sábado

ALEJANDRA SILVA LOMELÍ / EXCLUSIVO DESDE MÉXICO


ENSOÑACIÓN CON TOQUE DE GARDEL (1)
“Los sueños también son parte de la realidad”
Saúl Ibargoyen
El estado de duermevela es, en muchas ocasiones, el más lúcido momento. Podemos aún recordar lo soñado, y sin embargo tener conciencia de que estamos durmiendo, de que lo que estamos percibiendo no es real. Esto es reconfortante sobre todo cuando experimentamos el horror de una pesadilla. En esos casos, es un alivio saber que no sentiremos el dolor de morir estrellados contra el pavimento después de haber caído –¿cómo?, ¿por qué?– inevitablemente. Pero, ¿cómo saber lo que es sueño y lo que es realidad?, ¿qué diferencia una cosa de la otra?, ¿qué los sueños no son parte también de nuestro diario vivir? El epígrafe que abre esta reseña responde breve y contundentemente todas estas interrogantes. (2) Para Saúl Ibargoyen es suficiente sentir algo, percibirlo, para que exista, y esa realidad paralela que experimentamos mientras dormimos es parte fundamental de la existencia del ser humano; por algo pasamos en promedio un tercio de nuestra vida soñando.

En nuestras ensoñaciones podemos resolver conflictos, inventarnos una vida más placentera, lograr lo que las leyes que rigen nuestro mundo físico no permiten, repetir una y otra vez lo placentero. O, por el contrario, ser víctima –o victimario– de la persecución, el encierro, la tortura, la desolación, la ruina, el hambre, la desesperanza. Todo depende de lo que nosotros queramos hacer con esa otra realidad, que es mucho más flexible y por lo tanto puede ser manipulada a nuestro antojo.
  
Saúl conoce muy bien este tema, y no sólo eso: le apasiona. En los sueños ha encontrado muchas veces las respuestas que ni los libros ni las personas le han podido revelar, y todo esto se debe a algo obvio, pero que muchas veces damos por sentado sin que necesariamente entendamos a cabalidad: nadie nos conoce mejor que nosotros mismos porque nadie comparte nuestros sueños, ni su textura, ni su olor, ni el dolor o el placer que nos producen. Aunque nos esforcemos en contar la experiencia al despertar, nunca será totalmente fiel a lo que sentimos.
  
Sin embargo, nosotros como lectores privilegiados sí podemos conocer a Leandro íntegramente. Este hombre –personaje principal de la más reciente novela de Saúl Ibargoyen, Volver… volver– nos da acceso a través de sus conversaciones y sueños a una intimidad que lo atormenta, pero que lo ha forjado para convertirlo en el ciudadano consciente y crítico de las circunstancias que lo rodean, y eventualmente en el activista perseguido que irremediablemente tuvo que huir de su natal Ríomar para refugiarse en las tierras de Cuauhtepeque. Un viaje con fecha de salida, pero sin una de regreso.
  
Después de muchos años de destierro y desmemoria, entregado al sueño obligado a quien ha viajado por largos días, regresa a bordo de una carreta tirada por un caballo y conducida por un comerciante itinerante al lugar donde están sus muertos para rencontrarse con un pasado que le permitirá entenderse en el presente, y quizá concebir en el futuro. Para Leandro, este despertar fue diferente. Abandonó la placidez del descanso que le proporcionaba la carreta para pisar, casi como por primera vez, los caminos y recovecos polvorientos de Ríomar, de donde recogerá como pequeñas piedras sus recuerdos –dolorosos o no– para asirlos por un momento y hacerlos propios, entenderlos y después… ni siquiera Leandro lo sabe. La búsqueda es lo que lo impulsa. Es lo que debió motivar el primer paso que lo llevó de regreso.
  
Las conversaciones que nos develan a Leandro son sostenidas con María Laura, una estudiante con aguda inteligencia y lengua perspicaz que se convierte en el guía del hombre en su recorrido por Ríomar, y por extensión, en su viaje de introspección. Con unas cuantas palabras y una pregunta que caló hondo en la memoria de Leandro –“¿Puedo saber de dónde venís?”–, María Laura abrió la caja de Pandora que encerraba el pasado de nuestro personaje viajero para ser testigo de su transformación. Es un hombre que regresa a su tierra natal, y sin embargo es un extraño que no parece de ahí; en su país adoptivo siempre será un extranjero, se sentirá un extranjero, y esto desuela a Leandro. No ser de aquí ni ser de allá –recordando a Facundo Cabral– lo divide entre dos banderas y le multiplica por dos la miseria. Se fracciona entre el lugar en donde nació y el lugar de donde es; lleva entre sus ropas desgastadas el deseo de ubicuidad: “Me fui pero me quedé, ¿entiende? Y ahora vuelvo… pero estoy allá, ¡qué linda jodienda!” (78), un anhelo que conlleva la resignación de la imposibilidad.
  
María Laura, sin embargo, no podría saber lo que había dentro de Leandro cuando lanzó su franca pregunta, libre de mala intención y llena de curiosidad. No podría imaginar que a partir de ese momento su nuevo amigo tendría que admitir la confirmación –aunque ésta ya lo hubiera taladrado durante mucho tiempo– de que Ríomar no sería el mismo que él recordaba, que sus calles, sus edificios, su gente, todo estaría estropeado por el tiempo que se instala de poco y sin la menor importancia, hasta que un día el descuido es tan innegable que todo se muestra más viejo, más abandonado. Si el Ríomar que Leandro encuentra a su regreso no es el mismo que atesoraba en su memoria, quiere decir que él también es diferente de aquel que abandonó su ciudad para refugiarse en el extranjero –de nuevo, algo obvio que ya tenía bien metido entre las sienes, pero que siempre es difícil de admitir–. Su regreso, y sobre todo el encuentro no planeado con María Laura, serán el inicio de un segundo viaje entre las evocaciones de Leandro y su reunión con los restos del presente. Como quien provoca una avalancha, la joven ha arrojado el guijarro colina abajo; lo demás es cuestión de gravedad.
  
