martes

QUE SE RINDA TU MADRE

16 relatos

HUGO GIOVANETTI VIOLA

primera edición web de un cuentario
publicado en 1989 y reditado en 1998

para Micaela e Ignacio

Los poemas que se incluyen en los relatos titulados Los fantasmas se divierten y El cielo empieza en el suelo fueron escritos por Ignacio Giovanetti (1981), en su niñez.

FE DE BITÁCORA

El autor, que durante la dictadura uruguaya transcurrida entre 1973 y 1985 militó milimétricamente en favor de la vida, nunca transitó exilio ni prisión. Los héroes de estas ficciones sufrieron, por lo tanto, muchísimo más que él. Y acaso simbolicen mejor hoy -a 22 años de la gestación de Que se rinda tu madre- las pérdidas, la fe y el tembladeral histórico de un pueblo desafiado a no rendirse más.

H. G. V.

VERDAD REMOTA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

LOS APARTAMENTOS estaban agrupados en bloques de cuatro pisos que daban a diferentes calles y compartían un fondo de césped mal cuidado, con dos pinos marítimos gigantes. Uno de los pinos tenía dos ramas amputadas, y su viejo tronco se retorcía a un metro y medio de los apartamentos.

La cara de una muchacha muy joven estaba asomada en una ventana oscura del primer piso. Hacía casi dos horas que observaba con brillante fijeza hacia una ventana del otro primer piso. Se olía a lluvia primaveral, y de golpe la luna cruzó azuladamente sobre el pasto. La muchacha se acarició una sola vez los pechos. Parecía tiritar entre la sombra perfumada y caliente del pino.

ERA UNA noche de octubre, y la telenovela brasilera fue interrumpida por una cadena nacional. Dos mujeres putearon al unísono en la cocina del apartamento de la muchacha. El sonido del televisor fue bajado por completo: en la pantalla apareció un militar con una banderita uruguaya al lado.
-Qué desgraciados que son -dijo la madre de la muchacha.
-Siempre hablan a esta hora.
-Siempre -dijo la otra.
La otra era una mujer cuarentona juvenilmente vestida y peinada. Tenía los dientes y la ropa en mal estado, y se puso a fumar con desesperación.
-Che, Zulma: ¿tu marido no se calentará si le tomo un poco de caña, no? -preguntó manoteando una botella que había arriba de la heladera.
-No -dijo Zulma. -¿La querés con hielo?
-No. Así nomás.
Y se sirvió tres dedos y tomó un trago demasiado largo, mirando al integrante de la Junta de Comandantes en Jefe. Zulma la miraba a ella.
-Esta tarde soltaron al novio de tu hija -dijo la otra, volviendo a subir el vaso.
-Sí. Ya supimos.
-Estuve hablando con la señora de Rissotto. Vino mal, el muchacho. Caminaba mal. Lo tuvieron que meter en la cama con un bruto sedante. ¿Carmen lo llegó a ver?
-No. No lo vio, todavía.
La mujer terminó la caña y buscó en la penumbra celeste del televisor y se sirvió otra copa.
-Tu marido se va a enchinchar si le sigo bajando la botella, pero quería hablar con vos. ¿Por qué se lo llevaron preso a Juancho?
-La verdad que no sé.
-¿Tu hija no sabe la verdad?
-Mi hija no dice nada. O no sabe. Tiene quince años. ¿Podrías cambiar de tema, Nena? Por favor.
Neneca sonrió brevemente, con los ojos quemados por la bruma de la perversidad. O de la perversión. Fue apenas un rebrillo.
-Así que no pudieron reventar del todo a los subversivos, al final -murmuró, liquidando la copa. -¿Sabías que mi ex-marido fue compañero de arma de esta bestia peluda que hoy nos habla por CADENA NACIONAL DE RADIO Y TELEVISIÓN?
-No grites, por favor.
Neneca se sirvió otra copa.
-Me parece que a tu hija no le conviene ver nunca más a Juancho -sentenció, con los ojos cerrados. -Porque después todo es mentira. Todo. Todo es mentira. Te lo digo yo.

