miércoles

C. G. JUNG / EL HOMBRE Y SUS SÍMBOLOS



VIGESIMOSEGUNDA ENTREGA

3 / EL PROCESO DE INDIVIDUACIÓN (VI)


Marie-Louise von Franz

El “sí-mismo”: símbolos de totalidad

Si una persona ha forcejeado seriamente y el tiempo suficiente con el problema del ánima (o del ánimus) hasta que ya no se sienta parcialmente identificada con él, el inconsciente cambia otra vez su carácter dominante y aparece en una nueva forma simbólica que representa al “sí-mismo”, el núcleo más íntimo de la psique. En los sueños de una mujer este centro está generalmente personificado como figura femenina superior: sacerdotisa, hechicera, madre o diosa de la naturaleza y del amor. En el caso del hombre, se manifiesta como iniciador y guardián (un guru indio), anciano sabio, espíritu de la naturaleza, etc. Dos cuentos populares ilustran el papel que puede desempeñar tal figura. El primero es un cuento austríaco:

Un rey ordenó a sus soldados que vigilaran de noche junto al cadáver de una princesa negra que había sido hechizada. Cada medianoche, ella se levantaba y mataba al guardián. Hasta que uno de los soldados, al que le había llegado su turno de guardia, desesperado, huyó al bosque. Allí encontró un “viejo guitarrista que es el propio nuestro Señor”. Este viejo músico le dijo dónde podía esconderse en la iglesia y le aleccionó sobre lo que tenía que hacer para que la princesa negra no le alcanzara. Con esa ayuda divina, consiguió redimir a la princesa y casarse con ella.

Claramente, el “viejo guitarrista que es el propio nuestro Señor” es, en términos psicológicos, una personificación simbólica del “sí-mismo”. Con su ayuda, el ego evita la destrucción y es capaz de vencer -y hasta redimir- a un aspecto muy peligroso de su ánima.

En la psique de una mujer, como he dicho, el “sí-mismo” asume personificaciones femeninas. Esto se ilustra con el segundo cuento, que es un relato esquimal:

Una muchacha solitaria que se desilusionó con el amor se encuentra a un hechicero que viaja en una barca de cobre. Es el “Espíritu de la Luna”, el cual dio todos los animales a los hombres y también concede suerte en la caza. Rapta a la muchacha hacia el reino celestial. Una vez, cuando Espíritu de la Luna la ha dejado, ella visita una casita junto a la mansión del Espíritu de la Luna. Allí encuentra a una mujer muy pequeñita, vestida con la “membrana intestinal de la foca barbuda”, la cual previene a la heroína contra el Espíritu de la Luna, diciéndole que él planea matarla. (Parece que es un asesino de mujeres, una especie de Barba Azul.) La mujer pequeñita hace una cuerda muy larga con la cual la muchacha puede descender a la tierra en tiempo de luna nueva, que es el momento en que la mujer pequeñita puede debilitar al Espíritu de la Luna. La mucha desciende, pero, al llegar a la tierra, no abre los ojos todo lo de prisa que le dijo la mujer pequeñita. A causa de eso, queda convertida en una araña y ya no vuelve más a convertirse en ser humano.

Como hemos señalado, el músico divino del primer cuento es una representación del “anciano sabio”, personificación típica del “sí-mismo”. Es análogo al hechicero Merlín de la leyenda medieval o al dios griego Hermes. La mujer pequeñita con su extraño traje de membrana es una figura paralela que simboliza al “sí-mismo” tal como aparece en la psique femenina. El músico viejo salva al héroe del poder del ánima destructiva y la mujer pequeñita protege a la muchacha contra el Barba Azul esquimal (que es, en forma de Espíritu de la Luna, su ánimus). En este caso, no obstante, las cosas van mal, un punto que examinaré después.

Sin embargo, el “sí-mismo” no siempre toma la forma de un viejo sabio o a una vieja sabia. Estas personificaciones paradójicas son intentos para expresar algo que no está comprendido en el tiempo, algo que es, simultáneamente joven y viejo. El sueño de un hombre de edad intermedia muestra al “sí-mismo” que aparece como un joven:

Viniendo de la calle, un joven entró a caballo en nuestro jardín. (No había seto ni verja como lo hay en realidad, y el jardín estaba abierto). No sabía si entró intencionadamente o si el caballo le llevó allí contra su voluntad.

