miércoles

C. G. JUNG / EL HOMBRE Y SUS SÍMBOLOS


OCTAVA ENTREGA


ACERCAMIENTO AL INCONSCIENTE (VII)

C. G. Jung


El alma humana Lo que llamamos consciencia civilizada se ha ido separando, de forma constante, de sus instintos básicos. Pero estos instintos no han desaparecido. Simplemente han perdido su contacto con nuestra consciencia y, por tanto, se han visto obligados a hacerse valer mediante una forma indirecta. Esta puede ser por medio de síntomas físicos en el caso de las neurosis, o por medio de incidentes de diversas clases, con inexplicables raptos de malhumor; olvidos inesperados o equivocaciones al hablar. Al hombre le gusta creer que es dueño de su alma. Pero como es incapaz de dominar sus humores y emociones, o de darse cuenta de la miríada de formas ocultas con que los factores inconscientes se insinúan en sus disposiciones y decisiones, en realidad, no es su dueño. Estos factores inconscientes deben su existencia a la autonomía de los arquetipos. El hombre moderno se protege, por medio de un sistema de compartimientos, contra la idea de ver dividido su propio dominio. Ciertas zonas de la vida exterior y de su propia conducta se mantienen, como si dijéramos, en cajones separados y jamás se enfrentan mutuamente. Como ejemplo de esa especie de psicología en compartimientos, recuerdo el caso de un alcohólico que llegó a quedar bajo la influencia laudable de cierto movimiento religioso y, que necesitaba beber. Era evidente que Jesús le había curado con un milagro y, por tanto, le mostraron como el testigo de la gracia divina o de la eficacia de la mencionada organización religiosa. Pero unas semanas después de la confesión pública, la novedad comenzó a esfumarse y pareció apropiado algún refresco alcohólico, y de ese modo volvió a beber. Pero esta vez la caritativa organización religiosa llegó a la conclusión de que el caso era “patológico” y, evidentemente, no era adecuado para la intervención de Jesús, así es que le llevaron a una clínica para que el médico lo hiciera mejor que el divino Sanador. Este es un aspecto de la moderna mente “cultural” que merece lo examinemos. Muestra un alarmante grado de disociación y confusión psicológicas. Si, por un momento consideramos a la humanidad como un individuo, vemos que el género humano es como una persona arrastrada por fuerzas inconscientes; y también al género humano le gusta mantener relegados ciertos problemas en cajones separados. Pero esta es la razón de que concedamos tanta consideración a lo que estamos haciendo, porque la humanidad se ve ahora amenazada por peligros autocreados y mortales que se están desarrollando fuera de nuestro dominio. Nuestro mando, por así decirlo, está disociado como un neurótico, con el telón de acero marcando la simbólica línea de división. El hombre occidental, dándose cuenta del agresivo deseo de poder del Este, se ve forzado a tomar medidas extraordinarias de defensa, al mismo tiempo que se jacta de su virtud y sus buenas intenciones. Lo que no consigue ver es que son sus propios vicios, que ha cubierto con buenos modales internacionales, los que el comunista le devuelve, descarada y metódicamente, como un reflejo en el rostro. Lo que Occidente toleró, aunque secretamente y con una ligera sensación de vergüenza (la mentira diplomática, el engaño sistemático, las amenazas veladas), sale ahora a plena luz y en gran cantidad procedente del Este y nos ata con nudos neuróticos. Es el rostro de la sombra de su propio mal, que sonríe con una mueca al hombre occidental desde el otro lado del telón de acero. Es ese estado de cosas el que explica el peculiar sentimiento de desamparo de tantas gentes de sociedades occidentales. Han comenzado a darse cuenta de que las dificultades con las que nos enfrentamos son problemas morales y que los intentos para resolverlos con una política de acumulamiento de armas nucleares o de “competición” económica sirve de poco, porque corta los caminos a unos y otros. Muchos de nosotros comprendemos ahora que los medios morales y mentales serían más eficaces, ya que podrían proporcionarnos una inmunidad psíquica contra la infección siempre creciente. Pero