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EL CORAZÓN REVERSIBLE



TARIK CARSON
El siguiente texto titula el segundo cuentario del autor y fue traducido al francés e incluido en la Anthologie de la nouvelle latino-américaine (Belfond / UNESCO, Paris, 1991) que realizaron RUBÉN BAREIRO-SAGUIER y OLVER GILBERTO DE LEÓN. Los seis escritores uruguayos seleccionados fueron FERNANDO AINSA, MATILDE BIANCHI, TARIK CARSON, HUGO GIOVANETTI VIOLA, MARIO LEVRERO y TOMAS DE MATTOS.

Después de las primeras impresiones que tuve del mundo estuve un tiempo recluido dentro de mí. Hubo momentos en que quise desmontar lo que observaba y experimentaba para entenderlo, pero siempre concluí dormitando, o soñando, como quien no comprende y se aburre. Pero a veces me desdoblaba, iba al centro de la ciudad, caminaba, observaba el dispositivo, y veía películas que lograran hacerme reír sin saber por qué. Sin embargo, ni en la oscuridad de la sala, ni en claridad de las plazas, podía estar sosegado, sin sentirme al descubierto, como si mi desplazamiento rozara y chirriara contra el funcionamiento de las cosas. Al volver a mi interior, casi huyendo de la vorágine del "todo", como por milagro me sentía en paz, sin compulsiones o inquietudes, casi diría, feliz.

Un día, me sentía aburrido de las mismas paredes internas y salí para ver las portadas desde afuera, con una perspectiva más luminosa. Mi aspecto seguramente era nuevo, brillante y recién pulido, pero con algo demasiado viejo en la cabeza o en el pecho. Caminaba mirando el piso y en las esquinas me detenía y esperaba pensando qué nueva dirección tomar, solitaria y bonita. A veces pasaba media hora indeciso, hasta que algún montón de gente me arrastraba como si fueran el viento y yo un barco a la deriva.

Un día memorable se me acercó una joven y caminó a mi lado; me miraba y se reía, y yo intuí que era un acontecimiento excepcional. Tenía dientes parejos, algo traslúcidos, y el aspecto de una nadadora que recién deja la piscina. Usaba ropa deportiva y el pelo húmedo aún se le pegaba a la cabeza. Algo en mí se emocionó y seguí caminando con pasos rápidos, y sin devolverle la mirada. Me detuve en una esquina y ella, de repente y sin sonrojo, me invitó a tomar un café. Su voz me asustó y dudé porque temía que esto me impidiera volver a mi interior y modificara mi vida de una manera trágica. Permanecí callado, mirando el suelo, y entreví en una pantalla un caracol sin caparazón; después observé de reojo la fuerza que parecía salir de los pechos que subían y bajaban con sus ágiles pasos. Sentí que la piel se me erizaba por el esplendor en aquello. Y así empezó la relación o la ligazón con un mundo que no puedo entender enteramente aún hoy.

Después de ese día, seguimos viéndonos una o dos veces por semana. Luego fueron tres o cuatro días, o más. Al principio yo le pedía que hablara y la observaba con recogimiento. Tenía el pelo rubio y largo hasta los hombros, y de lejos podía oler el perfume natural de su piel, que no tenía fallas ni poros que se notaran. Sus manos eran pálidas, de dedos rectos con uñas cuidadas y al natural. Cuando se echaba el pelo hacia atrás con un fuerte movimiento de cabeza, sus pechos daban un saltito y yo me quedaba paralizado por el misterio de los sólidos botones que sobresalían de su camisa. Sus casi dorados ojos me miraban con insistencia, muy abiertos, como si se alimentaran de mí. Con todo esto yo estaba conforme, y sin embargo le buscaba alguna falla para tener un pretexto y decirle que no la podía ver más. Un día le dije que era inoportuno verla siempre de tarde. Me pidió que la fuera a buscar a su casa a otra hora, de noche por ejemplo.