Yo estaba en el sendero que conduce a mi despacho y contemplaba muy complacido la llegada. El ver al muchacho sobre su hermoso caballo me impresionó profundamente.

El caballo era un animal pequeño, salvaje y fuerte, un símbolo de energía (semejaba un jabalí) y tenía un pelaje espeso, cerdoso y gris plateado. El joven pasó cabalgando ante mí entre el despacho y la casa, se bajó del caballo y lo llevó con cuidado para que no pisoteara el cuadro de flores de hermosos tulipanes rojos y anaranjados. El cuadro de flores había sido arreglado y plantado por mi mujer (según el sueño).


Ese joven significa el “sí-mismo”, y con ello renovación de la vida, un élan vital creador, y una nueva orientación espiritual por medio de la cual todo se transforma en lleno de vida y ánimo emprendedor.

Si un hombre se consagra a las instrucciones de su propio inconsciente, éste puede concederle ese don, de tal modo que, de repente, la vida que resultaba añeja y triste, se transforma en una aventura interior, rica, interminable, llena de posibilidades creadoras. En la psicología de una mujer, esa misma personificación personal del “sí-mismo” puede aparecer como una muchacha de dotes sobrenaturales. En este caso la soñante es una mujer al borde de la cincuentena:

Yo estaba frente a una iglesia y fregaba la acera con agua. Luego corrí calle abajo en el precioso momento en que salían los estudiantes del instituto. Llegué a un río estancado a través del cual habían tendido una tabla o tronco de árbol; pero cuando estaba intentando pasar para cruzarlo, un estudiante malvado brincó en la tabla de tal modo que se resquebrajó y yo estuve a punto de caer al agua. “¡Idiota!” le grité. Al otro lado del río estaban jugando tres niñas y una de ellas extendió la mano para ayudarme. Pensé que su manita no era lo bastante fuerte, pero, cuando la cogí, ella consiguió sin el menor esfuerzo tirar de mí por el ribazo de la otra orilla.

La soñante es una persona religiosa, pero, según su sueño, ya no puede seguir perteneciendo por más tiempo a la Iglesia (protestante); de hecho, parece haber perdido la posibilidad de entrar en ella aunque trate de mantener el acceso tan limpio como le sea posible. Según el sueño, tiene que cruzar el río estancado y esto indicado que el río de la vida está detenido a causa del irresoluto problema religioso. (Cruzar un río es una imagen simbólica frecuente de un cambio fundamental de actitud.) El estudiante era interpretado por la propia soñante como la personificación de un pensamiento que había tenido anteriormente: que ella podía satisfacer su ansia espiritual asistiendo al instituto. Evidentemente el sueño no hace pensar mucho en ese proyecto. Cuando ella se atreve a cruzar sola el río, una personificación del “sí-mismo” (la niña), pequeña, pero de fuerza sobrenatural, la ayuda.

Pero la forma de un ser humano, sea joven o viejo, es sólo una de las muchas formas en que puede aparecer el “sí-mismo” en los sueños o visiones. Las diversas edades que asume muestran que no sólo está con nosotros durante toda la vida, sino también que existe más allá del curso de la vida del que nos damos cuenta conscientemente, que es lo que crea nuestra experiencia del paso del tiempo.

Así como el “sí-mismo” no está totalmente contenido en nuestra experiencia consciente del tiempo (en nuestra dimensión espacio-tiempo), está también simultáneamente omnipresente. Además aparece con frecuencia en una forma que sugiere una omnipresencia especial; esto es, se manifiesta como un ser humano gigantesco, simbólico que abarca y contiene todo el cosmos. Cuando esta imagen surge en los sueños de un individuo, podemos esperar una solución creadora para su conflicto, porque entonces se avívale centro psíquico vital (es decir, todo el ser se condensa en unicidad) con el fin de vencer la dificultad.

