Introducción y anotaciones de Jonathan Dettman
CUARTA ENTREGA
CUARTA ENTREGA
"No, no; es una broma –se asustó Diego al verme al borde de la apoplejía–. "Disculpa, fue jugando, naturalmente, para entrar en confianza. Toma, bebe un poco de agua. ¿Quieres ir al cuerpo de Guardia del Calixto?" "¡No!", dije poniéndome de pie y tomando una decisión tajante. “Vamos a tu casa, vemos los libros, conversamos lo que haya que conversar, y no pasa nada." Los nervios me dieron por eso. Me miró boquiabierto. “¡Recoge!" Pero una cosa era descargar sus bultos y otra recogerlos, así que mientras lo hizo tuvo tiempo para reponerse. "Antes voy a precisarte algunas cuestiones porque no quiero que luego vayas a decir que no fui claro. Eres de esas personas cuya ingenuidad resulta peligrosa. Yo, uno: soy maricón. Dos: soy religioso. Tres: he tenido problemas con el sistema; ellos piensan que no hay lugar para mí en este país. Pero de eso, nada, yo nací aquí; soy, antes que todo, patriota y lezamiano, y de aquí no me voy ni aunque me peguen candela por el culo. Cuatro: estuve preso cuando lo de la UMAP. Y cinco: los vecinos me vigilan, se fijan en todo el que me visita. ¿Insistes en ir?" “Sí", dijo el hijo de los campesinos paupérrimos, con una voz ronca que yo apenas reconocí.
El apartamento, que en lo sucesivo llamaré la guarida, pues no escapaba de esa costumbre que tienen los habaneros de bautizar sus viviendas cuando son minúsculas y viven solos (ya conocería La Gaveta, El Closet, El Asteroides. La Alternativa, Donde-se-da y no-se-pide), consistía en una habitación con baño, parte del cual se había transformado en cocina. El techo, a un kilómetro del suelo, se adornaba en las esquinas y el centro con unas plastas de vaca que en La Habana llaman plafones, y al igual que las paredes y los muebles estaba pintado de blanco, mientras que los detalles de decoración y carpintería, los útiles de cocina, la ropa de cama y demás eran rojos. O blanco, o rojo, excepto Diego, que se vestía con tonos que iban del negro a los grises más claros, con medias blancas y gafas y pañuelo rosados. Aquel día casi todo el espacio lo ocupaban santos de madera, todos con unas caras que deprimían a cualquiera. "Estas tallas son una maravilla", aclaró en cuanto entramos, para dejar claro que se trataba de arte y no de religión. "Germán, el autor, es un genio. Va a armar un revuelo en nuestras artes plásticas que no quieras ver. Ya se interesó el agregado cultural de una embajada y ayer nos llamaron de la corresponsalía de EFE." Yo conocía poco de arte, pero tiempo después, cuando el funcionario de Cultura opinó que no, que no transmitían ningún mensaje alentador, me pareció que no le faltaba razón, y se lo dije a Diego. "¡Que transmita Radio Reloj!", –chilló–. "Esto es arte. Y no es por mí, David, compréndelo. Es por Germán. En cuanto la noticia llegue a Santiago de Cuba se arma el titingó. Puede que hasta lo boten del trabajo."
Pero esto fue después, los problemas con la exposición de Germán. Ahora estoy en el centro de la guarida, rodeado de santos con dolor de estómago y convencido de haberme equivocado de lugar. En cuanto pudiera tumbarle el libro me iría echando.
"Siéntate", invitó él, "voy a preparar un té para disminuir la tensión." Fue a cerrar la puerta."¡No!", lo atajé. “Como quieras. Así le facilitamos la labor a los vecinos. Siéntate en esa butaca. Es especial, no se la ofrezco a todo el mundo." Pasó al baño, y por encima del chorro de orine, oí su voz: "La uso exclusivamente para leer a John Donne y a Kavafis, aunque lo de Kavafis es una haraganería mía. Se le debe leer en silla vienesa o a horcajadas sobre un muro sin repellar."
