta que la película necesite el triple de lo que tienes. Es normal, te acostumbras a esa vida. Y entonces no puedes dejarla. Lo terrible es cuando todo eso acaba. Porque se acaba. Y pierdes los superpoderes. Hay un momento en el que te sientes como Ben Grimm. Te sientes como La Cosa.
Vacío.
Exacto. En La Noche Americana se explica maravillosamente. Es una película decisiva. Creo que es la que mejor ha reflejado lo que es un rodaje. Y ahí se ve. Esa sensación cuando todo el mundo sale, desaparece. Gente que ha formado parte de tu vida durante tres meses, cuando ya has conseguido olvidar la vida real. Porque te llega a parecer que la vida real es eso, que la vida es rodar. Y en ese momento la gente desaparece, en una especie de huida misteriosa. Porque la gente tiene otro rodaje, tiene otras cosas que hacer, y se despiden de una manera rápida, lo que te genera una angustia terrible, una gran depresión. Acabar una película es depresivo. Tienes la sensación de necesitar ese tipo de vida.
¿Cómo se supera eso? ¿Volviendo al trabajo de inmediato con un nuevo proyecto?
Exacto. Eso es hacer cine. Intentar corregir los errores de la película anterior. Intentar desesperadamente vivir rodando. Encontrar financiación, encontrar trabajo, encontrar un guión, desarrollarlo. Con el tiempo te das cuenta de que lo más complicado es eso, sacar adelante el próximo proyecto. Y claro, ahí es donde te dejas la piel. La angustia esa de no vivir la vida real, en definitiva.
Es curioso esto que dices, tus películas transmiten precisamente esa sensación.
Exacto. Estoy hablando exactamente de eso.
He leído algunas entrevistas tuyas en las que pareces renegar de Acción mutante.
No, no, lo decía medio en broma. Es un topicazo, pero a todas las películas las quieres igual porque son el producto de la persona que eres en un momento determinado de tu vida y de lo que te importa en ese momento. Así que a todas las quieres mucho. Pero no participo de algunas declaraciones de otros directores en las que no reconocen errores o en las que dicen que no se arrepienten de nada. Joder, te arrepientes de muchas cosas. Y te gustaría corregir miles de cosas. Yo entiendo a George Lucas y su obsesión por retocar. Lo hace porque puede hacerlo.
Lo que pasa es que cuando George Lucas retoca…
Sí, es espantoso, lo sé. Ahora me cuesta encontrar la versión original de La guerra de las galaxias, que es la que a mí me gusta. Odio que la retoque, pero lo entiendo. Entiendo esa obsesión por corregir errores previos. Él dice “ahora puedo tener un dinosaurio en Tatooine”. Y pone un dinosaurio en Tatooine. “Ahora puedo corregir los cromas”. Y corrige todos los cromas. Respecto a Acción mutante, ahora me gustaría corregir el sonido, la mezcla, el montaje. Yo era en ese momento muy orgulloso, muy vanidoso, quería únicamente rodar el storyboard. Es ese punto Eisenstein que tenemos todos los directores y que nos lleva a querer cumplir la planificación que nos ha dado dios. Todo eso lo pierdes con la edad y sobre todo con el oficio. Porque hay un oficio, hay una manera de hacer cine, hay una manera de trabajar. Y la vas descubriendo conforme ruedas. No es que seas mejor. Es como si fueras un boxeador: aprendes a encajar. Sobre todo a encajar. La pegada es la misma, pero aprendes a esquivar los golpes. Te conviertes en un perro apaleado.
¿Te desespera que la gente aún te pida que ruedes la segunda parte de Acción mutante?
No, me parece maravilloso. Me halaga mucho. Y me encantaría hacerlo. Más que la segunda parte, me gustaría hacer la precuela. La actividad del grupo terrorista. ¡Los atentados que no vimos!
Antes has dicho que tienes vértigo. ¿Sale de ahí tu afición a colgar a tus personajes de las alturas? ¿Surgió por casualidad y se convirtió en una imagen de marca?
[Se lo piensa] Yo no creo en el estilo, creo en la enfermedad. Yo tengo enfermedades. Y obsesiones. Y neurastenias. Hay un momento determinado en el que necesito hacer eso. Lo de las alturas es una imagen que me vuelve loco. Y me lo piden las mismas historias, reconozco que es una enfermedad. Otros esa enfermedad la disfrazan de estilo. Yo creo que es como la tuberculosis. Necesito hacerlo y lo hago conscientemente. Me gusta. Pero me gusta sobre todo narrativamente. Me gusta que la película acabe en un clímax y que el clímax sea también visual. Que lo alto ocurra en lo más alto. Y luego hay también una razón narrativa: los personajes en lo alto dicen la verdad. De alguna manera se desnudan, pierden las mentiras y se dicen la verdad el uno al otro. Es la catedral con el Joker y Batman; es Hitchcock, por supuesto, que es el que fundamenta ese concepto. Está en infinidad de historias. Y entonces llega la caída. El imperio contraataca. “Yo soy tu padre”. Y Luke Skywalker cae. Y en ese momento vuelve a la realidad. Después de haber estado en el mundo de las ideas. Subes al cielo para encontrar la verdad. Y caes a la tierra. Es el perfecto epílogo. Y eso me encanta.
Tu cine es extremo, no tiene término medio.
Es curioso que las mayores críticas que recibo como cineasta aludan precisamente a mis aspiraciones. Soy exagerado, histriónico, sobreactuado, pedante y soberbio. Pero tengo que serlo y es mi manera de ver el cine. Disfruto con el exceso. Desde luego, el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría. O no sé si al de la sabiduría, pero sí desde luego al del entretenimiento. La vida ya es lo suficientemente plana. Y ya hay otros directores que trabajan maniáticamente buscando la realidad. Yo no busco la realidad, busco superarla, que creo que es lo que tiene que hacer la ficción. Y en ese sentido disfruto muchísimo con lo extremo. Me gusta que todo sea extremo. Lo decía Hitchcock en una entrevista: el esquema perfecto es un pobre hombre metido en una historia tremenda. Si buscas una historia, que sea el Apocalipsis. Si buscas a un pobre hombre, que sea alguien al que no le permiten reír desde pequeño. Alguien que quiere ser payaso desde pequeño pero que no puede reír. Si quieres alguien que se transforma en payaso, que lo haga con una plancha. Esa exageración, ese llevarlo todo al límite, es mi profesión. Ocurre también con los rodajes. Los llevo al límite porque creo que es mi obligación. Yo no disfruto recreando la realidad, viviendo algo que ya he vivido antes. Me gusta transformar lo que ocurre en mi vida en algo grotesco, deformarlo en mis películas. Mis películas son una malformación mental de lo que yo vivo.