No es de admirar que esa figura de Hombre Cósmico aparezca en muchos mitos y enseñanzas religiosas. Generalmente se le describe como algo que es útil y positivo. Aparece como Adán, como el persa Gayomart o como el Purusha hindú. Esa figura puede, incluso, describirse como el principio básico de todo el mundo. Los antiguos chinos, por ejemplo, enseñaban que antes de la creación de toda cosa, había un colosal hombre divino llamado P’an Ku que dio forma al cielo y a la tierra. Cuando lloró, sus lágrimas formaron los ríos Amarillo y Yangtze; cuando respiraba se levantaba el viento; cuando hablaba, se desataba el trueno, y cuando miraba en derredor, relucía el rayo. Si estaba de buen humor, hacía buen tiempo; si estaba triste, se nublaba. Cuando murió, se dividió y de su cuerpo se formaron las cinco montañas sagradas de China. Su cuerpo se convirtió en la montaña T’ai, en el Este, el tronco se convirtió en la montaña de Sung, en el centro, el brazo derecho, en la montaña Heng, al Norte, el brazo izquierdo, en la montaña Heng, al Sur, y los pies, en la montaña Hua, al Oeste. Sus ojos se convirtieron en el sol y la luna.

Ya hemos visto que las estructuras simbólicas que parecen referirse al proceso de individuación tienden a basarse en el motivo del número cuatro, al igual que las cuatro funciones de la consciencia o las cuatro etapas del ánima o del ánimus. Aquí reaparece en la forma cósmica de P’an Ku. Sólo en circunstancias específicas aparecen otras combinaciones numéricas en el material psíquico. Las manifestaciones naturalmente sin estorbos del centro psíquico se caracterizan por su cuadruplicidad, es decir, por tener cuatro divisiones o alguna otra estructura que deriva de series numéricas de 4, 8, 16 y así sucesivamente. El número 16 desempeña un papel de particular importancia puesto que se compone de cuatro cuatros.

En nuestra civilización occidental, ideas semejantes a la del Hombre Cósmico se unieron al símbolo de Adán, el primer hombre. Hay una leyenda judía según la cual cuando Dios creó a Adán, recogió primero polvo rojo, negro, blanco y amarillo de las cuatro esquinas del mundo y así Adán “alcanzó de un extremo al otro del mundo”. Cuando se inclinaba, su cabeza tocaba en el Este y los pies en el Oeste. Según otra tradición judía, toda la Humanidad estaba contenida en Adán desde el principio, lo que significa el alma de todos los que nacieran en adelante. Por tanto, el alma de Adán era “como el pabilo de una vela compuesto de innumerables cabos”. En este símbolo, la idea de unidad total de toda la existencia humana, más allá de todas las unidades individuales, está claramente expresada.

En la antigua Persia, el mismo Primer Hombre originario -llamado Gayomart- se describía como una inmensa figura emitiendo luz. Cuando murió, salieron de su cuerpo toda clase de metales y de su alma salió el oro. Su semen cayó en la tierra y de él procedió la primera pareja humana en forma de dos matas de ruibarbo. Es chocante que al chino P’an Ku también se le representaba cubierto de hojas como una planta. Quizá eso sea porque al Primer Hombre se le imaginó como una unidad autodesarrollada y viviente que meramente existía sin ningún impulso animal o voluntad propia. Entre un grupo de gente que vive en las orillas del Tigris, Adán sigue siendo adorado, en la actualidad, como la “superalma” oculta o “espíritu protector” místico de todo el género humano.

En Oriente, y en algunos círculos gnósticos de Occidente, la gente reconoció bien pronto que el Hombre Cósmico era más una imagen psíquica interior que una realidad concreta externa. Según la tradición hindú, por ejemplo, es algo que vive dentro del ser humano individual y es la única parte inmortal. Este Gran Hombre interior redime al individuo conduciéndole, fuera de la creación y sus sufrimientos, otra vez a su esfera eterna originaria. Pero sólo puede hacer esto si el hombre le reconoce y se despierta de su sueño para dejarse conducir. En los mitos simbólicos de la antigua India, esta figura se conoce como Purusha, nombre que significa simplemente “hombre” o “persona”. Purusha vive dentro del corazón de todo individuo y, sin embargo, al mismo tiempo llena todo el cosmos.

