lunes

JOSÉ LEZAMA LIMA



LA EXPRESIÓN AMERICANA

DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

CAPÍTULO III (2)

El romanticismo y el hecho americano (2)

En Bayona, la curiosidad americana, lo lleva a penetrar en una Sinagoga. Inmediatamente, sobre esa curiosidad comenzarán a caer los dones. Como buen americano se regala en el simpathos. Sorprende que hablan un español meticuloso, tiene el orgullo de que los semitas que Adriano envió a España, son de la gran tribu de Judá. Al terminar el Rabino, lo rodean para que opine sobre el sermón. La onda larga de su simpatía no retrocede ante refutar al predicador, y como lo hace tan bien le ofrecen en matrimonio “una bella y rica Raquel, y en francés Fineta”. Termina revisándole sus sermones a los rabinos, y en que estos le llamen jajá, que significa sabio. Otro signo americano; entrar en tiempo ajeno por curiosidad, ganarlo por la simpatía y llevarlos después al saboreo de nuestra omnisciente libertad.

En ese liberalismo de esfera armilar y de pisapapeles, pintado por Goya, Jovellanos, que en la poesía es el pastor Jovino, se siente tocado por su simpatía. El día del triunfo de Jovellanos, la noticia se recibe a las siete de la mañana, en el convento donde está preso Fray Servando, y ya a las once, éste para ganarlo por los más finos modos, finge un sueño, en que el pastor Jovino, el sesudo ministro Jovellanos, estudia su causa, lo liberta y le muestra un semblante muy benévolo:

El nevado Arlanzon que me aprisiona,
El fuego mismo helara de Narciso.
Soy náufrago infeliz que una borrasca,
La más oscura que exhaló el abismo,
Arrojó hasta las playas de la Hesperia,
Donde en vano el remedio solicito.

El pastor Jovino sonríe la gracia de los versos de circunstancias, disculpando el ripio prosaico del último verso, descifra fácilmente la apetencia del sueño, y ordena la libertad de Fray Servando. Buen signo americano, la fineza del solicitar con misterio, como en ese marcado antecedente, como un sueño que la ajena fina atención se ve obligado a descifrar.

Reabsorbe el fragmento no dañado de la tradición católica, se acerca como un pez por el sueño, aunque llega con respeto, se sorprende ante el cenizoso corralón hispánico literario del principio del XIX. ¡Si aun los románticos parecen ingenieros de minas, y las poetisas desterradas histéricas que hacen las compras matinales para las comidas del señor ministro solterón! La jactancia querenciosa lo interrumpe, y sin nada de la sombría vanidad, tiene la alegría que estira sus piernas y se recorre. La vanidad americana es americana y como en requiebro. Fray Servando sorprende el convento dominico desconchado, heladas las palabras por los corredores, sin pimienta de cita oportuna, pura mortandad engarabitada y ríspida, y anota en sus memorias: “¡Y al infeliz que, como yo, trae las bellas letras de su casa, y por consiguiente se luce, pagan como en un real de enemigos hasta que lo encierran o destierran!”. Rifoso además que recorre desde el refrán hasta el reojo del espejo de ultramarinos, pues las consecuencias de esa vanidad amistosa y llevadera terminan en bonachona punta de refrán. El que escama para el lucimiento, salta para ahorcado, lo luce que te enyesarán, o la más sibilina de luzco y traduzco. En esas mezclas de alegre rebelión para encontrar el buen refrán, cómo no recordar el criollismo de José María de Heredia, para que el sol alce su frente al encanto de su fama o el yo alzaré el mundo de José Martí. Ambas son formas de pretender para ayudar, ambas criollísimas.

Cuando el mando de Jovellanos, como americano que malicia rápido y traspasa, se da cuenta de la tiesura de los nuevos. “Logré hablar al ministro, porque también llevaba recomendación para el portero”, del que toma sus precauciones para las cien puertas tebanas y sabe la fuerza del recurso menor. Intuición de esa tiesura de los nuevos por inevitable minoridad o alarde superior que rehúsa la mirada fija, que penetra con naturalidad en el momento de la recepción oportuna. Esa recomendación para el ministro y para el portero, revela un instinto fresco para precisar el ordinario pequeño en el hombre, que desconfía del recién llegado, pero sucumbe ante el apaciguamiento del menor más cercano. Recomendaciones del barbero, del que nos sirve la sopa, del vecino de la azotea, de la seguridad majadera de lo diminuto, que se alza por encima de la tranquila valoración normal, y que el americano hecho a la recepción de la panoplia de las contingencias, valora como su llave de penetración que le encristala el muro para que el instante necesario de la sombra al llegar a su casa, se realice con plenitud y nos avise con querencia.