Esa sensación de vacío de la que hablabas antes es exactamente la que le queda al espectador cuando aparecen los créditos finales de tus películas. Deduzco que tu objetivo es ese.
Es lo que pretendo, sí. Que el espectador, cuando se meta en la película, viva una experiencia, salga diferente y recuerde esa película. Que se someta a una serie de decisiones mentales a las que no está acostumbrado. Ese es el cine que siempre me ha gustado. Recuerdo ver Malas calles, o Taxi Driver, o, yo qué sé, Uno de los nuestros, que dices “joder, no sabía que esto podía ocurrir”. O El rey de la comedia mismo. Es lo fascinante de ir cine. Es muy difícil que una película te sorprenda a ese nivel. De hecho, la gente no quiere sorprenderse. Y el cine mainstream quiere repetir siempre el mismo esquema. Sabes qué va a ocurrir. Va a verse esta secuencia, y luego esta otra, y luego va a estar la secuencia de amor, y luego aparece un problema en el segundo acto, pero se va a resolver, y nada va a ser excesivamente grave porque no queremos ofender a nadie, queremos que llegue a todo el público. Y cuando quieres que algo llegue a todo el público, que guste a todo el mundo, estás haciendo pan. Estás haciendo o agua o pan. Y a mí me gustan las cosas con mucho sabor. Y eso es bueno y es malo. Reconozco que también pierdo mucho público por eso, pero no estoy pensando en ello. Estoy pensando en un espectador ideal, en alguien que realmente vaya al cine a disfrutar.
Muertos de risa abre la segunda etapa de tu carrera. ¿Crees que se entendió la película en su momento? La gente aún te pregunta por su final.
Me ocurre con todas. De hecho, no tengo una sensación de evolución porque lo veo desde dentro. Joder, si pudiéramos ver las películas desde fuera todos seríamos John Ford. Tienes que calibrar las cosas en el mismo maelstrom, atado al tonel y en medio del remolino. En el caso de Muertos de risa la gente iba a ver una comedia cuando no es una comedia. Y a mí eso me gusta. Y no lo impedí, porque me gustaba que el público de repente se encontrara otra cosa. Es como ir a una fiesta y que en la habitación haya siete tipos colgados de ganchos. ¡A mí me encantaría! Cuando voy al teatro, por ejemplo. Recuerdo haber visto La tempestad, de La Cubana. Yo iba a verLa tempestad de Shakespeare. Así que llego y a mitad de la representación empieza a caer escayola del techo y se rompe el tejado, y entra gente desde fuera, y veo que se interrumpe la representación teatral. Sale todo el público al hall y desde allí ves que está lloviendo a mares fuera. En ese momento digo “¡quiero reproducir esto, por el amor de dios!” Esa sensación de sentirte en otro mundo, de estar montado en un carro en el que no lo tienes todo en tus manos. Eso es maravilloso. Y creo que efectivamente es en Muertos de risa cuando empiezo a jugar con eso. Y con violencia. A decir “esto es una broma, pero a la vez no lo es; esta situación es cómica, pero a la vez es trágica”. Porque así siento que debe ser la vida. En ese sentido sí que me gusta imitar la vida. Porque la vida es así. Y la ficción evita eso. Ocurre con el cine de género. “Vale, vamos a ver una película de conversaciones”. ¿Por qué no hay una persecución en medio de una película de conversaciones? ¿Por qué no hay una secuencia porno en medio de una comedia de situación que transcurre en un instituto? ¿Por qué no hay una pequeña situación de terror en una comedia? Todo eso de alguna manera empieza a pensarse en Psicosis, porque es Hitchcock el primero que juega con eso. Empieza la película con un protagonista y la sigue con otro. Se supone que estamos viendo un thriller romántico entre dos personajes y de repente se convierte en otra cosa absolutamente distinta a partir del minuto 15. Ese juego con el espectador desaparece. Tú vas a ver Battleship y es guerra de barcos. Vas a ver Transformers y es Transformers. Y si vas a ver la segunda, es exactamente igual que la primera. Y no quieren perder ni un solo espectador porque quieren que sea exactamente lo mismo. Es lo más viejo del mundo. Todos pedimos desesperadamente que al día siguiente nuestro trabajo esté donde estaba, que nuestra mujer esté donde estaba, que después del lunes venga el martes. Pero la ficción sirve para romper eso. O, por lo menos, para romperlo en un entorno de ficción. Luego podrás tener tu vida cotidiana que te salve del horror cósmico. Luchamos con desesperación para creer que la vida tiene sentido. Y lo bueno del cine es que te hace vivir esa contradicción y te hace salir de ella con tus propios pies.
Tus películas no son puras, son una mezcla de comedia, terror, acción y drama.
Son una mezcla, sí. Normalmente el director de cine hace gala de sentimientos honestos. El cine de John Ford es honesto. El de Hitchcock no. El de Scorsese tampoco. Hay películas que directamente tratan de eso. Mira el final de Uno de los nuestros, que me parece lo mejor que he visto en muchísimo tiempo. Luego Scorsese lo repite, vuelve a hacer la misma película con Casino. Eso es algo que también me ha ocurrido a mí. Y Scorsese plantea eso: ¿merece la pena seguir el juego tradicional? ¿Merece la pena hacer lo que nos piden que hagamos? El protagonista dice “yo estuve durante años fuera de la ley, viviendo una vida apasionante”. Esos steadycams saltándose la cola de un local para llegar a la mesa a través de la cocina, ese disfrutar con el vicio y la locura, esos momentos en los que te ríes con Joe Pesci cuando dispara al pie de un chaval que le está sirviendo una copa y dice “¿qué pensabais, que no iba a tener puntería?” Todo eso acaba en el momento en que el juego no puede seguir adelante, lo que lleva al personaje a la destrucción, obviamente. Y entonces termina en un lugar plano, con una vida plana, recogiendo el periódico, en una casa como otras 10.000. Y en ese momento se da cuenta de que ha sido mejor lo otro. O sea, que ha vivido más, y ha sido más persona, más hombre, viviendo fuera de la ley. Eso es algo que solo se puede plantear en una película. Y eso es lo que más me interesa. Y también lo que más me angustia. 