Reapareció, aclarando que John Donne era un poeta inglés totalmente desconocido entre nosotros. y que él, el único que poseía una traducción de su obra, no se cansaba de circularla entre la juventud. “Llegará el momento en que se hable de él hasta en el bar Los Dos Hermanos, te lo aseguro. Pero, siéntate, chico."
La butaca de John Donne se hundió hasta dejarme el culo más bajo que los pies, pero con un simple movimiento hallé la comodidad perfecta. “¿Pongo música? Tengo de todo. Originales de María Melibrán, Teresa Stratas, Renata Tebaldi y la Callas, por supuesto. Son mis preferidas. Ellas, y Celina González. ¿Cuál prefieres?” "Celina González no sé quién es", dije con toda sinceridad y Diego se dobló de la risa. La gente de La Habana cree que porque uno es del interior se pasa la vida en guateques campesinos.
"Muy bien, muy bien. Te has ganado el honor de ser el primero en escuchar un disco de la Callas que acabo de recibir de Florencia, con su interpretación de La Traviata, de 1955, en la Scala de Milán. Florencia, de Italia, se entiende." Puso el disco y pasó a la cocina. "¿Cuál es tu gracia? Yo me llamo Diego. Siempre me hacen el chiste de Digo Diego. Es como a Antón, que le hacen el de Antón Pirulero. ¿Tú cómo te llamas?" “Juan Carlos Rondón, para servirte." Asomó la cabeza. "Que mentiroso, villareño al fin. Te llamas David. Yo lo sé todo de todo el mundo. Bueno, de la gente interesante. Tú escribes.” Cuando vino con el servicio de té tropezó y me derramó encima un poco de leche. No se tranquilizó hasta que accedí a quitarme la camisa. La lavó en un dos por tres y la tendió en el balcón junto a un mantón de Manila que también llevó del baño. Se sentó frente a mí, y colocó sobre mis piernas un cartucho de chocolatines. "Por fin podemos conversar en paz. Propón tú el tema, no quiero imponerte nada." En lugar de responder, bajé la cabeza y clavé la vista en una loseta. “¿No se te ocurre nada? Bueno, ya sé, te contaré cómo me hice maricón.”
Le ocurrió cuando tenía doce anos y estudiaba en un colegio de curas como interno. Una tarde, no recordaba por qué razón, necesitó encender una vela, y como no encontraba fósforos pasó al dormitorio de los alumnos del último nivel, entrando, sin darse cuenta, por la parte de los baños. Allí, bajo la ducha, desnudo, estaba uno de los basquetbolistas de la escuela, todo enjabonado y cantando “Nosotros, que nos queremos tanto, ¿debemos separamos?, no me preguntes más...” “Era un muchacho pelirrojo, de pelo ensortijado”, precisó con un suspiro, “con esa edad que no son los catorce ni los quince. Un chorro de luz que entraba de lo alto, más digno de los rosetones de Notre Dame que de la claraboya de nuestro convento de los Hermanos Maristas, lo iluminaba por la espalda, sacando tornasoles de su cuerpo salpicado de espuma.” El muchacho estaba excitado, añadió, tenía agarrada la verga y era a ella a quien le cantaba, y Diego quedó fascinado, sin poder apartar la vista del otro, que lo miraba y se dejaba mirar. No hubo palabras: el semidiós lo tomó del brazo, lo volteó contra la pared y lo poseyó. “Regresé al dormitorio con la vela apagada”, dijo, “pero iluminado por dentro, y con el palpito de haber comprendido el mundo de sopetón.” El destino, sin embargo, le reservaba una amarga sorpresa. Dos días después, al ir a prender otra vela, se enteró de que su violador había muerto de una patada en la cabeza; tratando de recuperar una pelota, se había metido entre las patas del mulo que acarreaba el carbón para la escuela, y este, insensible a sus encantos, le propinó una coz fulminante. “Desde entonces”, concluyó Diego mirándome, “mi vida ha consistido en eso, en la búsqueda del ideal del basquetbolista. Tú te le das un aire.”