A LOS pocos minutos de que las mujeres empezaran a hablar en la cocina, se iluminó levemente una ventana del otro primer piso y se volvió a apagar. Carmen estuvo a punto de arriesgarse a saltar hasta el pasto, pero el muchacho saltó primero. La muchacha vio volar el pelo y el piyama cremosamente entre el vapor lunar y lo pudo creer. Se dio cuenta que estaba esperando que Juancho hiciera eso, en realidad. Juancho cayó apoyándose fundamentalmente en los brazos. No se paró enseguida. Era como si se le hubiese caído un ángel del buche y estuviese besando el verdor del planeta para recuperarlo. Al rato se paró, con una lentitud que lastimaba. Miró hacia la ventana de Carmen y le relampaguearon los dientes. Miró la luna y se abrazó a sí mismo. La muchacha no podía ni llorar. Juancho avanzó despacio, descalzo y con las piernas muy abiertas. Era un adolescente altísimo, de facciones vikingas y querúbicas. Carmen no le vio un solo moretón en la cara, cuando lo tuvo cerca. Él se apoyó en el pino y sonrió horriblemente.
-Quiero hacer el amor -le dijo.
-No puedo -sonrió Carmen. -Mamá está en la cocina.
Juancho torció la cara en dirección a la luna y Carmen se asustó.
-Qué pasa -dijo.
-Acabo de soñar que estábamos en la cama pero cuando te corrí el pelo había una calavera. Me va a matar.
-El pino -dijo ella. -¿Te animás a subir por el pino?
-Me animo a cualquier cosa.
-Esperá que te tiro mis ojotas. Está todo empapado.
-No -el muchacho hizo un gesto. -Calzo cuarenta y cinco. Así está bien, mi amor.
-Esperame que te tiro las medias. Esperame.
Las muertas aterrizaron como pájaros muertos en las raíces del pino. El muchacho se las puso y empezó a trepar. La muchacha tiritaba. Cuando Juancho llegó al gran ángulo que formaban el tronco y la rama principal, volvió a mirar hacia el espacio. Entonces Carmen se sintió enamorada de algo que estaba más acá y más allá de la luna. El muchacho hizo relampaguear los dientes frente a la calavera que colgaba en el cielo y ella pensó: Es verdad. Me acaba de decir la verdad.
-Apoyate en ese pedazo de rama que yo te agarro la otra pierna -dijo.
Y sacó más de medio cuerpo por la ventana para alargar los brazos en la bruma celeste. Los pechos le colgaban como dos corazones.

-¿DESPUÉS DE qué? -preguntó la madre de la muchacha. -No te entiendo, mujer.
La otra no contestó ni abrió los ojos enseguida.
-Después de nada -murmuró por fin, con palabras borrosas. ¿Hace cuántos días que se llevaron a Juancho?
-Hace diez días.
-A ellos les alcanza y sobra con diez minutos. Te puedo asegurar.
Zulma no dijo nada, pero miró al Comandante en Jefe por primera vez en lo que iba de la cadena. Puso cara de haber de haber visto un carancho fantasma.
-¿Sabés cómo me llamaba mi ex-marido cuando volvía borracho y recalentado con los cosos estos? -roncó Neneca, manoteando en la penumbra para llenarse un poco más el vaso. Los ojos eran rajas de desesperación. -Neneco, me llamaba. Neneco. ¿Entendés? Yo me quedaba más de una semana caminando a lo pato. ¿Entendés o no?
Zulma no contestó.
-Y después de eso, chau. Todo es mentira, vieja. Te lo aseguro yo -dijo Neneca en el momento en que dos alaridos agrietaron la noche.

JUANCHO SE había resbalado y partido la cabeza contra una raíz del pino. Pero la cara humana y remota de la luna que le lamía radiantemente la sangre, no parecía una calavera.

LOS FANTASMAS SE DIVIERTEN

para Jorge Freccero

MIRÉ EL cielo estrellado y empecé a caminar. Había estado detenido un rato largo frente al Liceo Bauzá -donde muere Valentín Gomez- con los ojos clavados en la luz de un altillo. La primavera de 1985 parecía haber reventado aquella misma tarde, pero tuve la sensación de estar oliendo las glicinas de treinta y seis años atrás. Yo tenía cuatro años cuando mi padre me leía a Nicolás Guillén en aquel altillo.

No me sentía caminando por el actual Paso Molino, sino por una zona maravilladamente intacta de mi alma. Al torcer en dirección al Prado, las glicinas trenzadas entre la oscuridad me hicieron respirar la invencible mansedumbre de mi padre. No hubo bestialidad, me acuerdo que pensé. Ni siquiera hubo bestialidad.

Iba de visita a la casa del gordo Carro, el mejor compañero de celda que tuve en el Penal de Libertad. El gordo había caído en el 76 -con una hija recién nacida- y salido a principios del 80. Yo lo había bautizado Tarzán porque les aguantaba la mirada a los milicos hasta el erizamiento. “No abuses, loco. Mirá que el hombre-mono paralizaba a las serpientes con los ojos cuando no tenía más remedio” me aburrí de aconsejarle: “No se iba a andar envenenando la vida por puro deporte”. “No me jodas, poeta. Estos no son serpientes. Estos son pobres diablos. Fantasmas, nada más” porfiaba el gordo, rozándose provocativamente la gran cabeza rapada.