Según el testimonio de muchos mitos, el Hombre Cósmico no es sólo el principio sino la meta final de toda la vida, de toda la creación. “Toda la naturaleza cereal significa trigo, todo tesoro de la naturaleza significa oro, toda generación significa hombre”, dice el sabio medieval Maestro Eckhart. Y si consideramos esto desde el punto de vista psicológico, así es ciertamente. Toda la realidad psíquica interior de cada individuo está orientada, en definitiva, hacia ese símbolo arquetípico del “sí-mismo”.

En la práctica, esto significa que la existencia de los seres humanos nunca se explicará satisfactoriamente en términos de instintos aislados o mecanismos intencionados como son hombre, poder, sexo, supervivencia, perpetuación de las especies y demás. Esto es, el principal propósito del hombre no es comer, beber, etc., sino ser humano. Por encima y más allá de esos impulsos, nuestra realidad psíquica interior sirve para manifestar un misterio vivo que sólo puede expresarse con un símbolo y, para su expresión, el inconsciente escoge con frecuencia la poderosa imagen del Hombre Cósmico.

En nuestra civilización occidental, el Hombre Cósmico se ha identificado en gran parte con Cristo, y en Oriente con Krishna o con Buda. En el Antiguo Testamento esta misma figura simbólica aparece como “Hijo del Hombre” y en el posterior misticismo judío se le llama Adán Kadmon. Ciertos movimientos religiosos de los últimos tiempos de la Antigüedad, le llamaron simplemente Anthropos (hombre en griego). Como todos los símbolos, esta imagen señala un secreto inconocible: el desconocido significado definitivo de la existencia humana.

Como hemos señalado, ciertas tradiciones afirman que el Hombre Cósmico es la meta de la creación, pero su alcanzamiento no debe entenderse como un posible acontecer externo. Desde el punto de vista del hindú, por ejemplo, no es tanto que el mundo externo se disolverá algún día en el Gran Hombre originario sino que la orientación extravertida del ego hacia el mundo exterior desaparecerá con el fin de dar paso al Hombre Cósmico. Esto sucede cuando el ego se sumerje en el “sí-mismo”. El fluir de representaciones del ego (que va de un pensamiento a otro) y sus deseos (que corren de un objeto a otro) se calman cuando es encontrado el Gran Hombre interior. En verdad, nunca debemos olvidar que, para nosotros, la realidad exterior sólo existe en tanto que la percibimos conscientemente, y que no podemos demostrar que existe “en sí y por sí”.

Los numerosos ejemplos procedentes de diversas civilizaciones y distintos períodos, muestran la universalidad del símbolo del Gran Hombre. Su imagen está presente en el pensamiento de los hombres como una especie de meta o expresión del misterio básico de nuestra vida. Como este símbolo representa lo que es total y completo, con frecuencia se concibe como un ser bisexuado. En esta forma, el símbolo reconcilia uno de los más importantes pares de opuestos psicológicos: macho y hembra. Esa unión también aparece con frecuencia en los sueños como una pareja divina, real o distinguida de cualquier otro modo. El siguiente sueño, de un hombre de cuarenta y siete años, muestra este aspecto del “sí-mismo” en una forma dramática:

Estoy en una plataforma y, debajo de mí, veo una osa de piel áspera, pero bien cuidada. Está erguida sobre sus patas traseras y sobre una losa está puliendo una piedra plana y ovalada que se va poniendo más brillante. No muy lejos, una leona y su cachorro hacen lo mismo, pero las piedras que pulen son mayores y de forma redonda. Un poco después, la osa se convierte en una mujer gorda y desnuda con pelo negro y ojos oscuros y fieros. Me dirijo hacia ella en forma provocativamente erótica y, de repente, ella se acerca con el fin de cogerme. Tengo miedo y me refugio en unos andamiajes donde había estado antes. Después estoy en medio de muchas mujeres, la mitad de las cuales son primitivas y tienen hermoso pelo negro (como si se hubieran transformado procediendo de animales); la otra mitad eran nuestras mujeres (de la misma nacionalidad que el soñante) y tenían el pelo rubio o castaño. Las mujeres primitivas entonan una canción muy sentimental en voz alta y melancólica. Ahora, en un carruaje muy elegante, llega un joven que lleva en la cabeza una corona real de oro, engastada con rubíes resplandecientes; una visión muy hermosa. Junto a él va sentada una joven rubia, probablemente su esposa, pero sin corona. Parece que la leona y su cachorro se han transformado en esta pareja. Pertenecen al grupo de primitivas. Ahora, todas las mujeres (las primitivas y las otras) entonan un cántico solemne, y el carruaje real avanza lentamente hacia el horizonte.