Era obvio que conocía a la perfección la técnica de despertar el interés de reclutas y estudiantes, y también la de relajar a los tensos, como aclararía después. Consistía esta última en hacemos oír o ver lo que no queríamos oír ni ver, y daba excelentes resultados con los comunistas, diría. Sin embargo, no avanzaba conmigo. Yo había llegado, como los otros, me había sentado en la butaca especial, como ellos, pero, como ninguno, había clavado la vista en la loseta y de allí no lograba despegármela. Se había sentido tentado a mostrarme la revista porno que guardaba para los más difíciles, o a brindarme de la botella de Chivas Regal en la que siempre quedaban cuatro dedos de cualquier ron, pero se contuvo, porque no era eso lo que esperaba de mí; y al final de la tarde, cuando comenzó a sentir hambre, comprendió que no estaba dispuesto a compartir conmigo sus reservas, y que no se le ocurría cómo dar por terminada la visita.
Se quedó callado, pensativo. Había deseado mucho este encuentro, confesaría luego, desde que me vio por primera vez en el teatro interpretando a Torvaldo. Incluso lo había soñado y varias veces estuvo a punto de abordarme en la calle Galiano, porque desde el principio tuvo la intuición de nuestra amistad. Pero ahora yo, tieso y mudo en el centro de la guarida, le resultaba tan soso que empezó a creer que, como en otras tantas ocasiones, había sido víctima de un espejismo, de su propensión a adjudicarle sensibilidad y talento a los que teníamos carita de yonofui. Realmente le sorprendía y le dolía equivocarse conmigo. Yo era su última carta, el último que le quedaba por probar antes de decidir que todo era una mierda y que Dios se había equivocado y Carlos Marx mucho más, que eso del hombre nuevo, en quien él depositaba tantas esperanzas, no era más que poesía, una burla, propaganda socialista, porque si había algún hombre nuevo en La Habana no podía ser uno de esos forzudos y bellísimos de los Comandos Especiales, sino alguien como yo, capaz de hacer el ridículo, y él se lo tenía que topar un día y llevarlo a la guarida, brindarle té y conversar; carajo, conversar, no estaba siempre pensando en lo mismo, como me lo explicaría en otra de sus peroratas. “Me voy”, dije yo por fin, poniéndome de pie, y lo miré, nos miramos. Me habló sin incorporarse de la silla. “David, vuelve. Creo que hoy no me he sabido explicar. Quizás te he parecido superfluo. Como todo el que habla mucho, hablo boberías. Es porque soy nervioso, pero me he sentido distinto conversando contigo. Conversar es importante, dialogar mucho más. No tengas miedo de volver, por favor. Sé respetar y medirme como cualquier persona y puedo ayudarte muchísimo, prestarte libros, conseguirte entradas para el ballet, soy amiguísimo de Alicia Alonso y me gustaría presentarte un día en casa de la Loynaz, a las cinco de la tarde, un privilegio que sólo yo puedo proporcionarte. Y quisiera obsequiarte con un almuerzo lezamiano, algo que no ofrezco a todo el mundo. Sé que la bondad de los maricones es de doble filo, como apunta el propio Lezama en alguna parte de su obra, pero no en este caso. ¿Quieres saber por qué me gusta hablar contigo? Corazonadas. Creo que nos vamos a entender, aunque seamos diferentes. Yo sé que la Revolución tiene cosas buenas, pero a mi me han pasado otras muy malas, y además, sobre algunas tengo ideas propias. Quizás esté equivocado, fíjate. Me gustaría discutirlo, que me oyeran, que me explicaran. Estoy dispuesto a razonar, a cambiar de opinión. Pero nunca he podido conversar con un revolucionario. Ustedes sólo hablan con ustedes. Les importa bien poco lo que los demás pensemos. Vuelve. Dejaré a un lado el tema de la mariconería, te lo juro. Toma, llévate La guerra del fin del mundo, y mira, también Tres tristes tigres, eso tampoco vas a conseguirlo en la calle.” “¡No!”, dije con una energía que lo asustó. “¿Por qué, David, qué importancia tiene?” “¡No!”, y salí con un portazo.
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