Los apartamentos daban a Lucas Obes -frente a las canchas de tennis- y no desentonaban para nada con el lustre del barrio. Me abrió la puerta Fantina. Estaba irreconocible: andaría por los treinta y llevaba el pelo muy corto, aunque lo que de verdad la transfiguraba era un leve aleteo que le torcía el ojo izquierdo hacia abajo.
-Adiós, linda -le dije. -¿Qué te pasó en la oreja?
-Me la reventé contra el botiquín mientras trataba de lavar, peinar y vestir para ir a la escuela a dos chiquilines dormidos en cinco minutos cinco décimas cinco centésimas.
Nos reímos con frescura y nos abrazamos sin exageración.
-Está brava la vida -murmuré, sentándome en un sofá que no era caro pero estaba bien hecho. -Tienen un lindo apartamento, che.
-Gracias. Se hace lo que se puede.
-¿Aquél sigue trabajando con los fletes?
-Aquél hace de todo. Ahora está llevando unos cuantos libros de contabilidad, también. Y yo doy clases de inglés y me metí a estudiar Bibliotecología. ¿Vos te casaste con una mexicana, no?
-Sí. Tenemos una mariachi rubia de casi tres años. Y uno por nacer.
-¿Cuántos años te comiste, al final?
-Casi diez. Siete allá adentro y los demás afuera.
-¿Y se animaron a venirse tan rápido?
-Hay que seguir, morocha.
-Sí -suspiró Fantina. -Esperate que voy a buscar a Tarzán. Se está bañando hace como una hora. Le debe faltar ponerse rimmel, nomás.
En ese momento entraba el gordo, que tenía una gran raya de calvicie partiéndole las motas color oro. No tuve miedo de mirarle los ojos. Con el gordo no podías tener miedo.
-Poeta -me repitió al oído varias veces, abrazándome casi bestialmente. -Poeta sabio, carajo. Tengo un whisky escocés reservado hace tiempo para usted. Me lo regaló una clienta, a fin de año. Yo no tomo esas cosas.
Fantina apareció con una bandeja llena de picaditos, y se sirvió tanto whisky para ella como para nosotros. Brindamos por mi desexilio.
-¿Todavía no vinieron los nenes? -preguntó el gordo.
-A Alejandra la traen del ballet en cualquier momento. Y Tato está en la casa de su amigo del alma, viendo televisión color.
-¿Qué edad tiene Tato? -pregunté.
-Va a cumplir cinco -dijo Fantina. -Lo hicimos a la media hora que Tarzán llegara del Penal. ¿Qué te creés?
Se había tomado casi todo el whisky, y el ojo ya no le aleteaba.
-Tengo que darte una noticia bomba -me dijo el gordo, estrujándome una rodilla con dos de sus dedazos. -Tato escribe poemas.
-Pobre ángel -me reí.
Los ojos de mi amigo eran breves y azules, y provocaban la misma fascinación y el mismo vértigo que provocan los ojos de algunos animales inconmensurablemente nobles.
-Lee y escribe desde que tiene tres años -dijo Fantina. -Le enseñó mi madre, que es maestra. ¿Te acordás?
-Para algo sirven las suegras -dijo el gordo.
-¿Escribe poemas desde que tiene tres años? -pregunté. -Nos batió el récord a todos, loco.
-No -dijo el gordo, sacando una libretita del bolsillo de la camisa. -Empezó el mes pasado, recién. Apareció con esta edición de autor. A ver qué opina el maestro.
La libretita anunciaba en la primera página: SANTIAGO. POEMAS DULSES. El gran punto de la I de SANTIAGO tenía forma de corazón, y la torcedura de las letras escritas con lápiz recordaba el flamear de las constelaciones. Había un poema por página, con el nombre del autor especificado encima y el título subrayado con dry-pen rojo. El primero se llamaba UN POEMA DESDE MY. Y decía: YO TENGO UN CORAZON QUE LATE Y A VESES SE PONE FUERTE Y LINDO. El segundo se llamaba UN POEMITA LINDO y decía: UNA MADRE LINDA CON MUCHA atención Y TERRNURA CUANDO SALE PERFUMA toDA LA Calle. Y el tercero se titulaba TARSAN y estaba escrito totalmente en cursiva: un nomvre de padre es lindo como un poema yo ago estos poemas hermosos como una rosa.
-Así que toda la familia te llama Tarzán -me serví otro whisky. -Te felicito, maestro. Recién estuve mirando la lucecita de un altillo donde viví hasta los cinco años y terminé de reconciliarme con unas cuantas cosas. Somos indestructibles, hombre-mono.
La puerta se abrió con violencia y entró un niño muy flaco, de cabeza alargada y enormes ojos fluviales. Se frenó. Estaba vestido con un equipo completo de Liverpool.
