KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
DECIMONOVENA ENTREGA
VII
LA ANGUSTIA Y LA NADA (2)
La angustia de la Nada como causa del pecado original, como causa de la caída del primer hombre: he aquí la idea fundamental de la obra de Kierkegaard. Forzoso es creer que, entre las ideas vividas por Kierkegaard en el curso de su excepcional experiencia espiritual, aquella fue la más cara, la más necesaria, la que vivió más intensamente. Y, sin embargo, no la expresó de un modo perfectamente adecuado en la frase antes citada. Dice: “El profundo misterio de la inocencia consiste en que a la vez es angustia.” Si otro hubiese pronunciado estas palabras, Kierkegaard se habría sentido ciertamente perturbado por ello; habría recordado todo lo que dijo a propósito de la filosofía especulativa y de las verdades objetivas descubiertas por esta filosofía. “La inocencia es al mismo tiempo angustia.” ¿Quién nos ha dado el derecho de explicar de este modo el misterio de la inocencia? Esto no consta en la Biblia, como no se encuentra en ella ninguna alusión que permita afirmar que en el estado de inocencia el hombre no está determinado como espíritu, sino como alma. Lo repito: Kierkegaard ha podido aprender todo esto de los gnósticos que pidieron prestada de los filósofos griegos no sólo su gnoseología, sino también su axiología, y que oponían el espíritu del hombre a su alma como lo superior se opone a lo inferior. A menos que Kierkegaard no haya seguido en esto a ciertos pensadores modernos que han experimentado la influencia de los gnósticos. Además, es poco probable que ni siquiera podamos “saber” nada acerca del estado de inocencia. Kierkegaard ha atacado el pecado original con su propia experiencia. Pero su experiencia de pecador no le podía proporcionar ningún dato que le permitiera formular un juicio sobre el hombre inocente, es decir, sobre el hombre que no hubiese pecado. Y todavía menos podía afirmar que “la inocencia es al mismo tiempo angustia”. A lo sumo, podía decir: había inocencia; luego, de repente, sin que se sepa de dónde ni cómo, surgió la angustia. Pero Kierkegaard teme cualquier “de repente”. Esta angustia de lo “repentino”, ¿no será esa misma “angustia de la Nada” que ya conocemos que perdió a nuestro antepasado, pero que subsiste siempre y se ha trasmitido a través de millares de generaciones hasta nosotros, lejanos descendientes de Adán?...
Kierkegaard subraya que hay que distinguir entre la angustia del primer hombre, y el miedo, el temor y otros estados del alma similares, que son siempre provocados por alguna causa precisa. Esta angustia es, como lo dice, “la realidad de la libertad como posibilidad antes de la posibilidad”. En otros términos, la angustia que sentía Abraham no tenía ningún motivo y, a pesar de esto, fue invencible. En vez de definir la angustia como “la realidad de la libertad” (ya veremos que, según Kierkegaard, el más terrible resultado de la caída fue la pérdida de la libertad) y como “posibilidad antes de la posibilidad”, tal vez Kierkegaard haya debido expresarse de un modo más concreto y decir que la libertad del hombre inocente no conoce ningún límite. Esto hubiese estado conforme con lo que antes nos había dicho en pleno acuerdo con la Biblia: que todo es posible para Dios. Y, además, hubiese estado conforme con lo que luego manifestó acerca de la angustia. Es tan falso ver angustia en el estado de inocencia como ver en ella el sueño del espíritu. Según la Biblia, el sueño del espíritu y la angustia han aparecido después de la caída. Por eso probablemente la serpiente ha sido introducida en la narración bíblica en tanto que fuerza exterior, pero activa. La serpiente sugirió al primer hombre la angustia, la angustia de la Nada, que, aunque mentirosa, es aplastante e invencible. Y esta angustia adormeció el espíritu del hombre y paralizó su voluntad. Kierkegaard descarta la serpiente diciendo que no consigue hacerse de ella una idea precisa. No quiere negar que el papel desempeñado por la serpiente no sea “incomprensible” para nuestra razón. Mas el propio Kierkegaard nos repite incesantemente que pretender a toda costa “concebir” y “comprender” la caída demuestra tan sólo que no queremos sentir toda la profundidad y la importancia del problema que plantea. La comprensión no resulta aquí de ninguna utilidad; hasta es embarazosa. Hemos penetrado, en efecto, en la región donde reina “lo Absurdo”, con sus “de repente” que se encienden y se extinguen a cada momento. Ahora bien, todo “de repente” es el irreductible enemigo del “comprender”, lo mismo que el fiat bíblico resulta para el pensamiento corriente un deus ex machina que la filosofía especulativa considera con razón como el comienzo de su fin.
