martes

CANTOR DE MALA MUERTE


15 relatos y una crónica

HUGO GIOVANETTI VIOLA

TERCERA ENTREGA

LAS MANOS DE LOS ESCLAVOS

Las ruinas de Byblos (la primera ciudad humana, según los libaneses) quedan muy poco quilómetros al norte de Beirut por el camino de la costa, pero para llegar a Baalbek (la ciudad más importante del imperio romano oriental) se deben cruzar en coche las montañas. Sobre las últimas montañas, cuando ya se habían terminado definitivamente los espiralados alrededores de Beirut vimos franjas de nieve primaveral rodeando la carretera como ríos. Más adelante estuvo el valle, brillantemente fértil y salpicado de deprimentes agrupamientos de casas contra la carretera.

Después de ver las ruinas de Baalbek y haber hecho el utópico intento de fotografiarnos junto a un camello sin pagar, almorzamos en el pueblo. Elegimos un restaurant situado en un primer piso polvoriento donde un viejo vestido con sábanas grises terminó de fumar una pipa de agua apoyada en el suelo antes de prepararnos los obligatorios platitos con cebollas heladas, garbanzos y esa especie de mayonesa gredosa que es el hommos. Pedimos dos medios pollos y una botella de rosado. A la media hora, cuando los platitos y la botella ya habían sido vaciados apareció un muchacho de unos trece años, avisando que faltaba muy poco para el pollo. Estaba occidentalmente vestido, hablaba un francés correcto y ya había averiguado que éramos los músicos sudamericanos que cantábamos en La Grenouille.

“Mi hermana los reconoció por las fotos de los diarios” dijo aceptando un cigarrillo rubio y poniéndoselo en la boca para sacarle medio centímetro de tabaco con una palita. Allí puso una piedra de haschich sin pulverizar. Después prendió y me lo pasó, pero le contesté que ya habíamos tomado mucho vino. Era el nieto del dueño, nos explicó mientras el viejo gris colocaba los platos en silencio. Entonces nos preguntó (el muchacho) qué nos habían parecido las ruinas y esperó la respuesta con una heredada satisfacción copándole la cara. Yo preferí no hablar. Por eso me hice señalar dónde quedaba el baño mientras el viejo nos descorchaba el segundo rosado.

EL BAÑO era un cuchitril de novela de Conrad aparentemente sin luz artificial, donde recién pasados algunos segundos empezaron a filtrarse una claridad y una radio remotas. “Ayer fuimos a Byblos y vimos un amontonamiento de ruinas prehistóricas y fenicias y griegas y romanas y árabes. Pero aquello era hermoso, madre” murmuré. La radio se apagó más allá de las latas. Entonces la reconstrucción imaginaria del lujo bestial que acabábamos sólo de entrever en las ruinas de Baalbek reventó contra un verso como un viborazo contra un pararrayos: Que se me seque la lengua y tenga cáncer en la boca si yo no me acordara de ti, Jerusalén me recité y salí.

Volví a la mesa donde el Cordobés y el muchacho ya se habían acodado como frente a un espejo deformante. El muchacho era rubio y entrecerraba la mirada estriada mientras contaba un cuento interminable donde a un hombre acostado le cerraban un ojo con una moneda y otro volvía a tapar el ojo acusador y alguien volvía a robarse la nueva moneda. “Era un maldito, el viejo” rezongaba volando a respetable altura: “Me hacía trabajar catorce horas diarias en el restaurant y cada que me encontraba soñando con la guitarra se daba cuenta y me rompía la espalda a latigazos. No me daba monedas: me pagaba con pan como a los chanchos. Por eso yo le robé lo que vale una guitarra. Fui calculando y no le robé más: lo que vale una guitarra”. Yo no pude entender una palabra, aunque a esta altura ya me sentí lo suficientemente lúcido como para poder pagar y agarrar justo a tiempo el taxi que nos trajo.

AL SALIR da Baalbek volvimos a ver recortarse el racimo de ruinas polvorientas contra las montañas, como una cáscara desencarnada del alma de Manhattan. Entonces el Cordobés me preguntó qué me había parecido aquello. “Que esto no se le para ni a la altura de los tobillos a Byblos” le contesté. “No: qué te pareció el cuento del mocoso” me corrigió poniendo un ojo duro y tapándoselo. “Ah, no le entendí nada. ¿Quién era el tipo ese acostado que le ponían y le sacaban monedas de arriba de la cara?”. “Era el padre del mocoso. ¿Quién va a ser?” rezongó el Cordobés: “¿Ni eso entendiste, boludo? ¿En Uruguay no usan una moneda para cerrarle los ojos a los muertos? Bueno, este mocoso va a comprarse una guitarra con la plata que se hizo en el velorio del padre, robándole monedas de arriba de los ojos”.