Y tú vives esa otra vida a través de tus películas.
Claro. Esa es la clave. Por eso rodar es apasionante. Es algo que no podría dejar de hacer. Es el motor que te impulsa a seguir rodando, a vivir rodando. 
Lo describes como si se tratara de una droga.
Claro. En el sentido de que supone un cambio en tu estado de consciencia. El momento en el que tú de pronto dejas de ser tú mismo. ¡Esa es la clave del cine! Bueno, parezco un imbécil hablando de las claves del cine, perdona.
Claro que no. Continúa, por favor.
Para mí, una secuencia, un plano o una película tienen sentido cuando colocan al espectador en una situación en la que él no estaría nunca. Una situación en la que se siente incómodo, o desplazado, o que no conoce. Es maravilloso colocar al espectador en situaciones en las que nunca estaría en su vida real pero en las que desea estar. Y también es maravilloso colocarle en situaciones en las que nunca desearía estar y sacarle de ahí. Se trata de jugar con el espectador como si estuvieras en un parque de atracciones. ¿Por qué? Porque eso te permite vivir una vida que no es la tuya.
¿Eres consciente de que eso es una huida?
Absolutamente. Reivindico la huida. Como reivindico el humor. La huida es necesaria. La huida es cultura. La cultura también es una manera de huir. Desde el momento en el que no podemos matar a nuestros congéneres con un hueso como en 2001, desde el momento en el que no podemos follarnos a la mujer del vecino, desde el momento en el que tenemos que soportar la vida en sociedad, huimos. Y ese intento de encontrar una alternativa a una vida que no es la nuestra, porque nuestra vida real es una vida animal, genera una herramienta de huida que es la cultura. El cine es una de esas herramientas.
¿Te has planteado alguna vez que ese mundo propio, autorreferencial, esa burbuja en la que vives, podría…?
¿Explotar?
Exacto.
Ya ha explotado alguna vez, por supuesto. Pero… no lo sé. Eso es vivir, ¿no? Desde luego, no vamos a tener ningún problema si nos quedamos en casa. Y vamos a cumplir con nuestros deberes. Desde luego, la mejor manera de comportarse en sociedad es yendo al centro comercial los fines de semana, teniendo un trabajo como dios manda, opinando lo que hay que opinar cuando los demás ya han opinado y pensando lo mismo que los demás piensan cuando ellos ya lo han pensado. Pero ahí hay una contradicción. Porque entonces no hay progreso, no hay avance. La única manera de avanzar es negar eso. La única manera de conseguir vivir mejor en sociedad es llevando a cabo pequeñas negaciones de esa sociedad, rompiendo la estructura, rompiendo el esquema para generar otro nuevo tipo de comportamientos.
El conflicto como motor de la historia.
Claro. Tampoco me lo he inventado yo. Y también es el motor del LAS historias. Tú planteas en el primer acto una situación estable, una situación en la que el personaje puede estar muy bien, y luego estar mal, o en la que el personaje está muy mal y por alguna razón evoluciona a muy bien. Hay una evolución hacia otra situación distinta, en definitiva. El segundo acto es la antítesis. Eso se rompe, se desestructura. Y el viaje al tercer acto es un viaje de obstáculos. No me estoy inventando nada. Suena pedante, pero no es más que la Poética deAristóteles.
Toda tu cinematografía puede leerse como una metáfora de España y sus conflictos. ¿Eso es así o me estoy inventando la interpretación?
No, no, por supuesto que es así. Porque, a fin de cuentas, lo que haces como director es plantear los conflictos que a ti te preocupan y te importan. Es algo que ocurre, simplemente. O mejor dicho: es algo que es imposible que no ocurra. Si una persona se toma en serio sus preocupaciones y su trabajo, acaba hablando de ello de una manera u otra. Estás hablando de tu entorno, y es obvio que el entorno va a entrar en tu discurso. Además, y supongo que a muchos les parecerá extraño lo que voy a decir, todas mis películas son políticas. Estoy hablando, como ciudadano, de una situación concreta. Y lo hago en un entorno en el que está Euskadi y en el que está Madrid. Todos esos conflictos están presentes. Y donde más se nota eso es en Balada. Yo he vivido en un entorno en el que la violencia era cotidiana y compartida por todos. Pero no se podía hablar de ella. Por un lado y por el otro. Por los que estaban a favor de la violencia y por los que estaban en contra. Y, sin embargo, la vivíamos como algo natural, como algo que formaba parte de nuestras vidas. Y eso está presente de alguna manera en mis películas.
En este sentido tu cine es 100% español. Tus películas no podrían haber sido rodadas en ningún otro país.