-Este es Abel Rosso, el amigo poeta que te conté que iba a venir de visita -dijo el gordo. -Es un hincha a muerte de Liverpool, igual que nosotros. Dale un beso. Vení.
Tato avanzó rengueando y me apoyó la mejilla en la barba, de la vergüenza que tenía.
-¿Qué te pasó en la pierna, campeón? -le pregunté, frotándole la cabeza. -Al que te pegó esa patada lo habrán echado por lo menos de la cancha, ¿no?
Tato bajó los ojos y el gordo lo agarró y se lo sentó sobre las rodillas. El chiquilín se puso a besarlo casi como lamiéndolo.
-Andá a cambiarte que ya hace frío -dijo Fantina.
Estaba llorando y el ojo izquierdo le aleteaba hasta la desfiguración, pero yo me sentía demasiado feliz para darle importancia.
-Esperen que les traigo más hielo -agregó la mujer, y corrió hasta la cocina.
El chiquilín me sonrió suavemente y rengueó atrás de ella, aunque en dirección a otra puerta.
-La puta si seremos indestructibles, hombre-mono -murmuré yo, apretándome los párpados.
Hubo un silencio extraño. Cuando subí la cara me asusté.
-¿Tenés un cigarrillo? -me preguntó el gordo.
-No me digas que empezaste a fumar. ¿Te acordás cómo me rompías los cocos en la celda?
-Dame uno. Dame.
Prendí dos cigarrillos. Me temblaban un poco las manos. La calvicie y la cara del gordo habían agarrado la misma tonalidad sangrienta antes de cada cruce de ojos con los ofidios.
-Esperá un cacho -roncó, y avanzó echando humo hacia la cocina.
Tato volvió de su cuarto poniéndose un pulóver y se me sentó enfrente.
-Te felicito por los poemas -le dije, y él bajó la cabeza con la delicadeza sosegada que sólo puede haber tenido un Miguel Hernández. O un Paul Eluard, tal vez. Después se empezó a retorcer desenfrenadamente el pulóver.
El timbre de la calle sonó al unísono con el primer alarido del gordo. Mientras corría a abrir la puerta escuché la gritería con total claridad: “Yo lo que quiero saber es por qué carajo no hay más hielo en esta casa, milica hija de puta. ¿Dónde está el famoso hielo que ibas a traer? ¿Qué te creés que soy yo: una mierda? Si en esta casa creen que me van a tratar como milicos se la van a volver a ligar, te juro. Pero esta vez se la van a ligar de veras. Te juro, carajo”.
La puerta de calle estaba abierta, y una niña escapada de un cuadro de Degas no se animaba a entrar. Tenía un bolso de gimnasia en la mano y una gigantesca mirada verde agrietándose hasta el gris. Tenía un ojo en compota, además. La atraje suave y rápidamente agarrándole los hombros, y la llevé hasta el sofá. Tato se había esfumado. De golpe se escuchó un cachetazo y un chillido y un barullo infernal de vajilla deshecha, pero no me pude mover: las manos de Tato salieron desde abajo del sofá y me agarraron los tobillos.
-Tranquilos, hijos -dije, sin saber bien por qué.
Después de un rato de silencio los chiquilines se escaparon para su cuarto, y Fantina apareció con la otra oreja reventada. Ahora tenía el ojo izquierdo prácticamente bizco.
-Se desmayó -me dijo. -Pero no está lastimado.
-¿Qué le pasa?
-No sé. Ya le había pasado el día anterior a que vos me llamaras. Le dio como un ataque y nos empezó a llamar milicos y nos pegó una bruta paliza a los tres. Dios mío. Hace tanto que salió y nunca tuvo ningún problema y ahora empieza con esto. El otro día no quise llamar a nadie porque él casi no se acuerda, además. Pero si hay que internarlo que lo internen. Dios mío.
-Yo me quedo hasta que venga alguien.
-No, no. Está bien. Dejame sola, por favor.
-No te puedo dejar sola.
-Sí. No hay problema. El otro día el desmayo le duró horas. Yo te prometo que llamo al médico ahora mismo.
Fantina ya había abierto la puerta de calle.
-Llamame cuando puedas, por favor -murmuré.
Le acaricié la mano y bajé pesadamente la escalera. Crucé el espacio enjardinado y me di vuelta a mirar -desde la vereda- la luz penumbrosa de la ventana de los Carro. Tuve la sensación de que iba a volver caminando por una zona de mi alma donde no había una mísera glicina. Me tuve miedo. Miré el cielo estrellado.

