sábado

ORTEGA Y GASSET / LA REBELIÓN DE LAS MASAS



VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA

SEGUNDA PARTE

XIV / ¿QUIÉN MANDA EN EL MUNDO?

9

Apenas las naciones de Occidente perhinchen su actual perfil surge en torno de ellas y bajo ellas, como un fondo, Europa. Es esta la unidad de paisaje en que van a moverse desde el Renacimiento, y ese pasaje europeo son ellas mismas, que sin advertirlo empiezan ya a abstraer de su belicosa pluralidad. Francia, Inglaterra, España, Italia, Alemania, pelean entre sí, formas ligas contrapuestas, las deshacen, las recomponen. Pero todo ello, guerra como paz, es convivir de igual a igual, lo que ni en paz ni en guerra pudo hacer Roma con el celtíbero, el galo, el británico y el germano. La historia destacó en primer término las querellas y, en general, la polìtica, que es el terreno más tardío para la espiga de la unidad; pero mientras se batallaba en una gleba, en cien se comerciaba con el enemigo, se formaban ideas y formas de arte y artículos de la fe. Diríase que aquel fragor de batallas ha sido sólo un telón tras el cual tanto más tenazmente trabajaba la pacífica polípera de la paz, entretejiendo la vida de las naciones hostiles. En cada nueva generación, la homogeneidad de las almas se acrecentaba. Si se quiere mayor exactitud y más cautela, dígase de este modo: las almas francesas e inglesas y españolas era, sin y serán todo lo diferente que se quiera; pero poseen un mismo plan o arquitectura psicológicos y, sobre, van adquiriendo un contenido común. Religión, ciencia, derechos, arte, valores sociales y eróticos van siempre comunes. Ahora bien: esas son las cosas espirituales de que vive. La homogeneidad resulta, pues, mayor que si las almas fueran de idéntico gálibo.

Si hoy hiciésemos balance de nuestro contenido mental -opiniones, normas, deseos, presunciones-, notaríamos que la mayor parte de todo eso no viene al francés de su Francia, ni al español de su España, sino del fondo común europeo. Hoy, en efecto, pesa mucho más en cada uno de nosotros lo que tiene de europeo que su porción diferencial de francés, español, etc. Si se hiciera el experimento imaginario de reducirse a vivir puramente con lo que somos, como “nacionales”, y en obra de mera fantasía se extirpase al hombre medio francés todo lo que usa, piensa, siente, por recepción de los otros países continentales, sentiría terror. Vería que no le era posible vivir de ello sólo; que las cuatro quintas partes de su haber íntimo son bienes mostrencos europeos.

No se columbra que otra cosa de monta podamos hacer los que existimos en este lado del planeta si no es realizar la promesa que desde hace cuatro siglos significa el vocablo Europa. Sólo se opone a ella el prejuicio de las viejas “naciones”, la idea de nación como pasado. Ahora se va a ver si los europeos son también hijos de la mujer de Loth y se obstinan en hacer historia con la cabeza vuelta hacia atrás. La alusión a Roma, y en general, al hombre antiguo, nos ha servido de amonestación; es muy difícil que un cierto tipo de hombre abandone la idea de Estado que una vez se le metió en la cabeza. Por fortuna, la idea del Estado nacional que el europeo, dándose de ello cuenta o no, trajo al mundo, no es la idea erudita, filológica, que se le ha predicado.

Resumo ahora la tesis de este ensayo. Sufre hoy el mundo una grave desmoralización, que entre otros síntomas se manifiesta por una desaforada rebelión de las masas, y tiene su origen en la desmoralización de Europa. Las causas de esta última son muchas. Una de las principales, el desplazamiento del poder que antes ejercía sobre el resto del mundo y sobre sí mismo nuestro continente. Europa no está segura de mandar, ni el resto del mundo de ser mandado. La soberanía histórica se halla en dispersión.