Claro. Por eso ruedo lo que ruedo. Pero ya te digo, no es algo intencionado. Eso lo descubres mientras escribes. Cuando estaba escribiendo Balada, muy al principio, pensé en una idea que proviene de una frase de Buñuel. Buñuel decía que el mayor acto surrealista es salir a la calle y disparar indiscriminadamente con una ametralladora. Es una frase que se me quedó grabada cuando la leí. Y yo quería rodar una película sobre un payaso asesino que mata a los niños porque no es gracioso. Ese fue el origen. Y entonces empecé a pensar “pero… ¿por qué no es gracioso ese payaso?” Y también pensé “¿por qué se enamora de la trapecista?” El clásico trío circense. Pero el payaso que se enamora de la trapecista no iba a funcionar en la actualidad. Eso tendría que suceder en un entorno grotesco. ¿Y cuál es el entorno grotesco por excelencia? ¡Joder, los años 70! Los años 70, cuando yo tenía nueve o diez años, eran para mí una pesadilla. Eran una locura de acontecimientos inexplicables. Así que digo: “Vale, ocurre en esa época. Este tío no es gracioso porque le ha ocurrido algo terrible. ¿Y qué es ese algo terrible?” Pues que es prácticamente culpable de la muerte de su padre. Su padre le inculca un sentimiento de venganza. Porque en mis películas hay rabia y hay venganza. Involuntarias, pero están ahí. Y entonces encuentro la razón: “Joder, su padre murió en la Guerra Civil”. Y piensas “oh, dios mío, otra película de la Guerra Civil no, vamos a hacer exactamente lo contrario”. Y hay una lucha, una lucha a muerte. Y piensas “¡en el Valle de los Caídos!” Y dices “tiene que ser ahí”. Y ese es el origen del conflicto. Cuando una idea te da miedo, hay que ir a por ella. Es aquello de “esto no, por favor… ¡sí, esto, ESTO!” Y piensas “¡y acaban peleando en la cruz!” Y te dices “no, por favor, otro final en lo alto no”. Y te oyes a ti mismo decir “sí, sí, sí, ¡ve a por ello!” Es como pecar.
Pero entonces, ¿hasta qué punto controlas tú tus películas o lo hacen tus genes?
[Risas] ¿Mis genes o mis genitales? Es que eso es contar una historia. Dejarse llevar. O no dejarse llevar: es dejarse llevar mientras luchas para no dejarte llevar. Es una especie de conflicto extraño. Pero hay veces en las que dices “no, esto tiene que ser así por cojones”. Y entonces te lanzas a ello y… ¡qué más da! Yo sé que hay cosas en mi cine que van a generar conflicto. Porque si sé que no va a generar conflicto, si sé que sólo va a generar indiferencia, entonces ya no lo veo. Y eso me da mucho miedo. Cuando tú haces una película la planteas como si fuera una fiesta. Y yo quiero que todos vengan a mi fiesta. Quiero que la gente entre en el cine. Y por eso intento hacer algo atractivo. Pero tampoco quiero sacarlos del cine. Es un juego con el espectador.
Parece por lo que dices que tu proceso creativo es totalmente autosuficiente. Pero ¿hay contrapesos a tu alrededor? ¿Quizá productores, actores o técnicos que te digan “frena” o “acelera”?
Por supuesto. Eso es constante. Y el juego se complica mucho con eso. Porque eso es el nivel Expert, el nivel 2. Y luego está el nivel 3. Y luego el 4. Hay más gente involucrada en el proceso. Tú eres consciente de la reacción a tus películas, eres consciente de lo que está ocurriendo a tu alrededor. Eres consciente de esas miles de personas a tu alrededor que te dicen “¿por qué no haces una película seria, Álex? Tú puedes hacerlo”. Y tú dices “sí, pero eso sería ir en contra de mi personalidad”. ¡ODIO que me digan “sé serio”! ODIO a esas personas que necesitan ser serias para decir algo serio. ¡LOS ODIO!
Visceralmente.
¡Claro! Ser visceral es parte del negocio. Si no, trabajaría en una sucursal bancaria. O sería profesor de filosofía en un instituto. Pero tengo una obligación. Tengo el enorme privilegio y la enorme suerte de poder rodar. Tengo que ser fiel a lo que quiero y a lo que deseo. Y hay un coro de gente diciéndote lo que es bueno y lo que es malo. Eso se ve en La chispa de la vida. Gente que te dice por donde debes ir y por donde no. Estás sometido a una enorme presión. “Álex, no deberías hacer esto, deberías ir por aquí, esto no es comercial, por favor, Álex, que no acabe en lo alto, esto ya lo has hecho, ¿por qué los fuegos de artificio?, ¿por qué no haces una película más sencilla?, todo esto no es necesario, ¿por qué te gusta llevarlo todo al límite?, todo esto está sobredimensionado”. Y claro, tú juegas con eso. Y hay veces en las que intentas que eso no te influya y que te influya a la vez. Porque negarse a eso también es absurdo. Hay muchos directores que no leen las críticas. Yo las leo y las sufro. ¡Y me angustio! Y muchas veces, precisamente, descubro virtudes en los vicios de los que se me acusa. “Eres un director irregular”. ¡Por supuesto! ¡POR SUPUESTO! ¿¿Quién quiere ser un director regular?? ¡Eso sería terrorífico! Esa gente que te da siempre lo mismo, que te dice “es correcto”. Esa gente de la que piensas “yo iba a ver esto y he visto esto”. ¡Joder, para eso no salgas de casa! Mi trabajo no es ese.
Entonces has conseguido lo que querías. Porque las reacciones a tus películas son extremas, para lo bueno y para lo malo.
Interesante, interesante. Es que, claro, ¿qué es “extremo”? Si lo piensas, en el fondo lo que es extremo y lo que es hostil… es la realidad. El cine es un bálsamo para lo que estamos viviendo. Ahora vivimos una situación en la que todo es mentira. Esa sensación de que la información que te llega es falsa la tengo yo desde pequeño. Yo leía los periódicos o veía la televisión, salía a la calle y veía una cosa distinta a lo que decían. “El GAL no existe, el grupo terrorista GAL no tiene nada que ver con el Gobierno”. Y al cabo de unos años ves que es cierto. Y que se reconoce. “No hay tortura”. Y hay tortura. La angustia de oír cosas terroríficas como “algo habrá hecho”. Tanta mentira. Vivir con una especie de huracán de mentiras a tu alrededor. ¡Ahora lo estamos viviendo! La política y la situación económica y social son una enorme mentira. Los mismos que te piden que seas honesto no lo son. Vivimos en una especie de vendaval de hipocresía tan enorme que al final la única honestidad es hacer tu trabajo como entertainer. Jugar a ese honesto juego de la mentira que es el cine.