Supongo -y espero que las siguientes páginas nos convenzan de ello- que Kierkegaard se negaba a sí mismo cada vez que intentaba corregir la Biblia (cosa que, ¡ay!, hace con excesiva frecuencia) y que, por consiguiente, permaneceremos más fieles a su pensamiento si nos expresamos del siguiente modo: el estado de inocencia excluía la angustia, pues no reconocía límites en lo posible. El hombre inocente vivía en presencia de Dios. Ahora bien, quien dice Dios dice que todo es posible. La serpiente que tentó al hombre no disponía más que de la Nada. Esta Nada, aunque no fuese más que Nada o, mejor dicho, por el hecho de no ser sino Nada, adormeció el espíritu del hombre, y el hombre amodorrado se convirtió en presa o víctima de la angustia. Y, sin embargo, no había causa ni motivo alguno para provocar la angustia. La Nada no es más que Nada. ¿Cómo es posible que se haya transformado en algo? ¿Y cómo es posible que después de esta transformación haya adquirido una tan ilimitada potencia sobre el hombre y hasta sobre el ser entero?
Ya los antiguos conocían bien la idea de la Nada. Según el testimonio de Aristóteles (Met. 985 B 6), Demócrito y Leucipo afirmaban la existencia de la Nada: El ser no existe más que el no ser. Plutarco formuló el mismo pensamiento de un modo todavía más expresivo: El algo no existe más que la nada. Cierto es que Demócrito y Leucipo identificaban la Nada con el vacío y al ser con la materia. Sea lo que fuere, y al revés de Parménides, quien afirmaba que sólo el ser existe y que el no ser no sólo no existe mas ni siquiera puede ser pensado, la filosofía griega admitía la existencia de la Nada y establecía inclusive que la existencia de la Nada era la condición del pensamiento. Es evidente que esta idea no era tampoco demasiado extraña a los eleatas, y cuando Parménides afirmaba con tanta insistencia que la nada no existe, luchaba contra sí mismo, alejando enérgicamente de sí la sospecha de que la Nada pudiese, a pesar de todo, y con cualquier subterfugio, llegar a la existencia. En la discusión entre los eleatas y los atomistas, el pensamiento “natural” se ve obligado a tomar la posición de estos últimos. La Nada no es una Nada perfecta, es decir, algo privado de existencia. Se opone, como su igual, al algo. Ahí radica el sentido de las palabras de Platón sobre las dos causalidades -la divina y la necesaria. Platón se ha limitado aquí a expresar con mayor relieve el pensamiento de los atomistas: la Nada se ha convertido para él en Necesidad. Esta convicción de que la Necesidad se reparte junto con la divinidad el poder sobre todo lo que existe, constituía para los griegos una de las evidencias irrebatibles, y aun, si se quiere, el postulado fundamental de su pensamiento. Y lo mismo ocurre hoy día. En la filosofía moderna ha hallado tal convicción su modo de expresión dentro de la dialéctica hegeliana, en lo que Hegel llama “la autogeneración de los conceptos” (Selbstbewegung), en esa doctrina de Schelling según la cual hay en Dios, además de sí mismo, “otra cosa” -su naturaleza-, y en el célebre teorema de Spinoza, el padre espiritual de Hegel y de Schelling: Deus ex solis suae naturae legibus et a nemine coactus agit (Dios obra únicamente de acuerdo con las leyes de la naturaleza y no está obligado por nada). El pensamiento humano “natural” que aspira a las evidencias, es decir, a una visión que perciba en lo que es no sólo que es, sino también que es necesariamente, es el único pensamiento capaz de proporcionarnos, como nos los ha explicado Kant, la verdadera ciencia. Por eso el pensamiento natural se ve obligado a conservar, como su más preciosa alhaja, la idea de Necesidad. Puede la razón glorificar cuanto quiera a la libertad; lo cierto es que tendrá siempre que ajustarla dentro del marco de la Necesidad. Esta Necesidad es precisamente la Nada, de la que nos vemos obligados a decir que es. Pues aun cuando no se encuentre en ninguna parte y sea imposible descubrirla, irrumpe siempre en la vida humana, la mutila, la pulveriza, tomando la forma de la suerte, del destino, del fatum que no se puede eludir, contra el cual no hay apelación posible.