Aquí el núcleo interior de la psique del soñante se muestra al principio en una visión temporal de la pareja real que emerge de las profundidades de su naturaleza animal y el estrato primitivo de su inconsciente. La osa del comienzo es una especie de osa madre. (Artemisa, por ejemplo, era adorada en Grecia en forma de osa.) La piedra oscura ovalada que frota y pule probablemente simboliza el ser íntimo del soñante, su verdadera personalidad. Frotar y pulir piedras es una actividad humana muy antigua y muy conocida. En Europa se han encontrado en muchos lugares piedras “sagradas” envueltas en corteza de árbol y ocultas en cuevas; probablemente fueron guardadas allí, como poseedoras de poderes divinos, por hombres de la Edad de Piedra. En la actualidad, algunos de los aborígenes australianos creen que sus antepasados muertos continúan existiendo en piedras, en forma de poderes y virtudes divinos, y que si frotan esas piedras, aumenta el poder (como si se cargaran de electricidad) en beneficio, a la vez, del vivo y del muerto.

El hombre que tuvo el sueño que estamos examinando, había rechazado hasta entonces aceptar un compromiso matrimonial con una mujer. Su temor a ser cogido por ese aspecto de la vida le hace, en el sueño, huir de la osa mujer hacia la plataforma de espectador donde pudiera ver pasivamente las cosas sin estar mezclado en ellas. Por medio del motivo de la piedra que pule la osa, el inconsciente trata de mostrarse que él debiera ponerse en contacto con ese lado de la vida; es mediante el roce de la vida matrimonial cómo su ser interior puede ser formado y pulido.

Cuando la piedra esté pulida, comenzará a brillar como un espejo de modo que la osa podrá verse en ella; esto significa que sólo aceptando el contacto terrenal puede el alma humana ser transformada en un espejo en el que los poderes divinos puedan contemplar su propia imagen. Pero el soñante huye hacia un lugar más alto, es decir, hacia toda clase de reflexiones con las que puede escapar de las exigencias de la vida. Luego el sueño le muestra que si huye de las exigencias de la vida, una parte de su alma (su ánima) permanecerá indiferenciada, un hecho simbolizado por el grupo no descrito de mujeres que se dividen en una mitad primitiva y en otra más civilizada.

La leona y su cachorro, que aparecen después en escena, personifican el misterioso apremio hacia la individuación, indicado por su tarea de dar forma a unas piedras redondas. (Una piedra redonda es un símbolo del “sí-mismo”) Los leones y una pareja real son, en sí mismos, un símbolo de totalidad. En el simbolismo medieval, la “piedra filosofal” (símbolo preeminente de la totalidad del hombre) se representa como una pareja de leones o como una pareja humana cabalgando en leones. Simbólicamente, esto señala hacia el hecho de que, con frecuencia, el apremio respecto a la individuación aparece en forma velada, oculto en la abrumadora pasión que se puede sentir por otra persona. (De hecho, la pasión que sobrepasa la medida natural del amor apunta, en definitiva, al misterio de alcanzar la totalidad y por esa razón se siente, al enamorarse apasionadamente, que fundirse con la otra persona es la única meta de la vida que merece la pena.)

En tanto que la imagen de totalidad en este sueño se expresa en forma de un par de leones está todavía contenida en ese tipo de pasión abrumadora. Pero cuando el león y la leona se convierten en rey y reina, el apremio hacia la individuación alcanza el nivel de la percepción consciente y puede ahora ser entendido por el ego como meta verdadera de la vida.

Antes de que los leones se transformaran en seres humanos, eran sólo las mujeres primitivas las que cantaban y lo hacían en tono sentimental; es decir, los sentimientos del soñante permanecían en un nivel primitivo y sentimental. Pero en honor de los leones humanizados, tanto las mujeres primitivas como las civilizadas cantan al unísono un himno de alabanza. La expresión de sus sentimientos en forma unánime muestra que la división interior del ánima se ha cambiado ahora en armonía interior.

