viernes

LA BALADA DE LA CÁRCEL DE READING - OSCAR WILDE (1854 – 1900)

A la memoria de C. T. W.

antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería.
Muerto en el Presidio de Reading, Berkshire, 7 de julio de 1896:

 I
No vistió su chaqueta escarlata

porque el vino y la sangre ya son rojos,

y sangre y vino había en sus manos

cuando lo hallaron con la muerta,

la pobre que él amó

y a quien en su lecho asesinara.

Caminó entre los jueces

vistiendo el gris raído

con gorra en la cabeza

y paso alegre y leve.

Pero jamás vi a nadie que mirara el día

con igual ansiedad.

Jamás vi a nadie que mirara 

con ojos tan ansiosos

la pequeña tienda azul

que los presos llaman cielo,

y a cada nube fugitiva

que cruzaba con velamen de plata.

Confinado en otros patios con otras almas

en pena me preguntaba

si había hecho algo grande

o algo insignificante,

cuando una voz me susurró al oído

«ese hombre va a la horca».


¡Cristo! Los muros de la prisión

de pronto parecían tambalearse

y sobre mi cabeza era el cielo

un casco de quemante acero.

Y aunque era yo un alma en pena,

mi pena sentir no podía.


Supe qué pensamiento perseguido

su paso apresuraba; supe por qué

miraba el día brillante

con ojos tan ansiosos.

Había matado aquello que él amaba

y tenía que morir.

* * * * *
Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama.

que todos oigan esto:

unos lo hacen con mirada torva

otros con la palabra halagadora;

el cobarde lo hace con un beso,

con la espada el valiente.


Matan algunos el amor de joven

y otros cuando viejos;

estrangulan algunos con manos de lujuria,

otros con manos de oro:

el más amable usa el puñal

para que el frío llegue antes.


Aman algunos poco tiempo, largamente otros.

Hay quienes compran y también quienes venden.

El acto es cometido a veces en el llanto

y otras sin un suspiro.

Pues todos matan lo que aman;

pero no todos mueren.


No muere una muerte de vergüenza

un día de desgracia oscura;

ni nudo al cuello en la garganta lleva

ni paño sobre el rostro;

ni caen los pies primero por el piso

al espacio vacío.

* * * * *
No se sienta con hombres silenciosos

que lo vigilan noche y día,

que lo vigilan cuando busca el llanto

y también cuando busca la plegaria.

Que lo vigilan; no sea que él mismo robe

de la prisión la presa.


No se despierta al alba para ver

formas temibles en tropel por la celda:

el aterido Capellán en su túnica blanca,

el Alguacil adusto en su tristeza,

el Director en esplendente traje negro

y el amarillo rostro del Desastre.


No se apresura en prisa lamentable

a vestir el ropaje del convicto,

y un Doctor mordaz se regodea

notando el tic nervioso de cada pose nueva;

y en la mano un reloj cuyos tictacs

son como horribles golpes de martillo.


No conoce la sed brutal que lija la garganta

antes de que el verdugo

se deslice con guantes de jardín

por la puerta acolchada,

y lo ate con tres correas para apagar por siempre

la sed de la garganta.


No baja la cabeza para oír

la lectura del oficio mortuorio,

mientras el temor de su alma

le dice que no está muerto;

ni se cruza con su propio ataúd

al acercarse al cobertizo horrible.

Ni mira fijamente el aire

por un techo de vidrio;

ni reza con labios de arcilla

porque termine su agonía;

ni siente en su mejilla vacilante

el beso de Caifás.

II

Seis semanas nuestro soldado dio vueltas

por el patio, vistiendo el gris raído,

con gorra en la cabeza

y paso alegre y leve.

Pero jamás vi a nadie que mirara

el día con igual ansiedad.


Jamás vi a nadie que mirara

con ojos tan ansiosos

la azul tienda pequeña

que llaman los presos cielo

y a cada nube arrastrando

sus enredados vellones.


No retorció las manos como lo hacen

los necios que se atreven a alentar

a la Esperanza retadora

en la misma cueva oscura de la Desesperación:

Miró hacia el sol solamente

y bebió el aire matinal.