ROBAR EL FUEGO

LA MUCHACHA tenía un rostro hermosamente aindiado, y fumaba casi sin parar. Acababa de palparle la frente con los labios a su hijo de cinco años, que dormía junto a la ventana. El chiquilín parecía descansar tranquilo, y ella apagó la portátil y subió la persiana y apoyó la cabeza sobre la congelación lunar: un pedazo de cortina le doró las facciones como un velo de novia.
-¿Hasta cuándo va a seguir la guerra, mamá? -preguntó el chiquilín, después de un rato largo.
La muchacha cerró los ojos y dejó caer el pucho y lo aplastó al tanteo, sin sacar la cabeza del vidrio.
-Esto no es una guerra -suspiró. -Ya te dije. Es una huelga general contra el golpe de Estado. ¿No te podés dormir de una vez?
-Para mí que si no es una guerra no tendría que haber tanques. Parecía una película, ayer. Casi nos pasan por arriba a los dos.
-Basta, Rulo. Dormite.
-¿Hoy va a venir papá?
-No.
-¿Y va a venir Chaplin?
-Sí. Más tarde. Tratá de cerrar los ojos, aunque sea. Por favor.
-Pero cada vez que los cierro me acuerdo de ayer.
La muchacha retiró la cabeza del vidrio y prendió otro cigarrillo.
-¿Papá está en la refinería? -preguntó Rulo.
-No. Pero no te preocupes: papá está bien. Sabemos dónde está.
La mirada de Rulo se entredoró sedosamente, hasta que se cerró.

MEDIA HORA más tarde, la muchacha avanzó entre el humo azulado por el humo para volver a besarle la temperatura al chiquilín dormido. El pedorreo de un motor la congeló. Saltó hasta el ángulo de la ventana y vio una camioneta verde estacionada en la casa del doctor Pettorossi. Seis o siete milicos se abalanzaron contra la casa completamente a oscuras y voltearon la puerta de calle y la del pequeño garage: lo que terminaron enfocando fue una gran gata blanca rodeada por su cría. La gata se crispó sobre los suyos, y de golpe se encrespó y reventó como un hervor de leche contra el perfil filoso de un milico. Primero se escuchó un aullido de macho y después otro de hembra, cuando el milico se arrancó a la gata y la puso en órbita de una patada. El animal aterrizó como un residuo de fuego artificial en la mitad del empedrado. El hombre avanzó agarrándose la cara hasta la camioneta (apuntalado por dos de los suyos) y cuando se prendió el motor (y los focos doraron el empedrado) las miradas encandiladas de cinco o seis gatitos que acababan de bajar la vereda formaron una constelación brumosamente humana. La camioneta picó rugiendo y triturando, y la muchacha corrió a vomitar. Diez minutos después, la gata llegó arrastrándose hasta la masacre y se puso a lamerla.

-¿VISTE A papá allá arriba de la chimenea? -gritó el chiquilín.
Habían pasado cerca de dos horas. La madre saltó en la silla donde acababa de dormirse, prendió la portátil y le palpó la frente y la barriga a Rulo.
-Carajo -murmuró.
En ese momento golpearon suavemente la puerta de calle, y tuvo que salir corriendo a atender. Eran dos obreros de la refinería.
-A ver si uno se queda a esperar a los demás y otro me ayuda con el Rulo -ordenó la muchacha. Tiene una fiebre que delira.
Encontraron al chiquilín con un brazo levantado y las pupilas a punto de perderse cerebro arriba.
-Andá mezclando agua caliente y fría en una palangana que hay en el baño -dijo la muchacha. -Metele, por favor.
Y le sacó casi toda la ropa al chiquilín y le dio una cucharada grande de Causalón. El Rulo había bajado el brazo.
-No te puedo seguir saludando porque tengo las manos de madera, papá -jadeó.
La madre le tomó la fiebre. Era una muchacha muy pequeña con el pelo cortado a lo varón y el rostro modelado por una nitidez de parche virgen.
-Si tendremos que hacer fuerza para aguantar todo, carajo -suspiró, recogiendo el termómetro.
Rulo tenía casi 40, y la madre lo terminó de desnudar y lo envolvió en una frazada para sacarlo de la cama.
-Me parece que el agua ya está, Cristina -dijo el hombre.
El chiquilín respiró el olor a vómito que todavía flotaba en el baño y retrocedió hasta el ámbito de la tarde anterior, cuando el ejército dispersó a los familiares de los obreros que ocupaban la refinería.
-Allá arriba del cerro hay otro bruto tanque blanco -gritó el Rulo enfocando sus ojos bizqueantes hacia el calefón.