Ya no hay “plenitud de los tiempos”, porque esto supone un porvenir claro, prefijado, inequívoco, como el del siglo XIX. Entonces se creía saber lo que iba a pasar mañana. Pero ahora se abre otra vez el horizonte hacia nuevas líneas incógnitas, puesto que no se sabe quién va a mandar, cómo se va a articular el poder sobre la tierra. Quién, es decir, qué pueblo o qué grupo de pueblos; por tanto, qué tipo étnico; por tanto, qué ideología, que sistema de preferencias, de normas, de resortes vitales…

No se sabe hacia qué centro de gravitación van a ponderar en un próximo porvenir las cosas humanas, y por ello la vida del mundo se entrega a una escandalosa provisoriedad. Todo, todo lo que hoy se hace en lo público y en lo privado -hasta en lo íntimo-, sin más excepción que algunas partes de algunas ciencias, es provisional. Acertará quien no se fíe de cuanto hoy se pregona, se ostenta, se ensaya y se encomia. Todo eso va a irse con mayor celeridad que vino. Todo, desde la manía del deporte físico (la manía, no el deporte mismo) hasta la violencia en política; desde el “arte nuevo” hasta los baños de sol en las ridículas playas a la moda. Nada de esto tiene raíces, porque todo esto es pura invención, en el mal sentido de la palabra, que la hace equivaler a capricho liviano. No es creación desde el fondo sustancial de la vida; no es afán ni menester auténtico. En suma: todo esto es vitalmente falso. Se da el caso contradictorio de un estilo de vida que cultiva la sinceridad y a la vez es una falsificación. Sólo hay verdad en la existencia cuando sentimos sus actos como irrevocablemente necesarios. No hay hoy ningún político que sienta la inevitabilidad de su política, y cuanto más extremo es su gesto, más frívolo, menos exigido por el destino. No hay más vida con raíces propias, no hay más vida autóctona que la que se compone de escenas ineludibles. Lo demás, lo que está en nuestra mano tomar o dejar o substituir, es precisamente falsificación de la vida.

La actual es fruto de un interregno, de un vacío entre dos organizaciones del mundo histórico: la que fue, la que va a ser. Por eso es esencialmente provisional. Y ni los hombres saben bien a qué institución servir, ni las mujeres qué tipo de hombres prefieren de verdad.

Los europeos no saben vivir si no van lanzados en una gran empresa unitiva. Cuanto esta falta, se envilecen, se aflojan, se les descoyunta el alma. Un comienzo de esto se ofrece hoy a nuestros ojos. Los círculos que hasta ahora se han llamado naciones llegaron hace un siglo o poco menos a su máxima expansión. Ya no puede hacerse nada con ellos si no es trascenderlos. Ya no son sino pasado que se acumula en torno y bajo del europeo, aprisionándolo, lastrándolo. Con más libertad vital que nunca sentimos todos que el aire es irrespirable dentro de cada pueblo, porque es un aire confinado. Cada nación que antes era la gran atmósfera abierta, oreada, se ha vuelto provincia e “interior”. En la supernación europea que imaginamos, la pluralidad actual no puede ni debe desaparecer. El Estado antiguo aniquilaba lo diferencial de los pueblos o lo dejaba inactivo fuera, o a lo sumo lo conservaba momificado. La idea nacional, más puramente dinámica, exige la permanencia activa de ese plural que ha sido siempre la vida de Occidente.

Todo el mundo percibe la urgencia de un nuevo principio de vida. Mas -como siempre acontece en crisis parejas- algunos ensayan salvar el momento por una intensificación extremada y artificial, precisamente del principio caduco. Este es el sentido de la erupción “nacionalista” en los años que corren. Y siempre -repito- ha pasado así. La última llama, la más larga. El postrer suspiro, el más profundo. La víspera de desaparecer, las fronteras se hiperestesian -las fronteras militares y las económicas.

Pero todos estos nacionalismos son callejones sin salida. Inténtense proyectarlos hacia el mañana y se sentirá el tope. Por ahí no se sale a ningún lado. El nacionalismo es siempre un impulso de dirección opuesta al principio nacionalizador. Es exclusivista, mientras éste es inclusivista. En épocas de consolidación tiene, sin embargo, un valor positivo y es una alta norma. Pero en Europa todo está de sobra consolidado, y el nacionalismo no es más que una manía, el pretexto que se ofrece para eludir el deber de invención y de grandes empresas. La simplicidad de medios con que opera y la categoría de los hombres que exalta revelan sobradamente que es el contrario de una creación histórica.

Sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa. Volvería esta a creer en sí misma, y automáticamente a exigirse mucho, a disciplinarse.

Pero la situación es mucho más peligrosa de lo que se suele apreciar. Van pasando los años y se corre el riesgo de que el europeo se habitúe a ese tono menor de existencia que ahora lleva; se acostumbre a no mandar ni mandarse. En tal caso, se irían volatilizando todas sus virtudes y capacidades superiores.