Su casa era grande y antigua, y ella dormía en el primer piso. Yo tocaba el timbre y me atendía el portero, un viejo vestido totalmente de negro. Al principio cerraba la puerta, y me dejaba afuera esperándola recostado en la pared. Después, el viejo me hacía pasar a una piecita y yo me sentaba cuando él se iba. En una pieza inmensa, frente a la silla de espera, había una mesa larga y seis u ocho sillones siempre ocupados por viejos vestidos de negro muy parecidos al portero. Todos me miraron a la vez, fijamente, el primer día, y después siempre hacían lo mismo. Luego giraban sus cabezas y permanecían quietos. Siempre así, todos a la vez dirigidos por una batuta invisible. Yo miraba hacia otro lado y de reojo buscaba algún tipo de movimiento o sonido o comentario, pero nunca oí ni un carraspeo. No podía saber qué hacían o esperaban, y me volcaba hacia adentro para soportar mejor la situación. No me explicaba por qué todos se vestían de negro y eran casi iguales. A veces, yo les enfrentaba las miradas y a veces me imaginaba que era un caracol y dirigía mis pensamientos a sonarme la nariz con un pañuelo blanco que me cubría la cabeza. Con el pañuelo podía soportar diez o quince minutos imaginando que estaba en otro lugar más acogedor. Hasta que ella aparecía apurada con un sonido de pelota que baja una escalera, atildándose el pelo o guardando algo en la cartera. Me daba un beso suave y alegre en la boca y nos íbamos. Aún no le preguntaba nada sobre su casa, porque tal vez era algo que no existía como lo percibían mis ojos. Pero en nuestras charlas siempre había algo que no se decía e inquietaba en primer lugar. Y era mi curiosidad, y su sonrisa que parecía leer mi mente. La sonrisa era tan hermosa que se daba el lujo de diluir toda mi curiosidad.

Caminando, a veces decidíamos sentarnos en algún banco de parque o de cine. Entonces yo entreabría la boca para sumarme al tono de la gente que nos rodeaba. En estos momentos su corazón se sentía más feliz por estar a mi lado, aunque apenas mostraba la línea recta de su dentadura. El brillo de sus ojos aumentaba la fuerza que nos unía. En los parques, llegué a dar unas piruetas en el pasto, emitir aullidos cómicos, y otros logros, con tal de obtener la aprobación unánime de los paseantes. Siempre recibía una respuesta semejante y gritos de admiración, y me juzgaba integrado, con una sensación de alivio. Volvía al banco, me sentaba a su lado y sentía sus ojos grandes fijos en mí y su mano buscando mi mano. Cuando nos alejábamos, algunas personas entreabrían la boca y se inclinaban ante nosotros. Hasta que un día le dije que no podía seguir perdiendo más tiempo, o que simplemente me había aburrido de las salidas que no mejoraban nada nuestra vida. Agregué que no podía seguir ignorando en qué casa vivía ella, y aún más, debía saber si tenía algún defecto imposible de tolerar por principios que yo debía respetar forzosamente. Argumentó que yo la conocía. Pero insistí, a pesar de sus ojos húmedos y su mano temblorosa. Le dije que no estaba dispuesto a salir con alguien a quien no conocía por dentro. Le conté que en un momento de mi vida me daba vuelta como un calcetín que se guarda en sí mismo; por eso tenía tanta habilidad para soportar el absurdo y sintonizarme con la gente. Ella podría completar el par de calcetines y yo tenía que saberlo. Al fin, me dijo que no me podía explicar lo de su casa porque no había nada oculto, y nada podía hacer. Pero accedió a presentarme a los viejos de negro. La apuré y no pude conseguir más que una promesa para el futuro, porque todavía no era la hora. "En cambio -me dijo lentamente mirándome con un temblor-, iré donde quieras.”

El único lugar donde yo no estaba conminado a abrir la boca era en mi pieza. Sólo en un lugar semejante era admisible iniciar algo bienhechor. Entonces la invité a conocer mi pieza, tomar un té y hablar sobre cómo rodaba el mundo. Después la acompañé hasta su casa. Me sentí mejor por la nueva situación al librarme de estar mucho tiempo fuera de mi ambiente. Solamente me descubría al ir a buscarla y después al llevarla y regresar. Mis esperas en su casa siguieron siendo iguales. Había días en que me ponía anteojos de sol y una gorra, y otras veces simplemente usaba el pañuelo grande. También hubo días en que me sentía fuerte, cruzaba las piernas y ponía cara de estar bostezando asqueado de todo y como si ya no le diera importancia a nada tan estúpido como las miradas de los viejos. Así iba cargando estas provocaciones impertinentes e inútiles. Porque en cualquier momento ella me presentaría a los viejos y éstos me dejarían tranquilo.