No retorció las manos ni lloró

ni miró furtivamente o languideció;

sino bebió el aire como si allí encontrara

saludable calmante;

la boca abierta bebió el sol

como si fuera vino!


Y yo y todas esas almas en pena

que caminaban en el otro patio

olvidamos si nosotros mismos

habíamos hecho algo grande o algo insignificante,

y contemplamos con asombro torpe

al hombre al que iban a colgar.


Pues era extraño verlo así pasar

con paso tan alegre y leve,

y extraño era verlo contemplar

con tal ansiedad el día.

Y pensar era también extraño

en esa deuda que pagar tenía.


* * * * *


El olmo, el roble tienen bellas hojas

que brotan en la primavera:

pero era horrible ver el árbol del cadalso

con la raíz mordida por las víboras,

y, verde o seco, debe morir un hombre

antes de dar su fruto.


El lugar más exaltado es ese trono de gracia

al que aspira todo el mundo.

¿Pero quién se erguiría en correa de cáñamo

en el alto patíbulo y echaría

a través de collar asesino

su última mirada al cielo?


Dulce es bailar al ritmo de violines

cuando la vida y el amor son justos;

y extraño y delicado

al ritmo de laúdes y de flautas;

mas no hay dulzura cuando un ágil pie

baila en el aire.


Así, con curiosos ojos y aprehensión oscura

lo observamos día a día,

preguntándonos, si cada uno de nosotros

terminaría de manera igual,

pues nadie puede decir en qué Infierno rojo

su alma ciega extraviarse podría.


Por fin, el hombre muerto

cesó de caminar entre los Jueces,

y supe que estaba de pie

en el negro redil del acusado

y su rostro jamás vería otra vez

en bienestar o desastre.


Cual barcos condenados que en la tormenta se cruzan

nuestras rutas se habían encontrado:

no hicimos gesto alguno, no dijimos palabra,

y no había palabra que decir;

pues no nos encontramos en la noche sagrada

sino en día de vergüenza.


Un muro de prisión nos envolvía

y éramos dos parias;

nos arrojara el mundo de su corazón

y Dios de su cuidado:

la trampa de hierro nos había atrapado,

aquella que el Pecado siempre espera.

III

 En el Patio de los Deudores

son duras las piedras, húmedo el alto muro,

y cuando tomaba el aire

bajo el cielo plomizo

a cada lado un guardia caminaba

para que el hombre no muriera.


A veces se sentaba con esos que guardaban

su angustia día y noche;

con quienes lo guardaban al llorar

y al arrodillarse para el rezo.

Con quienes lo guardaban, no sea que robara

la presa del patíbulo.


El Director era inflexible en aplicar

las disposiciones de la Ley;

el Doctor afirmó que la muerte

era un acto científico;

y dos veces al día lo visitaba el Capellán

y dejaba su pequeño folleto.


Y dos veces al día fumaba su pipa

y bebía su cuarto de cerveza;

su alma en actitud resuelta

no dejaba escondrijo para el miedo.

A menudo decía estar contento

de que el día del verdugo se acercara.


Pero por qué decía cosa tan extraña

ningún guardián osaba preguntar;

pues quien asume

la misión de guardián

debe sellar sus labios y transformar

en máscara su rostro.


De lo contrario, podría conmoverse,

podría tratar de dar consuelo:

¿Y qué podría lograr la Piedad Humana

acorralada en un Hoyo de Asesinos?

¿Qué palabra de gracia en tal lugar

podría ayudar el alma de un hermano?


* * * * *

Cabizbajos por el ruedo

hicimos el Desfile de los Locos.

Nada nos importaba: sabíamos bien

que éramos la Brigada del Diablo,

y con cabeza rapada y pies de plomo

nos prestamos a la alegre mascarada.


Desgarramos la cuerda alquitranada

con uñas romas, sangrantes;

frotamos las puertas, fregamos los pisos

y pulimos los barrotes brillantes;

y madero tras madero el tablón jabonamos

entre el estruendo de los cubos.


Cosimos los sacos, rompimos las piedras

y trabajó el taladro polvoriento:

golpeamos las latas y gritamos los himnos,

y sudamos en el molino,

mas en el corazón de cada hombre

quieto yacía el terror.


