lunes

JOSÉ LEZAMA LIMA



LA EXPRESIÓN AMERICANA
  
DECIMOSEXTA ENTREGA
CAPÍTULO III (1)
El romanticismo y el hecho americano (1)
  
En algún cuadro de Orozco, pintado con noble ternura, aparece un padre franciscano tratando de levantar por los brazos a un indio, que viene a rendirle la cornucopia de los diezmos debidos. Liberados de las exigencias del poder central, podían manifestar con pureza un recto espíritu evangélico. En Santo Domingo, los dominicos que mantenían la tradición del Padre Victoria; en Cuba, y después ante Carlos V, el Padre de las Casas; en México, los padres franciscanos. Y lo que es más sorprendente, las Colonias jesuitas del Paraguay, donde la compañía liberada, desde los Habsburgo, para tener un apoyo austríaco frente a las intentonas del nacionalismo de la Reforma, realiza experiencias para lograr la Jerusalén terrestre en relación con la celeste. A medida que la colonización se integra y el poder central se muestra más absorbente, el conflicto surge y se exacerba, al extremo de llevar el clero católico, en la Argentina y México, al separatismo, tratando de unir las esencias espirituales de la nación con las esencias evangélicas.

 El proceso de ese hecho tiene una visible raíz histórica. En la Edad Media, desde la época de Fernando III el Santo y Alfonso X el Sabio, el clero luchó tenazmente por mantener sus fueros y el respeto de su jurisdicción. Cada pueblo, un templo, fue la divisa de las primeras comunidades españolas. Un nuevo mapa, esencial y profundo, que tenía sus raíces en lo popular y en lo evangélico. Al adoptar la compañía su política de acercamiento a los austrias, en la época de Carlos V y del austriaco Fernando el Católico, el mantenimiento de esos fueros fue relegado, pues ya los jesuitas eran poder, política que tenía cierta justificación histórica, pues había que marchar en milicia contra la Reforma y aun contra la suspensión a que se obligaba la vacilante actitud del papado en relación con la orden, y a las suspicacias de la autoridad romanas después de las rectorías de Loyola, De Diego Laínez y de San Francisco de Borja, exigiendo que el priorato general de la orden estuviese en manos de los extranjeros. Con la fundación de la Inquisición, los fueros jurisdiccionales de las órdenes quedaron cumplidos, y entonces fueron las comunidades, en Cataluña y en Zaragoza, los que se vieron obligados a defender en una forma sangrienta sus prerrogativas y resguardados contra el poder central. Así cuando Antonio Pérez se declaró en rebeldía contra el poder central, se acoge al fuero zaragozano, para librarse de las acechanzas de Felipe II, pero para acercarlos a Madrid exige el fuero de la Inquisición, quien utiliza sus tizones para arrancar confesión de asesinato, sin lograrlo. Cuando el desdén de Aquisgrán el papa Pío VII, se entristeció, pero no ordenó guerra santa. Cuando la invasión francesa, el clero español tocó a rebato, llegando la crueldad del canónigo Calvo a límites tan excesivos, que las Juntas de liberación llegaron a destituirlo. De esa manera el clero español se oponía a la supresión de la Inquisición, que fue la primera medida de José Bonaparte en la gobernación de España, y al liberalismo. Napoleón se dio cuenta de inmediato lo que significaba su derrota en España, “rebajó mi moral en Europa”, comentaba en los días finales de Santa Elena. Cuando la vuelta de su destierro, el Papa dándole una palmadita a Luciano, lo despidió diciéndole: “Puesto que va usted a París, haga las paces entre él y yo. Yo estoy en Roma; él no tendrá nunca queja de mí’. El clero americano tomó distinto partido en relación con el poder central. Casi todas las cátedras episcopales eran provistas oídos los virreyes, la monarquía metropolitana y las altas autoridades eclesiásticas. El mismo beato Claret, en sus años de obispado en Santiago, se jura fiel de Isabel II, sin que le rocen los problemas del separatismo. Pero el clero municipal, establece sus relaciones con los agricultores y con los pequeños terratenientes, no establece contacto con el poder central y se sabe hostil en relación con la jerarquía, ya que ésta radicada en ciudades de más importancia establece relaciones con autoridades subordinadas a lo hispánico. Aparecen entonces, a principios del siglo XIX, los curas independentistas de México y de las Juntas de Buenos Aires, los curas constituyentes de Cádiz, como el Padre Varela. Hay en ellos algo del Abate Sieyés, del Abate Marchena y de Blanco White. Toman parte de la Revolución francesa, se convierten, después de abjurar, de nuevo al catolicismo, después de haber traducido a Lucrecio y a Voltaire, o se acogen al liberalismo inglés. Consecuencia: ganancia del catolicismo, amplitud de su compás, con su gran revolución, su absurdidad inagotable en lo poético, y la constante prueba del ejercicio de su libertad. Todo lo que haya sido contrario a esa actitud del catolicismo, es tan sólo vicisitud histórica, suceso, pero no cualificación de su dogmática.