Aun aparece otra personificación del “sí-mismo” en un relato de una llamada “imaginación activa” de una mujer. (La imaginación activa es cierta forma de meditar imaginativamente por la cual podemos entrar deliberadamente en contacto con el inconsciente y hacer una conexión consciente con fenómenos psíquicos. La imaginación activa está entre los descubrimientos más importantes de Jung. Mientras, en cierto sentido, es comparable a las formas orientales de meditación, como el método del Budismo Zen o del Yoga Tántrico, o a los métodos occidentales, como los ejercicios espirituales de los jesuitas, es fundamentalmente distinto porque el meditador permanece vacío por completo de toda meta o programa consciente. Así la meditación llega a ser el experimento solitario de un individuo libre, que es todo lo contrario de un intento guiado para dominar el inconsciente. Sin embargo, no es este el lugar adecuado para entrar en un análisis detallado de la imaginación activa; el lector encontrará una de sus descripciones hechas por Jung, en su escrito The Trascendent Function.)

En la meditación de la mujer, el “sí-mismo” aparece en forma de ciervo que dice al ego: “Soy tu hijo y tu madre. Me llaman el ‘animal de enlace’ porque uno personas, animales y hasta piedras unos con otros si entro en ellos. Soy tu sino o el yo objetivo. Cuando aparezco, te redimo de los azares sin significado de la vida. El fuego que arde dentro de mí, arde en toda la naturaleza. Si un hombre lo pierde, se convierte en egocéntrico, solitario, desorientado y débil”.

El “sí-mismo” se simboliza muchas veces en forma de animal que representa nuestra naturaleza instintiva y su relación con nuestro medio ambiente. (Esa es la razón de que haya tantos animales auxiliadores en mitos y cuentos de hadas.) Esta relación del “sí-mismo” con la naturaleza circundante y aun con el cosmos probablemente procede del hecho de que el “átomo nuclear” de nuestra psique está un tanto entrelazado con el mundo entero, exterior e interiormente. Todas las manifestaciones superiores de vida están, en cierto modo, armonizadas con el continuo espacio-tiempo circundante. Los animales, por ejemplo, tienen sus alimentos especiales, sus propios materiales para construir las viviendas y sus territorios definidos, con todo lo cual están exactamente armonizados y adaptados sus instintos. Los ritmos del tiempo también desempeñan su parte. Sólo basta que pensemos en el hecho de que la mayoría de los animales herbívoros tienen su descendencia precisamente en la época del año en que la hierba es más jugosa y abundante. Teniendo presentes tales consideraciones, un famoso zoólogo ha dicho que la “intimidad natural” de cada animal tiene un mayor alcance del mundo que le rodea y “psiquifica” el tiempo y el espacio.

En formas que están aun completamente fuera de nuestra comprensión, nuestro inconsciente está análogamente armonizado con nuestro medio ambiente: con nuestro grupo, con la sociedad en general y, más lejos aun, con el continuo espacio-tiempo y con toda la naturaleza. De este modo, el Gran Hombre de los indios naskapi no revela meramente las verdades interiores, también sugiere dónde y cuándo se ha de cazar. Y así, por medio de los sueños, el cazador naskapi desarrolla las palabras y melodías de las canciones mágicas con las que atrae a los animales.

Pero esta ayuda específica del inconsciente no la recibe solamente el hombre primitivo. Jung descubrió que los sueños también pueden dar al hombre civilizado la guía que necesita para encontrar el camino entre los problemas de la vida interior y de la exterior. Es cierto que muchos de nuestros sueños se refieren a detalles de nuestra vida exterior y nuestro medio circundante. Cosas tales como un árbol frente a nuestra ventana, la bicicleta o el coche propios, una cogida durante un paseo pueden elevarse al nivel del simbolismo por medio de nuestra vida onírica y hacerse significativos. Si prestamos atención a nuestros sueños, en vez de vivir en un mundo impersonal y frío del sino sin sentido, podemos comenzar a surgir en un mundo propio lleno de sucesos importantes y secretamente ordenados.