Y se hallaba tan quieto que cada día

se arrastraba cual ola sofocada por algas;

y olvidamos nuestro destino amargo

que espera por igual a pillo o necio,

hasta que una vez, volviendo del trabajo con andar pesado

pasamos junto a una tumba abierta.


Con bostezo feroz el amarillo pozo

a bocanadas parecía pedir algo viviente

y aun el barro mismo clamaba por la sangre

al ruedo de sediento asfalto.

Sabíamos que antes que cierto alba aclarara

un preso habría de ser colgado.

 Y entramos con el alma absorta

en Muerte y Sueño y Hado.

El verdugo con su valijita

arrastraba los pies en la penumbra;

yo temblaba, a tientas en camino

hacia mi tumba numerada.

 * * * * *
Esa noche los vacíos corredores

se llenaban de formas del Temor,

y por toda la ciudad de hierro

había pasos furtivos que no oíamos

y a través de las barras que esconden las estrellas

parecían asomarse caras blancas.


Yacía como quien soñase

en prados placenteros.

Los guardias en custodia de su sueño

no podían comprender

que alguien durmiera ese sueño dulce

tan cerca de un verdugo.

 Pero no hay sueño cuando debe haber llanto

en quien nunca ha llorado.

Y nosotros -el necio, el pillo, el impostor-,

quedamos en vigilia interminable,

y en cada seso en manos del dolor

el terror de otro hombre se insinuaba.


¡Ay, es algo tan terrible

sentir la culpa de otro!

La Espada del Pecado penetraba

hasta su empuñadura envenenada

y nuestras lágrimas eran de plomo derretido

pues la sangre no habíamos nosotros derramado.

 Los guardias con calzado de felpa se acercaban

a cada puerta cerrada con candado

y atisbaban con ojos consternados

grises figuras en el suelo,

preguntándose por qué se arrodillaban a rezar

quienes jamás antes rezaran.

 ¡Rezamos toda la noche arrodillados,

insensatos dolientes de un cadáver!

Las agitadas plumas de medianoche

agitaron las plumas funerarias.

Y como el vino amargo de la esponja

era el sabor del arrepentimiento.

 * * * * *

 El gallo gris cantó, cantó el gallo rojo

mas el día no llegó:

formas torcidas del Terror se agazaparon

por los rincones donde yacíamos

y cada espíritu maligno que vaga por la noche

se nos aparecía.


Pasaban deslizándose, ligeros

cual viajeros en velo neblinoso;

se mofaban de la luna bailando

un rigodón de vueltas y pasos delicados,

y con ritmo formal y gracia repugnante

los fantasmas acudían a su cita.

 Con mueca consternada los miramos pasar,

esbeltas sombras tomadas de la mano;

giraron y giraron en grupos fantasmales

y bailaron allí la lenta zarabanda:

¡Condenados grotescos hicieron arabescos

como el viento en la arena!


Y con piruetas como de marionetas

sus pasos afilados tropezaron;

llenaron los oídos con las flautas del Miedo

en esa horrible mascarada,

y a toda voz cantaron mucho tiempo

pues cantaban para despertar los muertos.


«¡Oh!», cantaban, «¡ancho es el mundo

pero cojean las extremidades aherrojadas!

Y tirar los dados una vez o dos veces,

es juego caballeresco

pero no gana jamás quien con el Pecado juega

en la secreta Casa de la Vergüenza.»

No eran cosas de aire esas bufonadas

que con tal júbilo retozaban

para hombres con vidas en grilletes,

cuyos pies jamás serían libres.

¡Ah! ¡Por las heridas de Cristo! Eran algo viviente

y algo horrible de ver.


Girando y girando devanaron el vals,

dieron vueltas algunos en parejas sonrientes;

con el paso afectado de un viajante,

algunos se acercaron con sigilo al peldaño

y con burla sutil y mirar de malicioso servilismo

todos ayudaron a decir nuestras preces.

Comenzó su lamento el viento matinal

pero la noche continuó;

en su enorme telar la red de la tristeza

se extendió hasta que cada hebra fue hilada:

y al rezar, nuestro miedo creció

ante la justicia del sol.

