lunes

JOSÉ LEZAMA LIMA



LA EXPRESIÓN AMERICANA

VIGESIMOPRIMERA ENTREGA

CAPÍTULO IV (2)

Nacimiento de la expresión criolla (2)

En el banquete literario, el americano viene a cumplir la función del que realiza la prueba mayor. Después de las bandejas que traen el horneado, las frutas sonrientes y el costillar auroral del crustáceo, viene la perilla postrera, como podía haber sido el confitado o crema para barrer con el aceite o la pella, que sirve de intermedio entre el fuego y el estofado. El occidental, amaestrado en la gota alquitarada, añade el refino de la esencia del café, traído por la magia de las culturas orientales, que trae el deleite de algunas overturas a la turca realizadas por Mozart, o la referencia que ya hicimos de algunas cantatas alegres en que se entretuvo el majestuoso divertimento bachiano. Era esa esencia, como un segundo punto al dulzor de la crema, un lujo occidental que ampliaba con esa gota oriental las metafísicas variantes del gusto. Pero a esa perfección del banquete, que lleva la asimilación a la cultura, le correspondería al americano el primor inapelable, el rotundo punto final de la hoja del tabaco. El americano traía a ese refinamiento del banquete occidental, el otro refinamiento de la naturaleza. El terminar con un sabor de naturaleza, que recordaba la primera etapa anterior a las transmutaciones del fuego. Con la naturaleza, que rinde un humo, que trae la alabanza y el esencial ofrecimiento de la evaporación.

Este primer interventor en la sátira que pega por el subterráneo es el Juan Lanas, el Juan Pueblo poeta malo necesario. Hay el poeta malo, el Angiolieri del odio al Dante, signo de la corrupción de la fruta, que para nada sirve sino para envenenar y confundir. Pero hay el poeta malo de buen dejo, que viene de la descendencia de la juglaría, cuando la poesía hizo su refino florentino, su acopio de fábulas galantes, que tiene su alegría en su cohete burlador, cuya raíz está en una zona donde no corre la literatura, pero que hace de la poesía una moneda de relieve apagado, pero de sanguínea flor de feria. Es la poesía que prescinde de la literatura, pero que se suelta como un amuleto alegre. Convence prontamente que da un toque acompasado que la vida necesita. Se extiende en la hoja del cuchillo, rodeado de guirnaldetas y con letras voladas dice: Soy tu amor. En el pregón de los dulzeros viejos: alcorza, alcorza, el que no come no goza. En los estribillos de los negros en su día de reyes: Petrona e mi peso, si tú no me lo das te arranco e pescuezo. En los carritos madrugadores, que llevan como si fuera un tatuaje: Sigo el destino; yo voy y vengo, a nadie envidia le tengo: sufre; el guapo de Lanus; Mírame bien, soy siempre el mismo; me lo hubieras dicho. O cuando en nuestros transportes, asoma un cojo, despliega como una banderola sus números de billetes, y exclama: la araña nunca engaña. Ahí la poesía se presupone fácilmente gananciosa, pues sus frases, simples palabras -sufre- arrancadas, asomando su hociquillo de sirena que ha rechazado los innumerables hocicos de la manada. Nacieron para quedarse, pues tienen del mineral, de la costumbre y del milagro. Tienen algo del silencioso redoble de la muerte en el día en que nos morimos. Pero mientras tanto nos miran con ojos saltones y nos demanda.