Dos o tres semanas después de conocer mi pieza, me señaló que el momento estaba muy cerca. Tomábamos té sentados frente a frente en las sillas de madera. Me lo dijo y de repente se levantó y apagó la luz. Dijo que terminara el té y que no me inquietara. Me quedé expectante sintiendo la calidez del té. Entonces vi en la penumbra y encima de mi cama la forma algo vaga de unos labios fluorescentes. Estaban casi quietos y en posición oblicua. Al principio pensé que ella se había pintado con algo fluorescente. Después me dijo que encendiera la lámpara. Estaba desnuda, hincada sobre mi cama, sonriendo avergonzada, con las manos superpuestas sobre el pubis moreno. "Ahora, apágala", me ordenó. Lo hice y tras un lapso me desnudé. Mis manos se pusieron torpes y me emocioné mucho. Me hinqué en la oscuridad frente a ella, y esperé oyendo su respiración. Ella me dijo que la tocara y la toqué algo crispado, y entonces ella me tocó. Así estuvimos variando un largo tiempo hasta que dijo: "Ya es muy tarde". Durante ese tiempo observé de cerca la forma brillante de los labios, como a la altura de su cuello. Esa noche evité acariciarle el cuello y tampoco le pregunté sobre aquello. Estuve sintiendo el calor de su aliento puro, casi perfumado, y de su piel en la piel de mis dedos.

Después de algunos días en los que siempre hacíamos lo mismo incansablemente, sintiendo deleites inefables, decidí tocar los labios fluorescentes. En la base de su cuello, parecían la marca cruel dejada por alguien maldito, sin duda. Ella se rió y me preguntó si estaba aburrido de besarla. O no sabía nada sobre la fluorescencia, o lo disimulaba muy bien. Empecé a luchar con mis ideas de volverme a guardar para protegerme de algo malo que podría llegar a saber y que modificaría mi idea sobre ella, destruyéndola para mí. Al fin, expresó que me dejaba porque sentía un malestar. Encendí la luz y al rato la acompañé en silencio. Al despedirnos en su casa, le dije que no podía seguir sin saber nada sobre su vida y la situación de aquellos viejos allí. Realmente pensaba otra cosa y en otras posibilidades y me interrogaba sobre mi derecho a hurgar en el interior de otras personas. En todo caso, si lo que yo había imaginado no era lo justo, o no encajaba en los moldes de la realidad que yo había construido, no era culpa de ella, sino de mi mente o de mis mecanismos. Pero ella me apretó la mano y me expuso que estaba bien, que yo había pagado y visto bastante. "Mañana será", afirmó con certidumbre.