A fines del siglo XVIII, aquel señor barroco, que veíamos en las fiestas pascuales, ir de su granja, rodeado de aromos y de paños de primor, al vistoso zócalo, donde repasa la filigrana del sagrario, al tiempo que establece el chisporroteo del torito y la revuelta tequila pone en la indiada el reojo de su frenesí. ¿Qué ha pasado? Su ilustrísima ha presidido con disimulado quebranto, el predicamento de un curita juvenil, afiebrado, muy frecuente en la exaltación  y el párrafo numeroso. Su paternidad mayor ha contemplado el tumulto del pueblo al paso de un predicador dado a tesis heresiarca, a machacar con probanzas y distingos, sobre apariciones y contrapruebas. Para oír al joven investido ha acudido hasta el virrey, pues la festividad es de rango mayor, se trata de predicar en unas fiestas guadalupanas. Y el tonsurado, que causa tal revuelo verbal, Fray Servando Teresa de Mier, se ha lanzado, según el arzobispo, en peligrosas temeridades. Afirmaba el predicador que la imagen pintada de la guadalupana estaba en la capa de Santo Tomás, y no en la del indio Juan Diego. El pueblo se mostraba en ricas albricias, en júbilo indisimulable, el arzobispo cambiaba posturas y se mordía labios, y el virrey lanzaba a vuelo prudencial su mirada entre la alegría desatada del pueblo y la cólera atada y como reconcentrada del arzobispo. Se encarcela a Fray Servando, se retracta éste, pero el frenesí del arzobispo lo envía a Cádiz, y allí lo sigue vigilante, y Fray Servando, como un precursor de Fabricio del Dombo, comienza la ringlera de sus fugas y sus saltos de frontera.

¿Por qué ese ensañamiento en su ilustrísima el arzobispo? ¿Qué se agitaba en el fondo de aquellas teologales controversias? Fray Servando al pintar la imagen guadalupana en el manto de Santo Tomás, de acuerdo con la legendaria prédica de los evangelios que éste había hecho, desvalorizaba la influencia española sobre el indio por medio del espíritu evangélico. Había una tácita protesta antihispánica en su colonización, y el arzobispo oliscón de la gravedad de la hereje interpretación, le salía al paso, lo enrejaba y lo vigilaba, sabiendo el peligro de aquella prédica y de sus intenciones, Fray Servando, bajo apariencia teologal, sentía como americano, y en el paso del señor barroco al desterrado romántico, se veía obligado a desplazarse por el primer escenario del americano en rebeldía, España, Francia, Inglaterra e Italia. Al fin la querella entre el arzobispo frenético y el cura rebelde va a encontrar su forma raciné, se arraiga en el separatismo. De la persecución religiosa va a pasar a la persecución política, y estando en Londres, al tener noticias del alzamiento del cura Hidalgo, escribe folletos justificando el ideario separatista. Rodando por los calabozos, amigándose con el liberalismo de Jovellanos, combatiendo contra la invasión francesa, o desembarcando con los conjurados de Mina, al fin encuentra con la proclamación de la independencia de su país, la plenitud de su rebeldía, la forma que su madurez necesitaba para que su vida alcanzara el sentido de su proyección histórica.

En Fray Servando, en esa transición del barroco al romanticismo, sorprendemos ocultas sorpresas muy americanas. Cree romper con la tradición, cuando la agranda. Así, cuando cree separarse de lo hispánico, lo reencuentra en él, agrandado. Reformar dentro del ordenamiento previo, no romper, sino retomar el hilo, eso que es hispánico, Fray Servando lo espuma y acrece, lo lleva a la temeridad. El catolicismo se recuesta y se hace tronal; huidizo, rehusa el descampado, pues nuestro tronado mexicano, lo lleva a calabozos, a conspiraciones novedosas, a tenaces reconciliaciones romanas, a dictados proféticos, a inmensas piras funerales. El calabozo no lo lleva a la ruptura con la secularidad, sino por el contrario a agrandarla, para que el calabozo sea el gran ojo de buey que levanta los destinos. Primera señal americana: ha convertido, como en la lección de los griegos, al enemigo en auxiliar. Si el arzobispo frenetizado lo persigue, logra con su cadencia de calabozos, aclararse en la totalidad de la independencia mexicana. Su proyección de futuridad es tan ecuánime y perfecta, que cuando ganamos su vida con sentido retrospectivo, desde el hoy hacia el boquerón del calabozo romántico, parece como lector de destinos, arúspice de lo mejor de cada momento. Creador, en medio de la tradición que desfallece, se obliga a la síntesis de ruptura y secularidad, apartarse de la tradición que se resguarda para rehallar la tradición que se expande, juega y recorre destinos.

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