todos esos intentos han demostrado su singular ineficacia, y la seguirán teniendo mientras tratemos de convencer al mundo y a nosotros de que son solamente ellos (es decir, nuestros adversarios) quienes están equivocados. Sería mucho mejor para nosotros hacer intentos serios para reconocer nuestra propia sombra y sus hechos malvados. Si pudiéramos ver nuestra sombra (el lado oscuro de nuestra naturaleza), seríamos inmunes a toda infección moral y mental y a toda insinuación. Tal como están ahora las cosas, estamos expuestos a cualquier infección, porque, en realidad, estamos haciendo, en la práctica, las mismas cosas que ellos. Sólo que nosotros tenemos la desventaja adicional de que ni vemos ni deseamos comprender lo que estamos haciendo bajo la capa de los buenos modales. El mundo comunista, como puede observarse, tiene un gran mito (al que llamamos ilusión, con la vana esperanza de que nuestro juicio superior lo haga desaparecer). Es el sueño arquetípico, consagrado por el tiempo, de una Edad de Oro (o Paraíso), donde todo se provee en abundancia a todo el mundo, y un jefe grande, justo y sabio, gobierna el jardín de infancia de la humanidad. Este poderoso arquetipo, en su forma infantil, se ha apoderado de ellos, pero jamás desaparecerá del mundo con la simple mirada de nuestro superior punto de vista. Incluso lo mantenemos con nuestro propio infantilismo, porque nuestra civilización occidental también está aferrada por esa mitología. Inconscientemente, acariciamos los mismos prejuicios, esperanzas y anhelos. También creemos en el estado feliz, la paz universal, la igualdad de los hombres, en sus eternos derechos humanos, en la justicia, la verdad y (no lo digamos en voz demasiado alta) en el Reino de Dios en la tierra. La triste verdad es que la auténtica vida del hombre consiste en un complejo de oposiciones inexorables: día y noche, nacimiento y muerte, felicidad y desgracia, bueno y malo. Ni siquiera estamos seguros de que uno prevalecerá sobre el otro, de que el bien vencerá al mal o la alegría derrotará a la tristeza. La vida es un campo de batalla. Siempre lo fue y siempre lo será, y si no fuera así, la existencia llegaría a su fin. Fue precisamente este conflicto interior del hombre el que llevó a los primeros cristianos a creer y esperar un pronto fin de este mundo, o a los budistas a rechazar todo deseo y aspiración terrenales. Estas respuestas básicas serían francamente suicidas si no estuvieran ligadas con unas ideas mentales y morales muy peculiares y con prácticas que forman el volumen de ambas religiones y que, hasta cierto punto, modifican su negación radical del mundo. Subrayo ese punto porque, en nuestros tiempos, hay millones de personas que han perdido la fe en toda clase de religión. Mientras la vida se desliza suavemente sin religión, la pérdida permanece tan buena como inadvertida. Pero cuando llegan los sufrimientos es otra cuestión. Es cuando la gente comienza a buscar una salida y a reflexionar acerca del significado de la vida y sus turbadoras y penosas experiencias. Es significativo que el médico psicólogo (en mi experiencia) es más consultado por judíos y protestantes que por católicos. Era de esperar que así fuera, porque la Iglesia Católica aun se siente responsable de la cura animarum (el cuidado por el bien del alma). Pero en esta edad científica, el psiquiatra es idóneo para que se le planteen las cuestiones que en otros tiempos pertenecían a los dominios del teólogo. La gente percibe que hay gran diferencia, o la habría, entre poseer una creencia positiva en una forma de vida significativa y la creencia en Dios y la inmortalidad. Con frecuencia el espectro de la muerte cercana da un poderoso incentivo a tales pensamientos. Desde tiempos inmemoriales, los hombres tuvieron ideas acerca de un Ser Supremo (uno o varios) y acerca de la Tierra del más allá. Sólo hoy día piensan que pueden pasarse sin tales ideas. Como no podemos descubrir con un telescopio en trono de Dios en el firmamento o establecer (como cierto) que un padre, madre, amante está aun por ahí en una forma más o menos corporal, la gente supone que tales ideas “no son