Vagó con su lamento el viento

por los muros llorosos de la cárcel.

Hasta que como rueda de acero giratorio

sentimos los minutos que avanzaban a rastras:

¡oh, viento clamoroso! ¿Qué habíamos hecho

para merecer tal alguacil?


Al fin pude ver los barrotes sombreados

cual enrejado que forjado en plomo

se moviese por el muro blanqueado

frente a mi camastro de tablas

y supe que en un lugar del mundo

era roja el alba horrible de Dios.

Limpiamos nuestras celdas a las seis,

todo era calmo a las siete,

pero el susurro y el vaivén del viento

colmaba la prisión:

con su aliento helado el señor de la Muerte

había entrado a matar.


Y no pasó en purpúreo esplendor

ni montó corcel de blanco lunar.

Tres yardas de cuerda y un tablón

es lo que la horca necesita:

y así con cuerda de vergüenza el Heraldo llegó

a perpetrar la acción secreta.

Éramos como hombres que a través de un pantano

de inmunda oscuridad a tientas van.

No osamos murmurar una plegaria

ni tampoco alentamos nuestra angustia,

algo muerto se encontraba en nosotros

y eso muerto era la Esperanza.


La justicia del hombre inexorable avanza

y no habrá de apartarse:

mata al débil, mata al fuerte

en mortífera zancada:

¡mata con taco de hierro

el monstruoso parricida!


Esperamos que sonaran las ocho.

Con la lengua hinchada por la sed

pues el octavo golpe era el Destino

que hace a un hombre maldito.

Y usará el Destino un nudo corredizo

para el hombre mejor y para el peor.

Nada teníamos que hacer,

sólo esperar que la señal llegara.

Así como piedras en valle solitario

mudos e inmóviles quedamos;

pero cada corazón latía agitado e intenso,

cual tambor de un demente.

En súbita conmoción el reloj de la prisión

golpeó el aire estremecido

y de toda la cárcel una queja se elevó

de impotente desespero.

Como el gemido que oyen pantanos asustados

de algún leproso en su cueva.

Y como quien ve algo horrible

en el cristal de un sueño,

vimos la soga de cáñamo grasiento

que montaba la viga ennegrecida

y escuchamos el rezo que el nudo del verdugo estrangulara

hasta que fuera un grito.


Y toda la aflicción lo conmoviera tanto

que soltó un grito amargo;

y los locos pesares, los sudores sangrientos

nadie los conocía como yo:

quien vive más de una vida

muere más de una muerte.

 IV


No hay capilla esos días

cuando cuelgan a un hombre:

el corazón del Capellán está demasiado enfermo

o su rostro demasiado macilento,

o hay algo escrito en sus ojos

que nadie debería ver.


Así, nos tuvieron encerrados hasta casi el mediodía

y sonaron entonces las campanas.

Los guardias con llaves tintineantes

abrieron cada celda atenta,

con estrépito bajamos la escalera de hierro

dejando cada uno su separado Infierno.


Salimos al dulce aire de Dios

mas no del modo acostumbrado,

pues este rostro estaba blanco de miedo

y aquél estaba gris;

jamás hombres tristes vi mirar el día .

con ansiedad igual.


Jamás hombres tristes vi

que miraran con ojos tan ansiosos

la azul tienda pequeña

que los presos llamamos cielo

y cada nube indiferente que pasaba

en libertad tan feliz.


Pero algunos de nosotros

que íbamos cabizbajos bien sabíamos

que habríamos elegido la muerte

si hubiéramos podido.

Mató él algo viviente,

ellos mataron lo que estaba muerto.


Pues quien peca una segunda vez

despierta un alma muerta al dolor,

sácala de su mortaja manchada

y hace que sangre otra vez,

la hace sangrar a borbotones

¡y hace que sangre en vano!
* * * * *

 Como mono o payaso en atuendo monstruoso

y con flechas torcidas adornados

dimos vuelta tras vuelta silenciosos

por el asfalto resbaladizo del patio.

Silenciosos marchamos vuelta tras vuelta

y nadie pronunció palabra.