Mencionabas antes que sueles leer las críticas de tus películas. Carlos Boyero es uno de los que suele hablar bien de ellas. ¿Se le tiene miedo a Boyero en el cine español?
Hombre, Boyero tiene la desgracia de ser fiel a sí mismo. Yo me di cuenta enseguida de que sufríamos enfermedades similares, él en el mundo del pensamiento y yo en el del audiovisual. Su primera crítica de una de mis películas, que fue la de Acción mutante, se titulaba “Una parida bien hecha”. Era insultante y a la vez halagador. Como mis películas.
Lo pilló.
Lo pilló, lo pilló. Era inquietante. Recuerdo que también decía “¿no habrá pretendido este pobre diablo hacer una comedia esperpéntica sobre ETA?” Y yo pensé: “es cierto, soy un pobre diablo y he pretendido eso”. Boyero tiene la elegancia de no criticar muchas de las películas que aborrece. Yo sé que una película no le ha gustado cuando no habla de ella. Y eso me parece muy honesto. Y cuando Boyero ha tenido ganas de ponerme a parir, me ha puesto a parir. Perdita, por ejemplo, no le gustó nada. Y dijo: “no me gusta nada porque es espectacular y siniestra”. Y yo pensé: “¡Eso es lo que quería!” Yo habría promocionado la película con el eslogan “¡ESPECTACULAR Y SINIESTRA!” En ese sentido le admiro. Porque a Boyero no le queda más remedio que hacer lo que cree que tiene que hacer aunque haga muchísimo daño. Aunque se equivoque. A veces también he leído críticas positivas suyas de películas que aborrezco. En ese sentido, Boyero juega al juego, como hacemos todos. Y le respeto por ello.
Como presidente de la Academia viviste el enfrentamiento de Boyero con los hermanos Almodóvar en primera fila. ¿Te llegó a salpicar la polémica?
Por supuesto. Si yo en la ficción busco el conflicto, en la vida real busco siempre todo lo contrario. O lo intento. Y no por bondad, que me parece una estupidez. Porque la izquierda ha estado siempre muy apegada siempre a criterios morales y yo creo que ese es uno de sus grandes errores. Así que el debate es necesario, pero no por bondad, sino por pragmatismo. Es necesario. Pero de verdad. Aunque una cosa es jugar al debate y otra diferente ceder en tu postura. Nadie quiere ceder. Todos quieren hablar, pero sin ceder. Y entonces es imposible hablar. La única manera de poder hablar de algún tema es reconocer que te has equivocado. Y eso es algo que la gente normalmente no entiende. “Yo voy a hablar para demostrarle al otro que tengo razón”. Esa es la razón por la que hablamos. “Este hombre está equivocado, voy a explicarle cómo son las cosas”. Esa es la manera maniquea y gilipollas de entender un debate. Un debate es “yo tengo razón, él también tiene razón”. Porque no hay una razón. Todos tenemos la nuestra. Así que vamos a compartirlas. Yo tengo mis diez razones y él tiene sus diez razones. Y a partir de ahí yo voy a abandonar cinco de las mías y a coger cinco de las suyas. Y vamos a generar algo conjunto con lo que yo no voy a estar de acuerdo porque ha dejado de ser MI razón para pasar a ser NUESTRA razón. Pero lo voy a aceptar como la razón única. Y voy a negarme a mí mismo para seguir adelante y para acoger el “nosotros”. Pero eso no lo acepta nadie. Y ese es el origen de todos los conflictos: que nadie va al debate pensando que se equivoca. Y es la única manera de debatir. Reconocer que uno no tiene la razón. Es algo filosóficamente aceptable pero humanamente imposible.
Quizá no es más que inseguridad. Hay que estar muy seguro de uno mismo para aceptar que el otro tiene razón y actuar en consecuencia.
Totalmente. Y es un error. El debate real no existe porque la gente está a gusto en el conflicto. La gente quiere el conflicto. En el fondo de su mente esa es su oscura manera de pensar y no lo reconocerán jamás. Quieren que haya alguien que les defina. No existiría la derecha sin la izquierda ni la izquierda sin la derecha. Y ellos quieren ser de derechas y quieren ser de izquierdas. Ellos quieren tener un antagonista. No habría rebelión sin Darth Vader. Necesitas la Estrella la Muerte para que haya conflicto, para poder formar parte de la historia. Porque, claro: en el momento en el que hay debate desaparece el conflicto. Y entonces ya no hay historia. Con lo que ellos ya no son necesarios.
¿Qué es lo que te hizo apostar por José Mota como protagonista de La chispa de la vida?
Pues en primer lugar que me parece un enorme actor. Esto no sale en los periódicos, pero ha recibido un montón de premios en todo el mundo gracias a La chispa de la vida. Y porque es un cómico. Porque no debería estar ahí. Porque debería estar en la tele haciendo bromas y está en cambio ahí, en la película. “¿Debería estar en la tele? Ah, pues no: quiero que esté en mi película. Y que sea el protagonista de una tragedia”. Y quiero precisamente jugar con ese background. Y que la gente espere una broma que no llega. Eso me parece narrativamente fascinante.
Lo de esperar el chiste que no llega acaba creando una tensión no resuelta que flota por toda la película.
Estás esperando el parto y no llega nunca. Lo comparo siempre con la cocina. Lo interesante es ir a México y descubrir que las golosinas son picantes. Y que el pollo puede ser dulce y no asado como lo hemos tomado siempre, con pimientos verdes. Todos estamos muy a gusto en la cervecera, soy el primero al que le gusta. Como espectador me gusta ir y que haya pollo asado, pimientos verdes y patatas fritas. Pero hay veces en las que, creo yo, necesitamos todo lo contrario. Necesitamos a alguien que nos saque de ahí. Porque si no, vamos a tener un problema de barriga serio. Problema que yo he tenido, por cierto. Así que a veces es interesante que alguien decida darte algo que no quieres.
El problema de eso es que cuando todo es sorprendente, nada lo es.