Después de haber rendido su vida en los calabozos, en los disfraces de la persecución, en la madrugada de las fronteras, le llegan sus días, en que es instalado como arúspice consultivo en el Palacio de la Presidencia de México, en la amistad de Guadalupe Victoria. Pero le llega el momento de rendir, se incorpora y silabea: “Se dice que soy hereje, se asegura que soy masón y se anuncia que soy centralista. Todo es, compatriotas carísimos, una cadena de atroces imposturas. Ni mis escritos ni mis palabras ni mis actos podrán jamás proponerse como calumnias de tanto tamaño; mas como se haga mucha mención del ruidoso sermón de Guadalupe que prediqué muchos años ha y se afecte extrañeza por qué no digo misa ni hago vida ascética, como religioso dominico, y tal vez a esto se le quiera dar el carácter de otros tantos apoyos de dichas quimeras”. Y pasa de las palabras a los hechos que a todos obligan. Demuestra que no decía misa, enseñando la mano despedazada; que no estaba en el claustro por haberse secularizado en Roma. Que no era masón, porque la masonería era un partido. Y que él no predicó contra el milagro de la Guadalupe, sino que la predicación del Evangelio de América se debió a Santo Tomás, cosa que defendería hasta morir.

Fray Servando fue el primer escapado, con la necesaria fuerza para llegar al final que todo lo aclara, del señorío barroco, del señor que transcurre el voluptuoso diálogo con el paisaje. Fue el perseguido, que hace de la persecución un modo de integrarse. Desprendido, por una aparente sutileza que entrañaba el secreto de la historia americana en su dimensión de futuridad, de la opulencia barroca para llegar al romanticismo de principios del siglo XIX, al fin realiza un hecho, toca la isla afortunada, la independencia de su país. El paisaje del señor barroco, navegando con varia fortuna, se había volatilizado con lentitud que pocos asimilaban. Fray Servando es el primero que se decide a ser el perseguido, porque ha intuido que otro paisaje naciente, viene en su búsqueda, el que ya no contaba con el gran arco que unía el barroco hispánico y su enriquecimiento en el barroco americano, sino el que intuye la opulencia de un nuevo destino, la imagen, la isla, que surge de los portulanos de lo desconocido, creando un hecho, el surgimiento de las libertades de su propio paisaje, liberado ya del compromiso de un diálogo mantenido con un espectador que era una sombra.

Después del anterior ejemplo de Fray Servando, a horcajadas en la frontera del butacón barroco y del destierro romántico, aparece el ejemplar de individualismo más sulfúreo y demoníaco. A medida que Bolívar se iba al círculo mayor coronario, la gloria de Simón Rodríguez se hacía de hilo incandescente y de misterio. La influencia de Simón Rodríguez no debe haber sido ejercida a través del ethos, de un circunspecto causalismo de la conducta, sino a través de lo que había en Bolívar y en él de más endemoniado y primigenio. Su época lo llevaba al disimulado ciruelón roussoniano, al naturalismo amnésico, al cuadro sinóptico y a las modificaciones ortográficas, pero su virus era esencialmente socrático, era el traspaso del daimon y el surgimiento del Eros cognoscente.

Simón Rodríguez tenía algo del Aleijadinho pedagógico. Era feo, excesivo y ambulatorio. Ya en su vejez la ternura de una india boliviana le da hijos, cuidados y el recuerdo de la matria. Para educar y formar se aprovechaba de un cinismo fuerte y no del espíritu evangélico. Sigue la trayectoria del individualismo prerromántico, con los necesarios toque es cinismo roussoniano. Desavenencias paternales, la reclamación yoista de las dos sangres formadoras, le dan sus primeras rabias. Se jura en la venganza del trueque de apellidos. Con una gracia de diablura roussoniana, nos dice “que no conocía a sus padre, pero que conocía un fraile que visitaba la casa de su madre”.  Pitazo fallido, a que se cree obligado después del do de pechuga del cinismo en las Confesiones, de Rousseau. Mal pitazo, desde luego, pues se sabe que sus padres eran los buenazos acostumbrados. En otra ocasión, ante prejuiciosos párvulos del asombrado Titicaca, explica unas láminas anatómicas, para ilustrar mejor el buen viejo le echa a mano a sus propias desnudeces, estropeando el mostrar la naturaleza del Emilio, pues lo natural pudre sus oros con el tiempo, y lo que mostraba el endiablado Simón era un canijo, que hacía ladrar los perros.

Las relaciones entre Bolívar y Simón Rodríguez tienen algo de gran telón andino, de las consabidas y vastas resonancias en el libro de los destinos entre maestro profeta y discípulo genial. Todo ello a la manière del siglo XIX, avec tambour et trompete… Antes que toda la satisfacción de la gratitud, virtud muy noble: “A él se lo debo todo, pues fue mi único maestro universal”. Que no quede nada de duda, de reticencia o de trasfondo que no se entrega: “Él formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”. En la arenga del Monte Sacro, en el fragor verbal donde coinciden discípulo arrebatado, maestro asombrado y ruinas impávidas, en la versión de Simón Rodríguez, tenemos que consignar dos errores, al perseguir las enumeraciones de prohombres, Lucrecio aparece como un satírico. Después del índice ofuscador de las grandezas romanas, se constata “más en cuanto a resolver el gran problema del hombre en libertad, parece que el asunto ha sido desconocido”, concluyendo que es en el Nuevo Mundo donde ha de resolverse ese gordiano de la libertad. Basta citar a los Gracos, a Savonarola, o a Giordano Bruno para convencernos de la temeridad del aserto; en cuanto a la libertad del Nuevo Mundo, sigue siendo una profecía, una divinidad para el futuro.

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