Nadina entró de noche y se metió en el cuarto de Augusto. La hermosa, misteriosa y obstinada mujer había levantado y doblado la ropa tirada, luego la había apoyado en el respaldo de la silla y encima había puesto las medias. Levantó también el libro del suelo. Con parsimonia, sin prisas, lo cerró y lo dejó en la mesa.
La lámpara estaba apagada y por la ventana entraba una luz tenue, la luz intermitente del cartel de enfrente que decía: Shampoo Lóreal, porque tú lo mereces.
Augusto pensó que Nadina se merecía que él le diera bola. Y no es que él no pudiera, es que Augusto no podía pensar en acostarse ni con ella ni con nadie. No podía explicar por qué, en la esquina de su cuarto, semi-escondida, a hurtadillas, su madre, todavía lo miraba de reojo hiciera lo que hiciera. Augusto se avergonzaba de todo frente a esos ojos, como cuando era un niño.
Ella, Nadina, se sacó los zapatos, las medias, muy despacio, terminó de desvestirse y se acostó en la cama al lado de él. Augusto vio los ojos de la madre muerta.
Había fracasado en muchas de sus relaciones. Pero esta mujer supo jugar más fuerte qué las otras, más lejos, se le metió en la vida, sin permiso pero sin ánimo de controlarlo, quería estar con él y no pedía más.
La madre de Augusto no quería, pero lo tuvo que hacer, porque el cuerpo fue doblegándose flexible, al deseo suave y terco de Nadina.
Entonces Augusto volvió a recordar a el Hombre Elefante y a sus amigos que recién después de muerto pudieron dejarlo horizontal sobre la cama como él deseaba, antes de la rigidez, cuando el cuerpo todavía está tibio pero ya no duele.
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