También, sí. Ese es otro tema. Hay que mantener la cuerda tensada porque si no, se rompe. Pero… ¿en qué medida ocurre eso? ¿Hasta qué punto somos conscientes de si la estamos rompiendo o no? A mí me gusta jugar con los extremos. Humildemente, creo que lo hago lo mejor posible. Recuerdo un momento que me sirvió de gran lección. Como no somos espectadores del cuadro, sino que estamos metidos en él, no podemos verlo desde fuera. Y la habilidad está en imaginarnos a nosotros mismos fuera del cuadro. Esa es la clave. Así que recuerdo una conversación fantástica con un joven director de cine que había dirigido una película de zombis. Un director argentino. Al que amo. Te lo digo, eh…
Para situarnos.
Para situarnos, sí. Y me dice “ven a ver mi película”. Y la veo. Dos horas y media de zombis. Dos horas y media. De zombis. Con gente que mata zombis y gente que huye de los zombis. Mata zombis, huye de los zombis. Una sensación de hartazgo brutal. Y lo primero que te apetece decirle es “quita una hora”. O “déjalo en un corto de zombis”. O “coge lo más gracioso”. Porque, efectivamente, había cinco o seis momentos muy buenos. Y que eso sea un corto. Así que de repente llega y me dice “¿qué te ha parecido?” Y le digo “fantástica”. A un director no hay que decirle la verdad. Y agradezco que la gente no me la diga el día del estreno. Y él me contesta “pues sí, yo creo que de lo que más orgulloso estoy es de haber sido cruel con mi material”. Y añade “porque, ¡buf!, he quitado muchísimo, he quitado muchísimo, pero he dejado la esencia, he dejado justo lo importante, he ido al grano, no he sido complaciente”. Y entonces, claro, lo fácil era decir “pobre hombre”. Pero aparece la empatía. Y en ese momento digo “yo soy igual, soy él”. Todos somos él. Todos nos creemos un baluarte del equilibrio. Todos nos creemos con capacidad para criticar y para valorar. “Porque nosotros sabemos cómo jugar, nosotros sabemos cómo funcionan las cosas”. No, perdona: tú eres exactamente igual que este tío. Cometes los mismos errores y crees que las cosas son lo que son, cuando solo están en tu cerebro.
¿Eres consciente entonces, al acabar una película, de si esta es redonda o no?
Nunca. Vamos a ver: la única manera de hacer que algo sea perfecto es que no exista. Por el simple hecho de haber sido rodada ya es una película llena de imperfecciones. Nosotros en nuestra imaginación convertimosCiudadano Kane en una película perfecta. Nosotros en nuestra imaginación convertimos Blade Runner en una película maravillosa que recordar. Pero cuando se estrena Blade Runner, no le gusta a nadie. Es una película criticada, denostada, no les gusta ni siquiera a los que les había gustado Alien. “Es un aburrimiento, ¿por qué ese saxo pesadísimo de Vangelis?, ¿a qué viene ese final?” ¡No le gusta ni a Ridley Scott, fíjate lo que te digo! Luego somos nosotros los que, con el tiempo, precisamente cuando algo ya no es real sino que se ha convertido en una idea, barnizamos o rebozamos las películas para convertirlas en un buñuelo perfecto. Son los críticos, es el espectador, es el amante del cine el que encuentra obras maestras. Centauros del desierto es una película perfecta. Para mí. Pero es perfecta en mi cerebro. Por eso creo que todo es todo lo bueno y todo lo malo que queramos.
Blade Runner, por ejemplo, es una película atmosférica. ¿Tu cine también lo es?
No lo busco. Eso es algo que, si existe, desde luego no depende de mí. Yo ruedo una historia. Hombre, lo noto en algunos directores. Yo veo Topaz, por ejemplo, que es una película “mala” de Hitchcock, de la que nadie habla, y solo veo fascinación. Alucino con cada momento. Dos personajes se meten en una floristería, hablan y no se escucha lo que dicen. Una mujer muere y se convierte en una rosa. Es todo como un sueño, como la abstracción demencial de una película de espías. Eso es atmósfera. Por no hablar de Vértigo, que es LA atmósfera. Es una película con la que entras en una especie de pesadilla gótica, en la fascinación del amor y lo inalcanzable y lo místico. Un amigo mío decía que era la única película metafísica. Está más allá de la realidad. Pues yo no sé si Hitchcock era consciente de eso. Cuando habla Truffaut con él, su única frase sobre Vértigo es “cubrió gastos”. Y a mí me pasa lo mismo. Uno no es consciente de esa atmósfera. Sí soy consciente de cuando estoy contando algo personal o de cuando estoy dejándome llevar por algún tipo de demonio. Balada, en ese sentido, es mi película preferida. Es una especie de exorcismo. Me sentí un poco como Reagan en El exorcista: rodaba algo que no me pertenecía, algo que tenía que ser así por cojones, como si tuviera un texto en la cabeza y debiera contarlo.
¿Es tu película más redonda?
Posiblemente sí.
El cine español es malo. ¿Te apetece desmontar ese tópico?
Pues no. No quiero desmontarlo. Los tópicos se desmontan por sí mismos. Creo que lo primero que hemos de hacer es no preocuparnos por eso, sino por hacer buen cine. Y sentirnos orgullosos de lo que estamos haciendo y aceptar con alegría ese tipo de críticas. Si te dan en una mejilla, pon la otra. Así que lo mejor es demostrar lo que eres a través de tu trabajo. No somos lo que dicen que somos ni lo que intentamos ni lo que soñamos: somos lo que hacemos. Y si alguien dice que eso es malo, pues tiene todo el derecho del mundo a decirlo. Y tiene todo el derecho del mundo a odiarnos. Y tiene todo el derecho del mundo a quejarse y a pedir algo mejor. Porque ellos SON el público.
Pero quizá hay odios con más fundamento que otros.
Sin duda. Pero es que como yo también tengo odios viscerales, los entiendo. Entiendo qué es lo que ha ocurrido. Y conozco las razones, sé cuáles son. Y no son las que piensa la gente. Las razones son económicas y políticas. Sobre todo económicas. Y no provienen de donde creemos que provienen. No provienen de un partido o de una ideología. No es solamente Irak. No es solamente aquella gala de los Goya. Es una razón económica. Las televisiones y los grupos de comunicación no encuentran rentable el cine español porque tienen que invertir un 3% de su presupuesto en producción cinematográfica. Y no quieren hacerlo. Y tienen unos medios de comunicación muy potentes para generar una opinión determinada sobre el cine. Y proviene concretamente de ahí. Lo sé.