Este poeta malo imprescindible, que asciende hasta una frase, o aportada palabra, es también hombre aposentado en un solo libro, que lo vio por todos los días, que sin ser lector, cuando se ve obligado a lecturas, tiene que marchar hacia ese libro uno, que lo espera, que se constituye en silencioso monstruo que espera las migajas de un ocio que le pertenece. Surge de esas casas sin libro, de esa cuartería muy nutrida de loros, pianos viejos y fundas con letras inexplicables, donde de pronto asoman ediciones de baratillo de Quevedo, con mitad de chiste desabrido y su otra mitad para los sueños; un Espronceda para el suicida y el anarquista, el amargo, el desaprensivo, que se retira de la insignificancia de todos los días con un pozo para la maldad que se acumula y se arrincona; un Bécquer, que provoca la mariposa y el pintiparado, las ventanas con tiestos hormigados. Conocemos una persona casi analfabeta. Nos acercamos por la sorpresa de que portaba un librejo. Leía dificultoso y como a sílabas, pero ¿qué es lo que leía? El Progreso del peregrino, de Bunyan, edición gaceta, sin consignar el traductor. El itinerario de ese libro hasta llegar a la analfabeta no mostraba capítulos complicados. Lo había heredado de una cuñada espiritista también en él casi analfabeta. El Progreso del peregrino, de Bunyan, recostado y apretado en una biblioteca de tres mil lomillos, puede bostezar y justificar caprichos. Bunyan había cultivado el difuso espíritu, no el espiritismo, pero por haber fundado sectas religiosas, cultivado persecuciones, se le emparejaba en aquel brumoso sector. La cuñada espiritista cuya muerte tan sólo había hecho posible el donativo del libro único, había llegado a la tesonera sentencia de que “el espiritismo es la esencia de las religiones”. Pero las conclusiones son obvias, la obra de Bunyan en una biblioteca, naufraga, se entrelaza en un ordenamiento cultural, donde se diluye. Su único en manos de un silabeo sin rectificaciones, asciende hasta la sentencia entrañable. Un idiota puede tener un día genial, y decir buenos días. Pero en ese día él es confiadamente terrible.

La sátira cuanto más brotada del libro único, pulsado por Juan Lanas, hace más diana. Cuando más anónima más pincha y hace visible el hombre atacado. El anónimo le da la ceguera de la arremetida. Por eso Quevedo que rubrica, con la cruz de Santiago en su pecho expandido, se pierde en el calabozo. Y a Villamediana, que más se le atribuye cuanto es mayor la pimienta del ingenio, se le supone a todos los rincones que andan detrás del ballestazo que lo refrigera. El Juan Lanas de la covachuela, que carece de la cruz que rubrica y de la suposición ingeniosa, da en la coraza y tumba como soplando. Pero el Collot d’Herbois carnicero, aunque pegue en punta desde la sombra, sólo produce la hecatombe inútil en la que él es la primera rata atrapada.

El lenguaje que va aparejado en esas sátiras del virreinato mexicano, es el de las migajas de otra clase del festín mayor. Si es en la décima busca del apoyo del agudo chirriante, como si reclamase al guitarrero. Es el cura que arremete contra el obispo para hacerle turulato a su excelencia:

Con uñas de serpentín
y con garras de caimán,
el formidable jayan
embistió a la Concepción.
Pero le quebró el ramplón
cartabón del escarpín
de una mujer al mastín
la chola calva. ¡Qué buen
porrazo llevó en la sién
del molde del becoquín!

El obispo entrega el plieguillo a la Inquisición mexicana del XVIII. Cunde el miedo y el curita se entrega. Su justificación temerosa está en que dice que lo hizo por bufonería. Pero eso también es difícil, y la gran bufonería sólo está en Rabelais y parte de un lenguaje agrandado por las burlas del tramo filológico greco latino, y con latines de sacristía y mala rabia no puede justificarse el artero soplón. Es el reverso sombrío y malo de la grandeza, y al tiempo que Fray Servando va de calabozo a fuga, de conspiración a fiebre, existe el otro curita que ataca frunciendo los labios en el sótano. Si todo eso puede insinuarse como la pequeñez demoníaca que produce un hecho, en cuanto éste se declara, como que ese mismo hecho los revela y hace que salga la rana albina a su reclamo, allí ya quedan inutilizados y despedidos. Entonces es cuando los pocos Fray Servando, muertos o vivos para la agonía, se calzan la inmortalidad de grandes botas de agua que retumban en él siempre.