LA REUNIÓN de evaluación terminó haciéndose en el dormitorio. Eran cuatro obreros y el médico certificador de la refinería. El doctor Pettorossi fue el último en llegar. Antes de revisar al Rulo imitó a Chaplin con medida tristeza, y entornó la mirada en dirección a la muchacha.
-Menos mal que nos monteamos, ayer -le dijo. -¿Viste lo que me dejaron de regalo ahí en la calle?
-Vi todo -contestó Cristina. -Justo estaba mirando para afuera. Fue hace como dos horas.
-No la pudimos sacar del garage ni a ganchos -mostró los dientes Pettorossi. -Ella tampoco quiso aflojar. Ahora ya está del otro lado.
-Yo creo que no es cuestión de aflojar, doctor -dijo uno de los dirigentes más jóvenes. -Es cuestión de aceptar la realidad: ya nos desalojaron y encima nos militarizaron al diez por ciento de los compañeros. Yo la veo muy jodida la cosa. De verdad.
El doctor terminó de revisar al chiquilín en silencio, y le fregó los rulos.
-Ya estás mejor. Es un resfrío de los que vienen con fiebre, nomás -explicó. -No hay nada pulmonar ni de garganta. Mirá lo que te traje de regalo.
Y sacó una foto del bolsillo. Era una toma de la refinería desierta, con mucho espacio radiante sobrevolándola. Detrás se recortaba la ladera del cerro, y a la izquierda se elevaba la chimenea donde el fuego perpetuo permanecía invisible.
-Esta foto la sacó un amigo esta mañana mismo -siguió explicando Pettorossi. -Esto es lo que ve la gente que mira la bahía. Joder.
Afuera resonó un caño de escape y Cristina pegó un salto y apagó la portátil.
-Me parece que volvieron, doctor -dijo. -Las dos brujas de al lado lo deben haber visto.
Pettorossi recortó su perfil chaplinesco sobre la humareda lunar y entreabrió una hoja de la ventana. Un caño de metralleta le hizo meter de nuevo la cabeza en el dormitorio. Simultáneamente se escuchó derrumbarse la puerta de calle, y en pocos minutos estaban todos con los ojos vendados -menos la muchacha, que se había metido bajo las sábanas para agarrar al Rulo- y de cara a la pared. Al doctor lo hicieron abrirse de piernas con tanta fuerza, que se le escapó un pedorreo.
-Tomá pa vos. Andá llevando este caño de escape -murmuró.
El capitán que comandaba la patrulla le pegó una patada en la entrepierna y lo dejó boqueando de rodillas. Después clavó la mirada en Cristina y el Rulo. Era un hombre joven, con perfil de carancho y un ojo tapado por vendas ensangrentadas. En el resto de la cara todavía le brillaban arañones grumosos. Nunca más te metés con una gata, basura -pensó Cristina. Y dijo:
-No sé qué andan buscando, oficial. Mi marido está preso desde ayer. Y el doctor y los muchachos vinieron porque tengo al gurí delirando de la fiebre.
-¿Ah, sí? -sonrió el capitán. -Pero mirá qué bien.
Entonces se acercó a la cama y le arrancó la foto al Rulo.
-El fuego lo robaron -señaló el chiquilín, con los ojos felinamente fosforescentes.

EL PRIMER DÍA DE MAYO

ERA UN amanecer radiante, aunque yo había soñado con el verdor asesino del sótano del mundo y tuve que sacar largamente la cabeza por la ventana para exorcizarme. Sabía que los ojos de mi madre empezaban a escucharme en el dormitorio de al lado. Me puse los auriculares y escuché a Mozart: el 21 para piano y orquesta. Dinu Lipatti, claro. Al final me sentí en paz.