Al día siguiente, me compré una corbata y me vestí como la mayoría prolija. Llegué y seguí la rutina común. Los viejos me miraban fijamente con más insistencia y saqué mi pañuelo. Sin poder dominar mi inquietud me soné la nariz varias veces. Me pasé el pañuelo por la frente, por los ojos, y al fin me cubrí toda la cabeza con él y me quedé quieto. Cuando oí sus pasos rebotando en la escalera, de inmediato guardé el pañuelo. Ella sonreía y sus labios eran de rojo carmín. Me puse de pie, rápidamente, y la besé. Luego se ubicó entre mi cuerpo y la puerta de doble hoja que nos separaba de los viejos. Sin razones, le pregunté si se sentía bien. Apareció el viejo portero y preguntó si queríamos pasar. Abrió una hoja de la puerta y con una inclinación servil nos dio paso. Al entrar vi que los viejos eran siete y estaban parados a un costado de la pieza, casi en fila, preparados para el saludo de tipo militar. Ella se adelantó, siempre sonriendo. El primer viejo era el más alto y parecía llevar la batuta. Hablaron en voz baja y no pude oír lo que dijeron. Ella volvió a mi lado, me tomó de una mano y me llevó frente al viejo alto. Este se agachó y me dio de repente dos besos fuertes, uno a cada lado del cuello. No me dijo nada. Me quedé quieto esperando alguna palabra aclaratoria. Después el viejo la besó a ella y se retiró con altiva solemnidad a sentarse a la cabecera de la mesa. De inmediato los otros seis viejos se pusieron a hacer lo mismo en orden y silencio. Simplemente me hacían una reverencia leve, inclinándose, y me besaban los costados del cuello. La miré a ella varias veces, pero no me miraba y me vi solo, raramente burlado. De pronto sentí un suave chupón diferente a los besos pegajosos. Respingué, bastante sorprendido, y sentí pegada a mí cuello la cara ajada y roja del último viejo de la fila, que era casi un enano. Entonces todos se rieron al unísono y, cuando el último se sentó con esfuerzo en la silla tan alta para él, todos fijaron la atención en el centro de la mesa, compungidos como vueltos de un entierro. Así se quedaron hasta que ella me tomó del brazo y me condujo a la puerta. Yo estaba buscando alguna manera de expresar unas palabras, y choqué al viejo portero que nos miraba con una sonrisa socarrona, inclinándose como un lacayo. La miré y de nuevo no encontré su mirada. Metí la mano en el bolsillo y saqué el pañuelo para secarme el cuello. Recién entonces percibí que la saliva chorreaba como mermelada por mi saco. Me desprendí el cuello y me pasé el pañuelo por adentro. Aún sentía en el cuello la succión del viejo enano. La mano de ella me tironeó y salimos rápidamente.

Ya en mi pieza, nos desnudamos y nos duchamos con la luz apagada. Estuve una hora bajo la lluvia para sacarme la mermelada que se me había deslizado por la piel y se había endurecido como alquitrán. Recién entonces ella me habló y me dijo, abriendo más los ojos para enfatizarlo, que esperaba que ahora estuviera conforme. Su expresividad fue grande, pero no le dije una palabra.

Una semana después estábamos hincados frente a frente en la oscuridad y ella dejó de acariciarme; me pasó lentamente dos dedos por el cuello. Le pregunté sí ya estaba cansada y oí su risa. "Ahora medimos lo mismo", dijo. Más tarde, cuando volví de acompañarla a su casa, fui directamente al baño y apagué la luz. Allí estaban los labios y en una pantalla de cine imaginé a un enano viejo y rosado colgando de mi cuello como un vampiro. Pero no me dolía, y los labios desaparecían cuando encendía la luz. Era como una marca virginal entregada solamente a la íntima oscuridad. De mi piel salía una luz que atravesaba mis dedos. Traté de tapar la marca con cualquier cosa, pero fue inútil. Ya estábamos iguales los dos, y lo que yo había pensado sobre la señal de su cuello y sus causas, ya carecía de importancia. O no era la prueba de nada que la destruyera sin destruirme a mí a la vez, pues, destrozados los dos así, seguiríamos juntos e iguales. Yo creía saber bastante de ella y le decía muchas cosas de mi vida; aunque a ella no le importaba mi vida, o lo que contara de mi pasado. Esto no me sorprendía, y tampoco podía comprenderlo, aunque para ella era una ventaja. Yo, en cambio, quería saber todo sobre ella, quería absorber su vida pasándola a mi interior y hacer un número uno sin fisuras, que inmune a todo viajara en un espacio atemporal. Esperaba que, cuando yo me diera vuelta hacia adentro, ella continuara mi movimiento y fuéramos una partícula unificada. Todas estas posibilidades eran lo que yo pensaba desnudo frente a mi desnudez, horas en la oscuridad sin que me doliera un músculo o tuviera un motivo para cambiar o variar el contacto. Ella sentía lo mismo, suponía, y yo lo percibía en la piel de sus manos que me agasajaban llevándome a doblamientos y desdoblamientos más allá de los sentidos.