verdad”. Yo más bien diría que no son suficientemente verdad, pues son conceptos de cierta clase que acompañaron a la vida humana desde tiempos prehistóricos y que aun se abren paso hasta la consciencia con cualquier provocación. El hombre moderno puede afirmar que él prescinde de tales conceptos y que puede apoyar su opinión insistiendo en que no hay prueba científica sobre su veracidad. O, incluso, puede lamentarse de la pérdida de sus creencias. Pero, puesto que estamos tratando de cosas invisibles e inconocibles (porque Dios está más allá de la comprensión humana y no hay medio alguno de demostrar la inmortalidad), ¿por qué nos preocupamos de su demostración? Aun cuando no conociéramos con la razón nuestra necesidad de sal o de alimento, nadie dejaría por eso de utilizarlos. Podría argumentarse que la utilización de la sal es una mera ilusión del gusto o una superstición; no obstante, seguiría contribuyendo a nuestro bienestar. Entonces, ¿por qué nos privamos de ideas que demostrarían ser útiles en las crisis o darían sentido a nuestra existencia? ¿Y cómo sabemos que esas ideas no son verdad? Mucha gente estaría de acuerdo conmigo si yo afirmara de plano que tales ideas probablemente son ilusiones. De lo que no se dan cuenta es que la negación es tan imposible de “demostrar” como la afirmación de la creencia religiosa. Tenemos plena libertad para elegir qué punto de vista vamos a aceptar; en todo caso, será una declaración arbitraria. Sin embargo, hay una poderosa razón empírica en por qué habríamos de fomentar pensamientos que jamás pueden ser demostrados. Es que se sabe que son útiles. El hombre, positivamente, necesita ideas y convicciones generales que le den sentido a su vida y le permitan encontrar un lugar en el universo. Puede soportar las más increíbles penalidades cuando está convencido de que sirven para algo; se siente aniquilado cuando, en el colmo de sus desgracias, tiene que admitir que esté tomando parte en un “cuento contado por un idiota”. La misión de los símbolos religiosos es dar sentido a la vida del hombre. Los indios Pueblos creen que son hijos del Padre Sol, y esta creencia dota a su vida con una perspectiva (y una finalidad) que va más allá de su limitada existencia. Les da amplio espacio para el desenvolvimiento de la personalidad y les permite una vida plena de verdaderas personas. Su situación es mucho más satisfactoria que la del hombre de nuestra civilización que sabe que es (y seguirá siendo) nada más que un ser vencido sin un sentido íntimo que darle a su vida. Una sensación de que la existencia tiene un significado más amplio es lo que eleva al hombre más allá del mero ganar y gastar. Si carece de esa sensación, se siente perdido y desgraciado. Si San Pablo hubiera estado convencido de que no era más que un tejedor ambulante de alfombras, con seguridad no hubiera sido el hombre que fue. Su verdadera y significativa vida reside en su íntima certeza de que él era el mensajero del Señor. Se le puede acusar de sufrir megalomanía, pero tal opinión palidece ante el testimonio de la historia y el juicio de las generaciones posteriores. El mito que se posesionó de él le convirtió en algo mucho más grande que un simple artesano. Sin embargo, ese mito consta de símbolos que no fueron inventados conscientemente. Sólo ocurrieron. No fue el hombre Jesús el que inventó el mito del dios-hombre. Ya existía muchos siglos antes de su nacimiento. Él también se vio captado por esa idea simbólica que, como San Marcos nos cuenta, le sacó de la estrecha vida de un carpintero nazareno. Los mitos se remontan a los primitivos narradores y sus sueños, a los hombres movidos por la excitación de sus fantasías. Esa gente no era muy distinta de la que, generaciones posteriores, llamaron poetas y filósofos. Los primitivos narradores no se preocupaban del origen de sus fantasías; fue mucho tiempo después cuando la gente empezó a preguntarse de dónde procedía el relato. Sin embargo, hace muchos siglos, en lo que ahora llamamos “antigua Grecia”, la mente humana estaba lo bastante adelantada para sospechar que las historias de los dioses no eran más que arcaicas tradiciones