Marchamos silenciosos

y en cada mente vacía

el recuerdo de algo horrible

pasó como un vendaval

y el Horror acechaba a cada hombre

y detrás el Terror se arrastraba sigiloso.

 * * * * *
Los guardias se pavoneaban en idas y venidas

cuidando sus rebaños de brutos;

llevaban uniformes impecables

o vestían los trajes de Domingo;

sabíamos dónde habían estado:

la cal viva manchaba sus zapatos.

 Pues donde ancha sepultura antes se abriera

no quedaba más tumba.

Sólo un tramo de arena y barro

junto al horrible muro

y un cúmulo de cal ardiente

como su paño mortuorio.

 Pues tiene una mortaja ese desafortunado

como muy pocos pueden reclamar:

en lo profundo, bajo el patio de una prisión,

desnudo, para mayor vergüenza,

yace con los pies aherrojados

envuelto en una sábana de llamas.

 Y todo el tiempo la cal ardiente

devora carne y hueso,

devora frágiles huesos en la noche

y carne blanda de día;

alterna carne con hueso;

pero siempre devora el corazón.

 * * * * *
Tres largos años estarán sin sembrar,

sin plantar o cultivar allí;

y por tres largos años el lugar infeliz

será estéril, baldío,

y mirará el cielo perplejo,

con mirar sin reproche.


Piensan que el corazón de un asesino infectaría

cada semilla inocente que plantaran.

¡No es verdad! La tierra bondadosa de Dios

es más generosa que lo que los hombres imaginan;

la rosa roja florecería más roja

y más blanca la blanca.


¡De su boca saldría una rosa muy roja

y de su corazón una muy blanca!

Pues, ¿quién puede decir de qué extraña manera

Cristo saca a la luz Su voluntad

desde que el cayado estéril que portó el peregrino

floreciera a la vista del gran Papa?


Pero ni a la nívea rosa blanca ni a la roja

es permitido florecer en el aire de la prisión;

pedazos de loza, guijarros, pedernal

es lo que aquí nos dan:

pues sabido es que las flores pueden restañar

del desaliento al común de las gentes.

Por eso, jamás la rosa roja ni la blanca

caerá pétalo a pétalo

en ese barro, esa arena

junto al horrible muro de la cárcel,

para decir a quienes dan pesadamente vuelta por el patio

que el Hijo de Dios murió por todos.

* * * * *

Y, sin embargo, aunque el horrible muro

lo cerca por cada lado

y un espíritu no puede caminar de noche

cuando se halla aherrojado,

y puede sólo llorar cuando yace

en tierra no consagrada,

está en paz -este hombre desgraciado-,

en paz, o pronto lo estará:

nada hay que ya pueda enloquecerle,

ni camina el Terror a mediodía

porque la tierra oscura en que yace

no tiene ni Sol ni Luna.


Como a bestia lo colgaron;

ni hubo siquiera un réquiem

que tal vez trajera paz

a su alma sobrecogida.

Apresuradamente lo sacaron

y lo escondieron en un hoyo.


Los guardias lo desnudaron,

lo entregaron a las moscas:

se mofaron de la garganta grana e inflamada,

y de los ojos que miraban rígidos.

Entre risotadas le echaron el sudario

en el que yace el convicto.


El Capellán no se arrodilló a rezar

junto a su tumba deshonrada:

ni la marcó con esa Cruz bendita

que Cristo dio a los pecadores,

pero era el hombre de aquéllos

por quienes Cristo descendiera.

Pero todo está bien; solamente ha llegado

hasta el límite que la vida ha fijado

y lágrimas extrañas llenarán para él

esa urna de piedad tanto tiempo destrozada.

Quienes por él están desconsolados serán parias

y los parias jamás hallan consuelo.

V

No sé si son Leyes justas

o Leyes equivocadas;

sabemos quienes estamos en la cárcel

que el muro es muy poderoso,

y que cada jornada es como un año

de interminables días.


Pero hay algo que sé; sé que toda Ley

que los hombres han concebido para el Hombre,

desde que el primero quitara la vida al hermano

y así el triste mundo comenzara,

desecha el trigo y la paja retiene

con los aventadores más perversos.