Otras veces es la formación de bandas agresivas dentro de las pocas familias feudales, como Montescos y Capuletos de opereta bufa, que se pueden mostrar. De acuerdo con el partido que toman el arzobispo o el virrey, viene así el veneno de la ballestilla. Pero ahí empieza el clero a oponerse a los virreyes, en forma de demandas locales y de rivalidades de oficio. En esa sátira de subterráneo, de mala raíz en la picaresca española, por tierras americanas va alcanzando una transmutación, pues se le va sumando lo popular que favorece la independencia y la voz que va rescatando el lenguaje de propia pertenencia.

No siempre esa sal recae sobre los poderosos de mando consagrado y sus dictados, sino que a veces se llega al hecho puro, con derivaciones de folletín, al suceso que se alza por el canto o entono de ciego. Es la palabra que tiene ya que penetrar aconsejada por la música. No es la sátira a los virreyes, que nunca llega a tener fuerza de anclaje propio, sino ese encuentro en que la poesía y la música provocan propios concéntricos, demandan un simpathos, por el hecho de que ha ido a la plaza, ha salido en busca de todos. El hijo del as de espadas, vulgar duro de oficio, que es en su fondo un roto grandote tímido, se enternece en cuanto le dan con la guitarra y la querencia palabrera.

Ese acompañamiento de la música a la letra del anónimo, se gana en el mexicano corrido. Buscando el empeño fácil y rodado del octosílabo, como en el romance hispano, va por muy otro lado. El romance se aplica al gran hecho histórico, carolingio o mozárabe, a la pena que por la relevancia del que la ejercita obliga a todos en su participación. Pero el corrido puede empeñarse en hechos de significación menor, defensa de plaza, sombra de ejecución. Pero lo que más lo nutre es el suceso del folletín y las lágrimas provincianas de Telésforo por Irene. En el fluir del corrido asoma ya la querencia, que en la argentina alcanza la plenitud de su ternura penetrante. “Cuando estaba más contenta, Rosita Alvariz murió.” Querencia que puede llegar a la destructora furia: “pa que te acuerdes de mí -te dejo esta puñalada”, donde trata de asegurarse como un tatuaje en la muerte. Es innegable que el corrido soporta una gran prueba, que es asegurar el cantar de la fabla popular, después que el romance dejó de fluir. Sin tener la gravedad ligera del romance español, el corrido reclama un habla para el canto, en la misma dirección, aunque en menor escala, rueda las palabras en la música para que no graviten con exceso en la mortandad del adensamiento.

El corrido está situado entre el recorrido del romance y la intensidad de la copla. Nace de la cuarteta de la copla que se debilita y busca apoyo en la cadena del romance. Como está hecho para narrar no alcanza la intensidad de la copla, acogida a un instante del frenesí o del sollozo. Aquí no encontramos la sátira fulmínea y acucarachada que sale de la covachuela y del Juan Lanas sombrío. Hay como una ascensión a la voz plena, a que se sepa y se siga y se propague. Su nacimiento está muy alejado de la rebelión antihispánica, sino, por el contrario, surge de la propia rebelión ante maldades nuevas. Mientras se vacía con una frescura que le da en la cara, tiene vida, pero cuando busca acompañamiento político se extenúa, y según algunos comentaristas, después de 1930, en manos de intelectuales que lo remiendan y de buhoneros que lo utilizan, entra en sus finales perentorios. En parte se aleja de lo hispánico, pues aunque en apariencia se avecina con el romance, tiene una manera muy americana de combatir con la alegría, de arengar con lujo verbal aunque no se comprenda. Aquí, en el corrido, aquel hombre de la covachuela, del libro único, que le daba por el silbo sombrío y por el veneno, se levanta por el canto a la alegría, a la anunciación, a despertar la bondad de un poco de lástima.

Su raíz está en la querencia, en el diminutivo, en la imploración. En el corrido para la La muerte de Emiliano Zapata, se dice:

Corre, corre, conejito,
cuéntales a tus hermanos.
o en otro corrido:
Mi amor es como el conejo
sentido como el venado.

Ahí venos reaparecer el conejillo, que vimos en el Popol Vuh, al lado del colibrí con sus mañas para escaparse entre la niebla con el rabo corto.

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