Kierkegaard se extiende largamente sobre el papel que el fatum desempeñaba en la antigüedad y sobre el terror que experimentaban los antiguos frente al destino. Todo esto es evidentemente exacto, como es exacto que el fatum no existe en la revelación bíblica. La revelación es precisamente la revelación porque nos descubre, frente a todas las evidencias, que todo es posible para Dios y que no existe ningún otro poder que limite la omnipotencia divina. Cuando se preguntó a Jesús cuál era el primero de todos los mandamientos, contestó: “El primero de los mandamientos es éste: Oye, a Israel; el señor, nuestro Dios, es el único Señor” (San Marcos, XII, 29).
Pero, ¿cómo podía entonces Kierkegaard admitir que la inocencia, es decir, el estado en el cual se hallaba el hombre cuando vivía en presencia de Dios, pudiese implicar la angustia de la Nada? Es decir, ¿cómo podía admitir que tal estado pudiese implicar el principio o la posibilidad de esos horrores de que está saturada la vida humana y que describe con una fuerza incomparable en su Diario y en sus obras? Insisto en esto, porque esta cuestión o la respuesta a ella constituye para el propio Kierkegaard el articulus stantis et cadentis de la filosofía existencial. Ni Job, ni menos aun Abraham, ni ninguno de los profetas y de los apóstoles habrían jamás admitido que la inocencia, que, como Kierkegaard observa justamente (y en pleno acuerdo con la Biblia), es la ignorancia, fuese inseparable de la angustia. Esta idea solamente solamente puede nacer en el alma de un hombre que ha perdido la inocencia y ha adquirido el “saber”. Acabamos de decir que, gracias a la visión intelectual, Sócrates y Platón divisaban al lado del poder divino el poder de la Necesidad, que Leucipo y Demócrito atribuían con la misma seguridad el pecado de la existencia a la Nada, y que el propio Parménides no podía hacer otra cosa que luchar contra la idea del derecho que tiene la Nada a la existencia sin que por eso hubiese podido extirpar tal idea de su alma. En la medida en que confiemos en la razón y en el saber proporcionado por ella, los derechos de la Nada y los derechos de la Necesidad quedarán asegurados mediante las evidencias que no podremos vencer y que ni siquiera nos atreveremos a vencer. Y cuando se dirigía hacia Job y hacia Abraham, Kierkegaard recurría a lo Absurdo y aspiraba a la fe sólo porque ahí radicaba su única esperanza de hacer desplomarse los muros de esa fortaleza inexpugnable en cuyo interior la filosofía especulativa ha instalado a su destructora Nada. Mas en el mismo instante en que se presentó a la paradoja y a lo Absurdo la ocasión de reclamar sus derechos y de entablar el último y supremo combate contra las evidencias, se vinieron abajo sin fuerzas, heridos por un poder misterioso.
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