Pero llegó un mal día, y noté, con una repentina crispación, que la marca fluorescente de su cuello se había borrado. Así, de pronto. La busqué con dedos temblorosos, en silencio, pero no quedaba nada. Todavía hoy mi cerebro parece un idiota cuando recurro a sus virtudes lógicas. No dormí ni descansé y al otro día fui a al rito de buscarla, con una sensación extraña y lúgubre. El portero me dejó pasar inclinándose y esperé horas en silencio. Esperé tanto que al fin me poseyó un sueño vacío y helado. Más tarde, sentí que me sacudían. Era ella, tal vez en la madrugada. Recibí un beso suave en la boca y me dijo "pobrecito". Me contó que venía del gimnasio y que me vería al día siguiente, pues estaba cansada y quería dormir. Yo me sentía contrariado y con frío, pude reprimir un desborde emocional y me retiré, sin embargo aliviado, como si aquella fiebre inquietante hubiera remitido ante su aparición.

Al día siguiente ocurrió casi lo mismo, pero en la madrugada me despertó el viejo y me sugirió que me acostara en el suelo para mi comodidad. Agradecido, me eché en el piso. Mis mejillas se humedecieron un poco, y se secaron, hasta que alguien me pateó. Esperé más golpes, pero debió ser un castigo de mi imaginación o del piso helado cuando me daba vueltas. Me quedé escuchando a la espera de los rebotes en la escalera, pues así era de vívida aquella sensación; pero tampoco oí nada. Me fui al amanecer, golpeándome los hombros contra las paredes para olvidar el frío.

Regresé al anochecer siguiente y seguí insistiendo durante un mes, y otro mes, todas las tardecitas. Le pedí permiso al viejo portero para llevar un colchón y una frazada. Cuando no soportaba más las miradas de los viejos, que ahora expresaban una burla despectiva, me echaba en el suelo con la cara hacia la pared y la cabeza tapada con el pañuelo. A veces se me escapaban lágrimas y gemidos sofocados tras los recuerdos, y todo era absorbido por la tela del colchoncito. Al fin, luego de meses, el viejo más alto me condujo al sótano de la casa y en la penumbra me habló directamente. Nadie había tenido coraje para decírmelo antes. El aire encerrado era irrespirable. Igualmente, me indicó, como yo era todavía uno de ellos, podía seguir yendo allí cuando quisiera; la casa era mía. Regresé despacio a mi pieza y pasé la noche imaginándole al asunto escapes y olvidos. Mi emocional estaba destrozado. Me volcaba hacia adentro, con trucos y piruetas, pero eso ya no funcionaba. Me observé infinidad de veces el cuello y la marca seguía brillando. Decidí mitigar poco a poco el dolor porque quería seguir dentro de un mundo que permitiera mi vuelco interior y la creación de cosas que valieran por sí mismas, incapaces de irse por cualquier cloaca o descomponerse con el aire del tiempo, o que meramente dependieran de manos ajenas.

Y seguí yendo todavía a su casa en los atardeceres, y después de unas semanas cada tres días, y luego cada sábado, hasta que un día me miré en la oscuridad y no encontré nada. Sentí, erizado, que mi cuerpo florecía al liberarse de la emoción muerta por una terrible enfermedad. Entonces pude figurarme su rostro y su sonrisa, sin miedo a que se abrieran las compuertas emotivas y el agua mordiente hundiera mi existencia. Pude rememorar cualquier emoción, pude darme vueltas a mi mismo y no sentía dolor, seguro de mi unificación con mis articulaciones mentales, liviano y ágil.

Después, durante demasiado tiempo aún, seguí yendo a su casa los sábados por la noche, con el colchoncito bajo el brazo. Lo extendía al lado de la silla y me quedaba esperando sentado hasta sumergirme en el sueño. Esperaba la nada con los ojos secos y atentos. Y a veces esa nada tenía la forma de jubilosos pasos que bajando la escalera corrían hacia mí. Luego me reprochaba el gozo espurio de replicar esa situación, a consciencia, y sentir a la vez una enfermiza -o enigmática e injustificable- clase de agradecimiento a la vida por sus irracionales combinaciones, algunas tan felices.

Al fin, durante una repugnante noche de húmedo calor, revolviéndome en la invisible y pegajosa ciénaga de ilusiones y recuerdos muertos, me afirmé en los flancos y, por decirlo así, le quité mi corazón a este mundo.

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