exageradas acerca de reyes y jefes hacía mucho tiempo enterrados. Los hombres ya adoptaban la opinión de que el mito era muy improbable que significara lo que decía. Por tanto, trataron de reducirlo a una forma comprensible en general. En tiempos más recientes, hemos visto que ha ocurrido lo mismo con el simbolismo onírico. Nos dimos cuenta, en los días en que la psicología estaba en su infancia, que los sueños tenían cierta importancia. Pero al igual que los griegos se convencieron de que sus mitos eran puras elaboraciones de la historia racional o “normal”, así algunos precursores de la psicología llegaron a la conclusión de que los sueños no significaban lo que aparentaban. Las imágenes o símbolos que presentaban eran desechados como formas fantásticas en que se presentaban a la mente consciente los contenidos reprimidos de la psique. Así es que se dio por admitido que un sueño significaba algo que era distinto a su relato obvio. Ya expliqué mi desacuerdo con esa idea; desacuerdo que me condujo a estudiar la forma y el contenido de los sueños. ¿Por qué habían de significar algo que era diferente a su contenido? ¿Hay algo en la naturaleza que no sea lo que es? El sueño es un fenómeno normal y natural, y no significa algo que no sea. Hasta el Talmud dice: “El sueño es su propia interpretación”. La confusión surge porque el contenido del sueño es simbólico y, por tanto, se refieren a algo que es inconsciente o, al menos, no del todo consciente. Para la mente científica, fenómenos tales como las ideas simbólicas son un engorro, porque no se pueden formular de manera que satisfaga al intelecto y a la lógica. Pero, en modo alguno, son el único caso de ese tipo en psicología. La incomodidad comienza con el fenómeno del “afecto” o emoción que se evade de todos los intentos del psicólogo paras encasillarlo con una definición. La causa de esa dificultad es la misma en ambos casos: la intervención del inconsciente. Conozco de sobra el punto de vista científico para comprender que es de lo más molesto tener que manejar hechos que no se pueden abarcar en forma completa o adecuada. El engorro de estos fenómenos es que los hechos son innegables y, sin embargo, no se pueden formular en términos intelectuales. Para ello, tendríamos que ser capaces de comprender la vida misma, porque es la vida la que produce emociones e ideas simbólicas. El psicólogo académico está en plena libertad de desechar el fenómeno de la emoción o el concepto del inconsciente (o ambos) de su consideración. No obstante, siguen siendo unos hechos a los que el médico psicólogo, por lo menos, tiene que prestar la debida atención; porque los conflictos emotivos y la intervención del inconsciente son los rasgos clásicos de la ciencia. Si se trata a un paciente, se enfrenta con esos irracionalismos como con hechos difíciles, independientemente de su capacidad para formularlos en términos intelectuales. Por tanto, es muy natural que la gente que no ha tenido la experiencia médica del psicólogo encuentre difícil entender lo que ocurre cuando la psicología deja de ser un estudio tranquilo del científico en su laboratorio y se convierte en una parte activa de la aventura real de la vida. El tiro al blanco en un campo de tiro es muy distinto a un campo de batalla; el doctor tiene que tratar con víctimas de una guerra auténtica. Tiene que ocuparse de realidades psíquicas, aunque no pueda incorporarlas en definiciones científicas. Por eso no hay libro de texto que pueda enseñar psicología; se aprende sólo con experiencia efectiva. Podemos ver claramente este punto cuando examinamos símbolos muy conocidos. La cruz en la religión cristiana, por ejemplo, es un símbolo significativo que expresa una multitud de aspectos, ideas y emociones; pero una cruz puesta tras un nombre en una lista indica, simplemente, que el individuo está muerto. El falo es un símbolo amplísimo en la religión hindú, pero si un rapazuelo de la calle pinta uno en la pared, no hace más que reflejar interés por su pene. Como las fantasías infantiles y adolescentes con frecuencia se prolongan a la vida adulta, se tienen muchos sueños en los que hay