Y esto también sé -y sabio sería

que todos lo supiéramos-

que cada prisión que los hombres erigen

está construida con ladrillos de vergüenza

y cercada con rejas no sea que Cristo pueda ver

cómo los hombre mutilan a sus hermanos.

Con barrotes ocultan la luna clemente

y ciegan el sol bienhechor:

y bien hacen escondiendo tal Infierno

pues allí se cometen tales actos

que ni Hijo de Dios ni hijo de hombre

jamás debería contemplar.

* * * * *

 Los actos más viles, cual hierbas venenosas

crecen lozanos en el aire de la prisión.

Sólo aquello que en el hombre es bueno

allí se arruina y se marchita:

la pálida angustia guarda el pesado portal

y el guardián es la desesperación.


Hambrean al niño aterrado

hasta que llora noche y día;

azotan al débil y flagelan al necio;

se mofan del viejo ceniciento

y algunos enloquecen, y todos se malogran

y nadie puede pronunciar palabra.


Cada celda angosta que habitamos

es una oscura letrina maloliente

y cada apertura que cierran las barras

es fétido aliento de Muerte viviente;

y todo, menos la lascivia, se reduce a polvo

en la máquina Humana.


El agua salobre que bebemos

lleva una baba nauseabunda

el pan amargo que en las balanzas pesan

está lleno de cal

y el sueño no se acuesta jamás, camina

con ojos desorbitados y llora al Tiempo.


* * * * *


Pero aunque el Hambre magro y la verde Sed

luchan como víbora con áspid,

poco nos interesa la pitanza carcelaria;

porque aquello que enfría y mata por completo

es que cada piedra levantada de día

se torna en corazón de noche.


Con la medianoche siempre en el corazón

y el crepúsculo en la celda

damos vuelta el manubrio o desgarramos la cuerda

cada uno en su Infierno separado.

Y es más terrible el silencio

que el estrépito de cínica campana.

Jamás se acerca voz humana

para decir una palabra amable:

y el ojo que por la puerta espía

es duro, sin misericordia.

De todos olvidados nos pudrirnos

con cuerpo y alma mancillados.

De tal modo herrumbramos la cadena de la Vida,

solitaria, degradada,

Y algunos hombres maldicen y otros lloran;

los hay que no profieren lamento.

Pero la eterna Ley de Dios es bondadosa

y rompe también el corazón de piedra.

 * * * * *

Y todo corazón que se destruye

en la celda o en el patio de la prisión

es igual que esa caja destruida

que rindió sus tesoros al Señor

y que llenó la casa impura del leproso

con la fragancia del nardo más preciado.


¡Oh! Felices son los corazones que se rompen

y ganan la paz que da el perdón.

¿De qué otro modo puede el hombre ordenar su vida

y purificar su alma del Pecado?

¿Cómo si no por destrozado corazón

puede Cristo Señor hallar su ingreso?

 * * * * * 

Y aquél de la inflamada y púrpura garganta,

el de los ojos desorbitadas

aguarda las manos sagradas

que llevaron Ladrón al Paraíso.

Y un destrozado corazón contrito

el Señor no habrá de despreciar.


El hombre que vestido de rojo lee la Ley

otorgóle tres semanas de vida,

tres semanas cortas solamente para restañar

su alma de todas sus contiendas

y limpiar de cada mancha de sangre

la mano que sostuvo el puñal.


Y con lágrimas de sangre limpió la mano

que sostuvo el acero,

pues tan sólo la sangre sangre limpia

y tan sólo las lágrimas restañan;

y aquella roja sangre que fuera de Caín

tornóse en níveo sello de Jesús.

VI

En la Cárcel de Reading, junto a la ciudad de Reading

se encuentra un pozo de vergüenza

en el que yace un desgraciado

por dientes de fuego devorado.

Yace en mortaja llameante

y está su tumba sin nombre.

 Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,

que en silencio descanse.

No es necesario gastar lágrimas necias

o entregarse a suspiros profundos:

el hombre había matado lo que amaba

y tenía que morir.

Y todos matan lo que aman,

que todos oigan esto;

algunos lo hacen con mirada torva

otros con la palabra halagadora,

el cobarde lo hace con un beso,

¡con la espada el valiente!

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