Pero a la unidad de Europa se oponen, como siempre ha acontecido en el proceso de nacionalización, las clases conservadoras. Esto puede traer para ellas la catástrofe, pues al peligro genérico de que Europa se desmoralice definitivamente y pierda su energía histórica, agrégase otro muy concreto e inminente. Cuando el comunismo triunfó en Rusia creyeron muchos que todo el occidente quedaría inundado por el torrente rojo. Yo no participé de semejante pronóstico. Al contrario: por aquellos días escribí que el comunismo ruso era una sustancia inasimilable para los europeos, casta que ha puesto todos los esfuerzos y fervores de su historia a la carta Individualidad. El tiempo ha corrido, y hoy han vuelto a la tranquilidad los temerosos de otrora. Han vuelto a la tranquilidad cuando llega justamente la sazón para que la perdieran. Porque ahora sí que puede derramarse sobre Europa el comunismo arrollador y victorioso.

Mi presunción es la siguiente: ahora, como antes, el contenido del credo comunista a la rusa no interesa, no atrae, no dibuja un porvenir deseable a los europeos. Y no por las razones triviales que sus apóstoles, tozudos, sordos y sin veracidad, como todos los apóstoles, suelen verbificar. Los bourgeois de Occidente saben muy bien que, aun sin comunismo, el hombre que vive exclusivamente de sus rentas y que las transmite a sus hijos tiene los días contados. No es esto lo que inmuniza a Europa para la fe rusa, ni es mucho menos temor. Hoy nos parecen bastante ridículos los arbitrarios supuestos en que hace veinte años fundaba Sorel su táctica de la violencia. El burgués no es cobarde, como él creía, y a la fecha está más dispuesto a la violencia que los obreros. Nadie ignora que si triunfó en Rusia el bolchevismo, fue porque en Rusia no había burgueses (1). El fascismo, que es un movimiento petit bourgeois, se ha revelado como más violento que todo el obrerismo junto. No es, pues, nada de eso lo que impide al europeo embalarse comunísticamente, sino una razón mucho más sencilla y previa. Esta: que el europeo no ve en la organización comunista un aumento de la felicidad humana.

Y, sin embargo -repito-, me parece sobremanera posible que en los años próximos se entusiasme Europa con el bolchevismo. No por él mismo, sino a pesar de él.

Imagínese que el “plan de cinco años” seguido hercúleamente por el Gobierno soviético lograse sus previsiones y la enorme economía rusa quedase no sólo restaurada, sino exuberante. Cualquiera que sea el contenido del bolchevismo, representa un ensayo gigante de empresa humana. En él los hombres han abrazado resueltamente un destino de reforma y viven tensos bajo la alta disciplina que tal fe les inyecta. Si la materia cósmica, indócil a los entusiasmos del hombre, no hace fracasar gravemente el intento, tan sólo con que le deje vía un poco franca, su espléndido carácter de magnífica empresa irradiará sobre el horizonte continental como una ardiente y nueva constelación. Si Europa, entre tanto, persiste en el innoble régimen vegetativo de estos años, flojos los nervios por falta de disciplina, sin proyecto de nueva vida, ¿cómo podría evitar el efecto contaminador de aquella empresa tan prócer? Es no conocer al europeo esperar que pueda oír sin encenderse esa llamada a nuevo hacer cuando él no tiene otra bandera de pareja altanería que desplegar enfrente. Con tal de servir a algo que dé un sentido a la vida y huir del propio vacío existencial, no es difícil que el europeo se trague sus obsesiones al comunismo, y ya que no por su sustancia, se sienta arrastrado por su gesto moral.

Yo veo en la construcción de Europa como gran Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del “plan de cinco años”.

Los técnicos de la economía política aseguran que esa victoria tiene muy escasas probabilidades de su parte. Pero fuera demasiado vil que el anticomunismo lo esperase todo de las dificultades materiales encontradas por su adversario. El fracaso de éste equivaldría así a la derrota universal: de todos y de todo, del hombre actual. El comunismo es una “moral” extravagante -algo así como una moral. ¿No parece más decente y fecundo oponer a esa moral eslava una nueva moral de Occidente, la incitación de un nuevo programa de vida?

Notas

(1) Bastaría esto para convencerse de una vez para siempre de que el socialismo de Marx y el bolchevismo son dos fenómenos históricos que apenas si tienen alguna dimensión común.

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