Mi hermana me golpeó la puerta a las ocho en punto, y vi perfilarse a Elvira Madigan (por el filo de sol que barría el dormitorio) disfrazada de futbolista de campito.
-Qué hacés -le dije.
Ma-Sa había vuelto a cerrar la puerta y empezado a practicar ejercicios de calentamiento. Era una muchacha de dieciséis años muy menuda, con el pelo y las pecas color miel y una mirada azul incandescente que jamás te quemaba. Tenía el pelo y los pechos escondidos por un bonete y un buzo dorados, pantalones de gimnasia y championes.
-¿Y? ¿Cómo te sentís? -me preguntó, sentándose en el suelo. Parecía respirar (o jadear) por el ojo triangular que un porrazo de la infancia le clavó entre la juntura inferior de las paletas.
-Bien -contesté. -Tranquilo.
Ella bajó la cara y entrelazó las manos.
-Voy contigo -me dijo. -Solo no vas. ¿Tenés aquella camiseta vieja de Liverpool, todavía? Te la podés poner arriba del pulóver. Ya casi no hace frío. Si nos agarran podemos decir que íbamos a jugar un partido a algunas de las canchas que hay atrás del velódromo. Siempre hay machonas que juegan al fútbol.
-¿Y cómo convencés pensar a los viejos de que te dejen ir?
-No voy a convencerlos. Les pienso informar, nomás.
En ese momento nos golpearon la puerta. Era mi padre. Traía el termo y el mate, y sonrió fríamente frente a la facha de Ma-Sa. Tanto él como mi madre sabían que yo había estado en la manifestación relámpago de la noche anterior, en pleno Dieciocho de Julio. Ahora mi padre había adivinado algo más.
-Yo los llevo -nos dijo, aparentando impasibilidad. -¿En dónde era que te tocaba, Abel?
-En el ombú de Ramón Anador. Se larga diez en punto.
-Entonces voy bajando a revisar la camioneta, por las dudas. Hace más de un mes que no la saco.
-Voilà. Ahora falta mostrarle el trapo rojo a Yocasta, nomás -murmuré, cuando cerró la puerta.
-Yocasta es tu problema -dijo Ma-Sa, sonriéndome con su tercer ojo.
Y volvió para su cuarto.

ME DISFRACÉ de jugador de fútbol y fui a tomar mate a la cocina. Mi hermana seguía en su cuarto y mi padre en la cochera. Yocasta permanecía escuchándome desde la cama y eso me horrorizaba más que la inminencia de los jabalíes uniformados y con metralletas. Ahora resulta que te robo a toda la familia, madre. Además de a mí mismo.

Me asomé al dormitorio grande. Un sesgo polvoriento de la mañana rebasaba el postigo y enrojecía el cielorraso. Hasta allí se había hinchado la mirada de mi madre. Era un hervor sangriento que yo conocía demasiado bien como para quedarme a desafiarlo.

DECIDIMOS SALIR una hora antes. La camioneta tenía nafta y faltaba muy poco, pero era conveniente pasearla sin apuro.
-Anda jodiendo un helicóptero. ¿Escuchaste? -me preguntó mi padre, apenas entré a la cochera.
-No -dije.
Pero me ericé.
-Uno o dos. Ya hace rato.
Mi padre me miró fijo durante un segundo, sin lastimarme. Su mirada fue dura pero fluvial.
-No quise discutir allá adentro para no alborotar más a tu madre -dijo. -Ir es cosa de ustedes, pero me parece un error muy grave. Es como servirle una cazuela de perlas de cultivo a los jabalíes. Apuesto a que no juntan más de cien personas en toda la costa.
-Debemos haber entrevistado a miles. Mucha gente gritaba desde atrás de la puerta que no podía atendernos porque acababan de empezar los dibujos animados. Pero muchos oyeron, por lo menos.
-Escuchá. Escuchá vos, ahora.
El restallar de un helicóptero fue triturando el lomo frutal de la mañana, hasta que su cola y sus cuernos relampaguearon sombríamente sobre el callejón que bordeaba los bloques. Te conozco, pensé.
-Un compañero me dijo que el pelado dijo que de vez en cuando el tigre tiene que mostrar los dientes -atiné a argumentar, frotándome la calvicie.
-Sí. Mientras haya tigre -retrucó mi padre. ¿Estás seguro de que hay tigre, vos?

MA-SA DEMORÓ bastante en venir. Apareció con mi madre. Yocasta traía un paquete impoluto, y lo agarraba como si fuera un vientre a punto de brotar.
-Les hice unos refuerzos -dijo.
Me lo dijo a mí. Tenía una suavísima locura aterciopelándole la mirada. Mi padre (que era bastante más bajo que ella) agarró los refuerzos y le pasó un brazo por el hombro y la besó sin sonreír. Ma-Sa me hizo una guiñada. El ojo azul que le quedó desnudo pareció amartillar un mensaje remoto.