Sin embargo, nuestros sueños no se refieren primordialmente y como regla general a nuestra adaptación a la vida exterior. En nuestro mundo civilizado, la mayoría de los sueños se refieren al desarrollo (por el ego) de la actitud interior “adecuada” respecto al “sí-mismo”, pues estas relaciones están más alteradas en nosotros por las modernas formas de pensar y de comportamiento que en el caso de pueblos primitivos. Estos, por lo general, viven directamente de su centro interior, pero nosotros, con nuestra conciencia desarraigada, estamos tan trabados por cuestiones externas y tan ajenas que es muy difícil que los mensajes del “sí-mismo” pasen entre ellas para llegar hasta nosotros. Nuestra mente consciente crea continuamente la ilusión de un mundo exterior claramente modelado, “real”, que bloquea otras muchas percepciones. No obstante, nuestra naturaleza inconsciente está unida en forma inexplicable con nuestro medio ambiente psíquico y físico.

Ya he mencionado el hecho de que el “sí-mismo” se simboliza con especial frecuencia en forma de piedra, sea preciosa o no. Vimos un ejemplo de esto con las piedras que pulían la osa y los leones. En muchos sueños, el centro nuclear, el “sí-mismo”, también aparece como un cristal. La disposición matemática de un cristal, evoca en nosotros el sentimiento intuitivo, de que aun en la llamada materia “muerta”, actúa un principio de ordenación espiritual. Por eso, muchas veces el cristal representa simbólicamente la unión de opuestos extremos: materia y espíritu.

Quizá cristales y piedras son símbolos especialmente aptos del “sí-mismo” a causa de la “exactitud” de su materia. Hay muchas personas que no pueden refrenarse de recoger piedras de color o forma poco corrientes y las guardan sin saber por qué lo hacen. Es como si las piedras tuvieran un misterio vivo que las fascinara. Los hombres han recogido piedras desde el principio de los tiempos y parecen haber supuesto que algunas de ellas contenían la fuerza vital con todo su misterio. Los antiguos germanos, por ejemplo, creían que los espíritus de los muertos continuaban viviendo en sus tumbas de piedra. La costumbre de colocar piedras en las tumbas puede arrancar, en parte, de la idea simbólica de que algo eterno permanece de la persona del muerto, lo cual puede representarse más apropiadamente con una piedra. Aunque el ser humano difiere lo más posible de una piedra, el centro más íntimo del hombre se parece de modo especial y extraño a ella (acaso porque la piedra simboliza la mera existencia remotamente alejada de emociones, sentimientos, fantasías y pensamientos discursivos del ego-consciencia). En este sentido, la piedra simboliza lo que, quizá, es la experiencia más sencilla y profunda: la experiencia de algo eterno que el hombre puede tener en esos momentos en que se siente inmortal e inalterable.

La incitación que encontramos en, prácticamente, todas las civilizaciones a erigir monumentos de piedra a los hombres famosos o en los sitios de sucesos importantes, probablemente arranca también de ese significado simbólico de la piedra. La piedra que Jacob colocó en el lugar donde tuvo su famoso sueño, o ciertas piedras dejadas por gentes sencillas en las tumbas de sus santos o héroes locales, muestran la naturaleza originaria de la incitación humana a expresar una experiencia, de por sí inexpresable, con el símbolo pétreo. No es asombroso que muchos cultos religiosos utilicen piedras para significar a Dios o para señalar lugares de adoración. El santuario más sagrado del mundo islámico es la Kaaba, la piedra negra en la Meca, a la que todos los piadosos musulmanes esperan peregrinar.

Según el simbolismo eclesiástico cristiano, Cristo es “la piedra que reprobaron los verificadores”, que llegó a ser “cabecera de esquina” (Lucas: XX, 17). También se le llama “roca espiritual” (1 Cor. X. 4). Los alquimistas medievales, que buscaban el secreto de la materia de una forma precientífica, esperando encontrar a Dios en ella o, al menos, el funcionamiento de la actividad divina, creían que ese secreto estaba incorporado en su famosa “piedra filosofal”. Pero algunos de los alquimistas percibieron oscuramente que su tan buscada piedra era el símbolo de algo que podía encontrarse sólo dentro de la psique den hombre. Un antiguo alquimista árabe, Morienus, dice: “Esta cosan (la piedra filosofal) se extrae de ti; tú eres su mineral, y se puede encontrar en ti; o, para decirlo con más claridad, ellos (los alquimistas) la toman de ti. Si reconoces esto, el amor y la aprobación de la piedra crecerá dentro de ti. Has de verdad que esto es verdad sin duda alguna”.