Pero la joven, ¿cómo podría auxiliarlo, guiarlo? Aunque su inteligencia es evidente, la inexperiencia pesa más. Leandro se encuentra entonces ante una realidad que lo aturde, en el umbral de un nuevo recorrido –quizá más largo que aquel que lo regresó a su ciudad natal–, y se da cuenta de que, también en esto, está solo. O en todo caso, está acompañado por una muchacha que le recuerda a Rainer María Rilke: “Y he de seguir tras un anciano ciego / el camino de nadie conocido”, epígrafe de la novela, que por supuesto no es gratuito. Hay viajes que se tienen que hacer en soledad porque revelan, descifran, desmienten.  Hay lecturas, como esta que Ibargoyen pone en nuestras manos, que nos ofrecen la posibilidad de ese viaje.
  
María Laura no es, sin embargo, la única que provoca procesos interiores; Leandro también se convierte en un guía para ella, quien ve en el hombre viajero, además de un modelo a seguir, un espécimen por estudiar, por comprender en su complejidad para apropiarse de lo que intuye que puede hacerla crecer y convertirse en una ciudadana más consciente, más experimentada.
  
En este sentido, María Laura se presenta como el álter ego de Leandro. Ambos se redescubren gracias al otro; uno recuerda, la otra planea; ambos dicen lo que piensan y son jueces de la inmediatez. Si esto fuera un sueño, Leandro podría hacer que María Laura hablara como él, y el parecido sería total –salvo, por supuesto, las diferencias obvias del género y de la edad–. Lo que los distingue es la experiencia de lo vivido, de lo comprendido, y de lo soñado.
  
Saúl Ibargoyen ha abordado ampliamente el tema del exilio en su obra, y sobre todo el conflicto que provoca estar aquí deseando estar allá. En esta novela permite que su personaje regrese a sus orígenes –con el riesgo que esto implica–, cumpliéndole ese anhelo de tornar a una vida que dejó inconclusa, en puntos suspensivos, como el título de la novela. Leandro sabe que el periplo será difícil, pero quizá la necesidad de secarse la nostalgia de los ojos sea más grande que el instinto de conservación. En ese sentido, Volver… volver es diferente al resto de las obras en donde el autor escarba el tema del desarraigo de la patria –que él prefiere llamar matria–.
  
Es característico también el recurso de lo onírico en las novelas de Saúl, y esto se debe en gran medida a un interés que mencionamos al inicio de esta reseña: en los sueños uno puede conocerse mejor que en la vigilia. El inconsciente no finge ni enmascara. Conocer a un personaje a través de sus ensoñaciones es comprenderlo en su totalidad, apropiarse de su historia, y finalmente reconocernos en ésta. Es un medio de seducción para el lector que, sin darse cuenta, termina reconstruyéndose junto con el personaje en su intimidad, involucrándose en su metamorfosis en medio de un ambiente inasible, onírico y cambiante.
  
Leandro nos es presentado no sólo por la voz misma del personaje –quien se explica en sus diálogos y monólogos, claro está–, sino gracias a un narrador que tiene un acceso excepcional a su esencia, que lo descifra en su somnolencia y lo descubre ante nuestros ojos. Eso nos convierte en curiosos mirones, que irrumpimos en lo más oculto con un pudor fingido, porque la realidad con que nos enfrentamos nos incita a seguir hurgando en la profundidad de Leandro, hasta revelarlo todo.
  
Escritor sin fronteras, Saúl Ibargoyen nos ha ofrecido obras donde los límites del lenguaje se anulan y los espacios geográficos se combinan para formar uno nuevo, ideal. Pero Volver… volver es un libro más ambicioso: se borran las restricciones a que estamos sujetos por las leyes físicas elementales. El tiempo y el espacio, el presente y el pasado, como en un sueño o en una libre asociación de ideas, se mezclan para formar una dimensión en donde todo cabe, en donde todo es posible, incluso que el personaje se sienta leído, narrado: “A veces siento que me llaman ‘el hombre Leandro’” (72). Como quienes son descubiertos mientras observan al otro entre las rendijas, las alusiones que hace el personaje a quienes lo estamos desnudando con la lectura nos desconciertan; reprocha nuestra indiscreción, pero deja la rendija abierta para que sigamos hasta el final su recorrido.
  
Esta excepcional novela, publicada por el Grupo Editor Conjunto en Montevideo gracias al escritor y editor Hugo Giovanetti Viola, definitivamente no es un libro cuchara –frase que le tomo prestada al hombre Leandro–. Esta narración pincha y corta hasta dejar expuesto lo más tremendamente interno, pero es un riesgo que bien vale la pena correr.
Notas
(1) Ibargoyen, Saúl. Volver… volver. Montevideo: Grupo Editor Conjunto, 2011.
(2) Este epígrafe no incluye referencia bibliográfica, y no es descuido por parte de quien esto escribe: es una anotación mental hecha durante una de las largas y deleitosas conversaciones que tuve el privilegio de disfrutar con el autor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está bien chafa, ¿quién escribió esta caca?, ¿cómo llegué aquí?

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