MI PADRE se quedó esperándonos en la camioneta, a media cuadra del velódromo. Faltaban siete minutos para la diez. Había un par de helicópteros en danza, pero daban la impresión de ser una docena.
-Estamos recontracantados -le tuve que reconocer a Ma-Sa mientras bordeábamos el Estadio. -Tratá de rajar junto conmigo, si se arma. Y si nos llegamos a separar, nos encontramos en la camioneta. ¿Cuánto falta?
-Cinco minutos y cinco segundos. Apurá un poco el paso. Mirá que por cualquier cosa tenemos la parroquia San Ignacio, ahí en Rossell y Rius.
Íbamos subiendo por Cuatro de Julio, y al bordear la cancha de baby-fútbol anexa a la parroquia ya éramos muchos. Me imaginé a los milicos de los helicópteros siguiendo el hormiguear de las diez o doce veredas que confluían en el ombú.
-Todavía faltan treinta. Ojo. No apures tanto -dijo Ma-Sa, cuando doblamos por Rossell y Rius a la izquierda.
Caminamos media cuadra, y diez segundos antes de las diez vimos levantarse el brazo de un compañero y escuchamos su alarido de asalto al cielo. Recuerdo al compañero esculpido sobre la transparencia de la mañana: habíamos ido al mismo liceo, y vi perfectamente cómo su adolescencia terminaba de desaparecer.
-La largó antes de tiempo -dijo mi hermana. -Allá vienen los milicos. Corré para la parroquia.
Yo no distinguí a los milicos hasta que llegamos a la cancha de baby-fútbol y nos metimos por un alambrado roto: un jeep estacionó chillando a tres pasos de nosotros. No nos arrearon porque no les alcanzaron los brazos. Atrás estacionó otro jeep. Un estruendo permanente de fracturas aéreas empezó a destrozar la fragancia del día.
-No te preocupes que son balas de salva -le dije a Ma-Sa, mientras corríamos por atrás de uno de los arcos. (Después supimos que en ese momento le estaban pegando un tiro en la rodilla a un muchacho adentro de la iglesia.)
Los chiquilines corrían llorando y agarrándose la cabeza en dirección a un corner en donde había algunos adultos. Torcimos hacia ese costado de la cancha y enseguida encontramos una fila de casilleros para guardar la ropa. Tenían el tamaño de un hombre y estaban sin llave. Nos miramos.
-No. Aquí es el primer lugar donde van a buscarnos cuando entren -dijo mi hermana. -Vení. Mejor vamos con la gente.
Nos sentamos sobre un montón de pedregullo a mirar desaprensivamente cómo lo milicos arreaban compañeros, del otro lado de la cancha. Una muchacha muy joven salió rengueando de una manera que me trizó hasta siempre el trasluz de la memoria. En la calle seguían chillando los jeeps y latigueando los balazos.
-Qué milicos animales que son -dijo un hombre, al lado mío. -No vieron que había chiquilines aquí. No les importó nada.
-Y yo escuché los que gritaban los de la manifestación -agregó otro. -Gritaban Pan y Libertad, nomás.
Yo seguí con los ojos fijos en mis compañeros. Al rato un hombre empezó a murmurar algo en las orejas de los demás, que serían cerca de una docena. La única frase audible fue:
-Estos estaban en la manifestación.
-Vámonos -dijo Ma-Sa, de golpe.
Y al empezar a caminar por la cancha les dedicó una sonrisa de oreja a oreja a los padres de los chiquilines que no nos habían vendido. Al otro lo debe haber paralizado con el ojo triangular de los dientes.

LA CANCHA tenía una sola salida visible a la calle, y era la rotura del alambrado por donde nos colamos. La cruzamos pidiéndoles permiso a los milicos que se llevaban a los últimos compañeros. Doblamos a la izquierda, y caminamos mansamente por Cuatro de Julio. Todavía se escuchaba algún chillido de gomas.
-Parece que se les acabaron las balas -dije, sintiendo cómo me rodaba un cairel congelado por cada axila.
-Lo que a mí me parece es que tengo pinta de machona, nomás -sonrió mi hermana.
Y se sacó el bonete. El pelo tenía el mismo color que los plátanos de Rembrandt que filtraban medallones de sol sobre el empedrado. En ese momento volvió a cruzar un helicóptero por encima nuestro y supe que era el último: su sisear se fue hundiendo en el cielo aduraznado hasta dejar completamente limpio el corazón del día.

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