La piedra de alquimia (el lapis) simboliza algo que nunca puede perderse o disolverse, algo eterno que los alquimistas comparaban a la experiencia mística de Dios dentro de nuestra alma. Generalmente se requieren prolongados sufrimientos para quemar todos los elementos psíquicos superfluos que ocultan la piedra. Pero cierta profunda experiencia inferior del “sí-mismo” la tiene la mayoría de la gente, por lo menos, una vez en la vida. Desde el punto de vista psicológico, una auténtica actitud religiosa consiste en un esfuerzo para descubrir esa experiencia única y mantenerse gradualmente a tono con ella (es importante también que una piedra es una cosa permanente), para que el “sí-mismo” llegue a ser un compañero interior hacia el cual está dirigida continuamente nuestra atención.

El hecho de que este superior y más frecuente símbolo del “sí-mismo” sea un objeto de materia inorgánica señala aun a otro campo de investigación y de especulación, esto es, la relación, todavía desconocida, entre lo que llamamos psique inconsciente y lo que llamamos “materia”, un misterio que la medicina psicosomática se esfuerza en descubrir. Al estudiar esa conexión aun indefinida e inexplicada (podría resultar que “psique” y “materia” son en realidad el mismo fenómeno, uno observado desde “dentro” y otro desde “fuera”), el Dr. Jung expuso un nuevo concepto que él llamo sincronicidad. Este término significa una “coincidencia significativa” de sucesos exteriores e interiores que no están conectados casualmente. Lo importante está en la palabra “significativa”.

Si un avión se estrella ante mis ojos cuando me estoy sonando la nariz, esto es una coincidencia de hechos que no tiene significado. Es simplemente un suceso casual de un tipo que sucede en todo momento. Si compro una bata azul y, por error, la tienda me envía una negra en el mismo día en que muere un familiar mío, esto puede ser una coincidencia significativa. Los dos hechos no están relacionados causalmente, pero están conectados por el significado simbólico que nuestra sociedad da al color negro.

Dondequiera que el Dr. Jung observaba tales coincidencias significativas en la vida de una persona, parecía (como revelaban los sueños de esa persona) que había un inconsciente activado en el inconsciente de la persona. Aclararemos esto con mi ejemplo de la bata negra: en un caso semejante, la persona que recibe la bata negra puede haber tenido también un sueño sobre el tema de la muerte. Parece como si el arquetipo subyacente se manifestara simultáneamente en los hechos internos y externos. El denominador común es un mensaje simbólicamente expresado, en este caso, un mensaje sobre la muerte.

Tan pronto como percibimos que ciertos tipos de hechos “gustan” de acumularse en ciertos momentos, comenzamos a comprender la actitud de los chinos cuyas teorías de medicina, filosofía e, incluso, de edificación se basan en una “ciencia” de las coincidencias significativas. Los textos clásicos chinos no preguntaban qué causaba qué, sino más bien qué “gusta” que ocurra con qué. Podemos ver mucho de este mismo tema subyacente en la astrología, y en la forma en que diversas civilizaciones dependieron de la consulta de los oráculos y pusieron atención a los presagios. Todo eso son intentos de explicar una coincidencia que es diferente de una que depende de causa y efecto fáciles de comprender.

Al crear el concepto de sincronicidad, el doctor Jung esboza un camino por el que podemos penetrar más profundamente en la interrelación de psique y materia. Y precisamente hacia tal relación parece apuntar el símbolo de la piedra. Pero esto es todavía un campo totalmente abierto e inexplorado del que se tendrán que ocupar las futuras generaciones de psicólogos.

Podría parecer que el examen de la sincronicidad me ha apartado de mi tema principal, pero creo que es necesario hacer, por lo menos, una breve referencia introductoria a ella porque es una hipótesis junguiana que parece estar cargada de futuras posibilidades de investigación y aplicación. Además, los sucesos sincrónicos acompañan casi invariablemente a las fases cruciales del proceso de individuación. Pero con demasiada frecuencia pasan inadvertidos porque la persona no ha aprendido a vigilar tales coincidencias y a darles significado en relación con el simbolismo de los sueños.

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