No lo dudo.
Pero tampoco juguemos a buenos y malos. Nosotros, durante mucho tiempo, hemos estado de espaldas al público.
¿En qué sentido?
Pues, precisamente, no preocupándonos por mantener un contacto directo. Jugando a “hago mi cine y no me preocupo de cómo se vende, cómo se distribuye y cómo se promociona”. No nos hemos preocupado de ir a buscar al público donde está este. No nos hemos preocupado de tener un modelo de financiación que se autoabastezca. No nos hemos preocupado de tener un mercado o por hacer un producto competitivo. Son un montón de cosas que no las digo yo, sino el presidente de la Asociación de Productores. Nos hemos descuidado. Y la situación de crisis en la que nos encontramos generará un nuevo tipo de cine, un nuevo tipo de producto.
Esa ley de la que hablas ha dado poder a los productores de televisión para decidir qué películas se ruedan y con qué repartos. ¿No ha sido peor el remedio que la enfermedad?
Pero es que con ese sistema también se han rodado El orfanato o Ágora. Y se han hecho películas que no se habrían hecho de no ser por ese sistema. Películas de éxito. Alatriste, por ejemplo. Lo que no hemos sabido hacer es convencer a las productoras de televisión de que ellas no son financiadoras, sino productoras de cine. Que han hecho el mejor cine que se ha hecho en este país durante los últimos años. Ellos son los responsables de Celda 211. Ellos son los responsables de grandes películas, de prácticamente todas las que han funcionado. Hay que convencerles de que el cine es rentable, de que el cine funciona. De que, gracias al cine, Telecinco ha estado en los Oscars, cosa que no creo que consigan con otras producciones. El cine ha conseguido elevar la marca de prestigio de grandes compañías de televisión. Hay que convencerles de que el cine es algo positivo. Y, sobre todo, hay que convencerles de que forman parte del negocio, de que ellos SON cine español. Que no son algo ajeno a él. Eso es algo que deberíamos haber dicho y hecho, y que yo dije en su momento, cuando fui presidente de la Academia. Y conseguimos avanzar mucho en las conversaciones con las televisiones. Gracias también aCarlos Cuadros, que hizo una gran labor en ese sentido.
¿Esa españolidad de la que hablábamos antes hace que tu cine sea más difícilmente exportable?
No, no. El problema es que no sale en los periódicos de este país, pero mis películas se venden en todo el mundo.La chispa de la vida se estrena en los EE UU. Balada ha sido un éxito en prácticamente todo el mundo. De hecho, estoy montando una película fuera. La verdad es que mis películas funcionan mucho mejor fuera que en España.
¿Por qué crees que ese tipo de noticias no aparecen habitualmente en los medios españoles?
Pues no lo sé. Supongo que algunos consideran que eso no es noticia. Todas mis películas tienen coproducción francesa o italiana desde El día de la bestia. Y las de muchos compañeros míos. El cine español tiene una gran repercusión internacional.
Hablemos del mercado. ¿Crees que el futuro de la distribución pasa por que el espectador pueda descargarse legalmente una película en su ordenador el mismo día de su estreno en los cines?
Obviamente. Absolutamente. No es que haya que ser un genio para verlo. El mismo día en el que se lleven a debate las ventanas de exhibición, desaparece la piratería. Ese mismo día desaparecen los conflictos y ese mismo día se encuentra un sistema de financiación en Internet. Ese día lo cambiaría todo.
¿Por qué no se hace?
Porque hay intereses creados. Porque hay mucha gente que quiere que su negocio sea su negocio, tal y como lo han vivido hasta ahora. Se necesita amplitud de miras y un cambio de perspectiva a la hora de plantear la distribución. Pero las grandes compañías necesitan esas ventanas de distribución ahora. Hay compañías que no quieren cambiar su manera de trabajar. Pero claro, toda esa reticencia a cambiar su manera de trabajar cae sobre los productores. Los productores estarían muy de acuerdo con esa idea. Es una cuestión de precio. Un precio que se discutiría con la distribuidora y con la exhibidora. Y con grandes compañías como Telefónica, que también tendría mucho que decir respecto a este tema. Si se llega a un acuerdo en ese sentido, encontraríamos un nuevo y enorme campo de distribución para las películas.
Prometheus, de Ridley Scott, se va a estrenar en España semanas después que en el resto del mundo. Han llegado antes a España las copias pirata que las oficiales. ¿No es eso absurdo?
Es absurdo. Totalmente de acuerdo. Es un problema de distribuidoras y exhibidores.
¿Con qué película lo has pasado peor como espectador? Más allá de las obviedades del cine de terror, digo.
Pues no sabría decirte. Con Jorge Guerricaechevarría, mi coguionista, siempre bromeamos al respecto. Él dice que no le gustan las películas de terror porque le dan miedo. Pero probablemente con la que peor lo he pasado haya sido con Ladrón de bicicletas. O con Alemania, año cero. O con Roma, ciudad abierta. Ese tipo de cine neorrealista crudo. O Desaparecido, de Costa-GavrasDesaparecido es una película de terror. Porque Costa-Gavras hace cine de terror. La película me fascinó cuando la vi. En La chispa, por ejemplo, lo interesante no es lo que tiene en común con El gran carnaval, que es obvio. Lo interesante es lo que tiene de diferente.
Que es la víctima la que monta el circo.