inequívocas alusiones sexuales. Sería absurdo entenderlos como otra cosa. Pero cuando un electricista habla del macho y la hembra en un enchufe, sería ridículo suponer que se recrea reavivando las fantasías de la adolescencia. Simplemente utiliza pintorescos nombres descriptivos de los materiales que emplea. Cuando un hindú culto nos habla acerca del Lingam (el falo, que en la mitología hindú representa al dios Siva), se pueden oír cosas que los occidentales jamás relacionaríamos con el pene. En realidad, el Lingam no es una alusión obscena; ni es la cruz, meramente, un signo de muerte. Mucho de ello depende de la madurez del soñante que produce tales imágenes. La interpretación de los sueños y de los símbolos requiere inteligencia. No puede transformarse en un sistema mecánico y luego engranarlo en cerebros sin imaginación. Requiere, a la vez, un creciente conocimiento de la individualidad del soñante y una creciente autovigilancia por parte del intérprete. Los que no tienen experiencia en este campo negarán que haya normas sencillas que puedan ser útiles, aunque han de aplicarse con prudencia e inteligencia. Se pueden seguir todas las buenas normas y, no obstante, empantanarse en el más terrible disparate, sólo por desdeñar un detalle, sin importancia en apariencia, que una inteligencia mejor no hubiera dejado escapar. Incluso un hombre de gran inteligencia puede desviarse por falta de intuición de sensibilidad. Cuando intentamos comprender los símbolos, no sólo nos enfrentamos con el propio símbolo, sino que nos vemos frente a la totalidad de la producción individual de símbolos. Esto incluye el estudio de sus antecedentes culturales y, en el proceso, rellena uno muchos huecos con la cultura propia. He adoptado como norma considerar cada caso como una proposición completamente nueva acerca de la cual no debo saber ni siquiera el abecedario. Las respuestas rutinarias pueden ser prácticas y útiles mientras se está tratando la superficie, pero tan pronto como se está en contacto con los problemas vitales, es la propia vida la que manda y aun las brillantes premisas teóricas se convierten en palabrería. Imaginación e intuición son vitales para nuestra comprensión. Y aunque la opinión popular corriente es que son valiosas, principalmente, para poetas y artistas (que en cuestiones de “juicio” no serían de fiar), de hecho, son igualmente vitales en los escalones más elevados de la ciencia. Ahí desempeñan un papel cada vez más importante que suplementa el del intelecto “racional” y su aplicación a un problema específico. Incluso en física, la más estricta de todas las ciencias aplicadas, depende en un grado asombroso de la intuición que actúa a modo de inconsciente (aunque es posible demostrar después el proceso lógico que hubiera conducido al mismo resultado que la intuición). La intuición es casi indispensable en la interpretación de los símbolos, y muchas veces puede asegurar que sean inmediatamente comprendidas por el soñante. Pero mientras esa sospecha casual pueda ser subjetivamente convincente, también puede ser un tanto peligrosa. Puede llevar con mucha facilidad a una falsa sensación de seguridad. Puede, por ejemplo, inducir al intérprete y al soñante a seguir unas relaciones cómodas y aparentemente fáciles que puedan desembocar en una especie de sueño mutuo. La base segura del verdadero conocimiento intelectual y de la comprensión moral se pierde si nos conformamos con la vaga satisfacción de haber comprendido por “sospechas”. Sólo podemos explicar y saber si reducimos las intuiciones a un conocimiento exacto de los hechos y de sus conexiones lógicas. El investigador honrado tiene que admitir que no siempre puede hacer eso, pero no sería honrado no tenerlo siempre en cuenta. Incluso un científico es un ser humano. Por tanto, para él es natural, como para otros, aborrecer las cosas que no puede explicar. Es una ilusión común creer que lo que sabemos hoy día es todo lo que se puede llegar a saber. Nada es más vulnerable que la teoría científica, la cual es un intento efímero de explicar hechos y no una verdad eterna.

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