Exacto. Eso lo cambia todo. No hay un periodista que te salva la papeleta. Soy yo el que convierte mi trabajo en un circo. Estoy hablando en parte de mí mismo. Soy yo el que en cierta manera vende su alma a los demás para jugar al juego mediático. Por eso me interesa la historia. Y esto te lo decía porque, en ese sentido, La chispa de la vida se parece más a Desaparecido que a El gran carnaval, en el sentido de que las dos utilizan a un cómico como motor de la tragedia. En Desaparecido es Jack Lemmon. Por eso llamo a José Mota. Recordaba Desaparecido y pensaba “joder, no le hagas vivir esto a Jack Lemmon, a esa persona a la que adoro y que me ha hecho tan feliz”. Y claro, te resulta infinitamente más doloroso y horroroso todo. Y entiendes el proceso de transformación del personaje. Un tipo de la burguesía media americana para el que Sudamérica es un lugar extraño habitado por salvajes y dictadores corruptos. Y al final se mete en ese mundo, lo comprende y acaba participando en la lucha, como parte integrante de un movimiento. Es tan bonito, tan alucinante… Es una gran película. Y es una película comercial, que tuvo un gran éxito y que vio todo el mundo en su momento. Esa es la grandeza del cine de aquella época, que los espectadores iban al cine sin complejos. Estaba todo menos mediatizado.
¿Crees que la década dorada del cine es la de los años 70 y principios de los 80?
Es el momento más libre. Se corresponde con un movimiento ideológico y político que permite que se haga un tipo de cine que no se había hecho nunca. Es el momento en el que toman el poder en Hollywood una serie de directores y de personajes que no pertenecen al cuerpo económico o jurídico de la industria, que no pertenecen al mundo de los abogados y de las agencias de representación. Pero para mí el momento ideal no es ese. El momento ideal son los años 40. Es cuando se hace el mejor cine. Es la mejor época de la política de estudios de Hollywood. ¿Por qué? Pues porque… ¿cuál es el mejor coche? ¿Un Ferrari? No. ¿Un coche mainstream? ¿Un Mercedes? ¿Un Volvo? Pues a mí me gustan los Chevrolet, que es el equivalente en coches a Hollywood. Un Chevrolet es un coche imposible, con unas características que ya no se van a volver a dar nunca. Es el equivalente de un productor con talento, de un productor que realmente sabe de cine. No es un loco que lo único que pretende es generar beneficios y al que no le importa repetir una película mil veces. No: es un tipo al que le gusta el cine. Y le gusta más que al director. Y que entiende la película en su conjunto. Es el talento de unSelznick. O el de un Thalberg. Gente que piensa el cine en su conjunto. Y entonces dicen “necesito contar esta historia, y la voy a contar con el mejor guionista, y contrato a Scott Fitzgerald, o contrato a los mejores guionistas del momento, y a los mejores escritores”. Y dice “joder, Hemingway, que venga Hemingway y la escriba, consigo a los mejores directores, ¿quién es el mejor?, ¿Cukor?, ¡que venga Cukor!, Lang, alemanes, ¡traedlos!”Joder, el cine de Hollywood de los años 40 es cine europeo, hecho por europeos. Los productores piensan en el que tiene más talento. No piensan en nada más. Han visto una película, han visto Metrópolis y llaman a ese tío. “Que venga, que haga cine aquí”. Es dotar de un poder casi omnímodo a gente que… que se lo merece. Y entonces generan productos únicos, con unas ideas muy creativas. “Vamos a controlarlo todo, quiero controlarlo todo”. Porque son productores genio, son talentos. “Paso de la realidad, vamos a generar nuestra realidad aquí, quiero Nueva York, ¡constrúyanme Nueva York!”. “Señor, sólo se puede hacer de madera”. “¡Pues de madera! Y con calles. Y quiero el mundo. Quiero… ¡el cosmos! ¡Y un lago!” Y se genera el estudio, un lugar en el que reproduces cualquier rincón del mundo. “Señor, para construir lo que pide se necesita un hangar gigantesco”. “¡Háganlo! ¡Hagan algo gigantesco!” Y se crean los stages. “Necesitamos seis”. Pero claro, los actores.“Necesitamos los actores, necesitamos el talento, ¡cómprenlos! ¡Compren su vida! ¡Cómprenlos totalmente!” Es algo maravilloso. Y es una pena, porque las televisiones podrían vender las cosas así. Porque ellos también tienen una política de estudio, pero no entienden, les falta un Thalberg o un Selznick.
¿Ha muerto ese tipo de productor?
Todavía quedan algunos.
¿Querejeta, por ejemplo?
Querejeta. Y Vicente Gómez. Con todo el componente de angustia y de lucha demencial. En los años 40 traen a la gente, les hacen un contrato de por vida. Los estudios los compran no por tontería, sino precisamente para que estén allí todo el día. ¡Es lo que haría yo! “Lo quiero todo, quiero poder rodarlo todo en cualquier parte, quiero un estudio enorme en el que yo controle la luz, el espacio, el clima, el ambiente. Voy a controlar cada color, cada línea. El laboratorio. ¡Quiero el laboratorio aquí! Voy a tener a los del laboratorio a diez metros. Y si quiero rodar algo, lo ruedo y veo cómo queda. Inmediatamente. En una sala de proyección. ¡Constrúyanme una sala de proyección al lado del estudio! Y luego quiero a los escritores a mis pies. Quiero tenerlo aquí. Y cuando yo diga que vamos a reescribir esto, se reescribe”. Es maravilloso. Por eso existen películas como las de Howard Hawks. Quizá Hawks sea el director puro, el mejor director. El que lo ha hecho todo bien. Billy Wilder. Las películas de Billy Wilder sólo son comprensibles y pensables en un estudio. Aunque él mismo sea el primero que rompe eso. Él es el que en Días sin huella sale a Nueva York. Al Nueva York real. Para mí esa es la época dorada.
Lo que añoras de los 40, en definitiva, es el estatus del director como dios de su propio mundo.
Claro. Es lo que decías tú antes de la atmósfera. Yo lo interpreto a ese nivel. Ese momento en el que puedes controlarlo todo, en el que manejas los hilos, en el que puedes decidir cualquier cosa porque no estás atado a la realidad. “Estamos en este bar y mañana hay un bautizo, nos tenemos que ir todos”. Y hemos de rodar antes de las 9:00, y se ha puesto malo este tío, y resulta que lo que rodamos ayer está fuera de foco y hay que rodarlo otra vez. Todo eso es desesperante.
Fuente: http://www.jotdown.es/
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