MENINA MORTA

CONOCÍ A Randall Cummings mientras lavábamos camisas enfrentados sobre la misma tina, una mañana helada y deslumbrante de primavera portuguesa a orillas del Tajo, en el albergue de Catalazete. Fregábamos con las manos moradas y conversamos todo el tiempo, a pesar de mi inglés. Me acuerdo que él me preguntó si en Uruguay se conocían los lavarropas y yo le contesté que había uno gigantesco en la plaza Independencia, donde la población colocaba por turno sus pilas de taparrabos.

Esa tarde visité la catedral de Sé, que es un fuerte de Dios amarillo y sencillo (y hoscamente románico) donde velé a la Virgen mientras oscurecía. No dejé de velarla durante toda la semana que pasé en Lisboa. Era Semana Santa y oscurecía bastante tarde, aunque me daba el tiempo justo para bajar la Alfama en ómnibus y tomar un tren suburbano y llegar al albergue antes de que cerraran. Se cenaba barato, entre un escándalo televisivo y otro en vivo de gringos mochileros. El cigarrillo de post-cena perfumaba la soledad, pero aquel clandestino que prendíamos a tientas en las cuchetas sólo me hacía saber que el amor faltaría por tanto tiempo que hasta las rentas del recuerdo terminarían por acabarse.

Randall Cummings colocó su bandeja frente a la mía y dijo que había visto un estuche de guitarra cuando abrí mi ropero. Le expliqué que pensaba radicarme en Barcelona o en París para cantar folklore latinoamericano. Él me contó que tocaba folk-rock y que había conseguido un empleo de camionero esa misma mañana para viajar hasta Estambul. Me invitó a festejar con dos botellas de vino en las rocas, cantando y viendo amanecer la luna y después el sol. Se frotaba las manos con un entusiasmo emocionante.

AQUELLA FUE la primera y última luna color bermellón que me ha untado los ojos. Apareció tajeada por la diadema del puente lejano, irreal como una rosa en la jeta de la ciudad. El vino tenía olor a aceitunas, y el Tajo se hinchaba. Cuando los focos roncadores dejaron de barrer la rambla la luna ya era una naranja borracha desprendida del puente, recalando en un flujo rojo y oro. Entonces Randall agarró su guitarrón acústico y cantó un largo blues frescamente improvisado. Yo canté una canción de amor herido. Después nos confesamos mientras nos helábamos y tomábamos la segunda botella bajo un viento de nácar.

Randall tenía veintitrés años y era de Los Angeles, y me contó cómo pudo salvarse de ir a Vietnam mientras su hermano mayor ahora tenía los tímpanos agujereados y se había vuelto adicto a la Coca-Cola. De golpe alzó los ojos hacia el universo y agregó que la vida era hermosa y que alguien estaba esperándolo en algún kibbutz. “Por eso agarré el trabajo” dijo frotándose las manos. Le pregunté quién era la muchacha pero él me contestó que no tenía la menor idea. “Tampoco soy judío” agregó: “Pero el viento me dijo que ella me está esperando allá”. Y mostró los dientes fluorescentes donde brillaba un alma separada de la bestialidad y el mal y todas las mentiras. Al rato me preguntó si creía en el amor y yo le contesté que estaba divorciándome aunque no del amor. Eso lo hizo cantar otro blues tan sin muerte que no quise contarle mis visitas a la Virgen de Sé. Nos despedimos al amanecer, con la amistad humeando en las caras moradas.

LA CATEDRAL de Sé tiene un semicírculo de celdas por detrás del altar mayor donde duermen ilustres caballeros esculpidos cobre sus ataúdes, con sus perros y espadas y rostros como máscaras. Yo iba a la cuarta o quinta celda (ya no me acuerdo bien) y me paraba frente a un ataúd que no mediría más de uno sesenta. Lo que había esculpido era un cuerpo de muchacha con un perro a sus pies y una Biblia delante de su rostro. Había muerto en el siglo XII o XIII, pero todavía huelo el polvo enamorado que volaba en la luz de los atardeceres.

El día que abandoné Catalezete salí de Sé temprano y subí al Castelo de Sâo Jorge con la guitarra y la valija a cuestas. La ciudad blanca y roja resplandecía entre un río de terciopelo, y el recuerdo de Randall me rodeó. Que no veles jamás a la que está esperándome, pensé sonriendo como quien no llora. Como quien fue al amor y hoy canta solo.

EL AMOR QUE SE FUE POR EL AIRE

ANTES DE entrar a la Alhambra vi una pareja de gitanos ciegos vendiendo globos con gas sentados en un carro. Los racimos de globos se bamboleaban reflejando el dorado maduro que brillaba en las torres de la tarde. Cuando entré vi otros ciegos -el extranjero bárbaro invasor que lapidara el poeta- con sus pompas gomosas y explosivas, los equipos de rugby y las máquinas fílmicas. Para poder estar solo un rato me escondí en una torre desde donde se podía ver el Generalife y escuchar el reflejo inefable del viento sobre un foso con álamos. La belleza del mundo me mareó. Más allá, entre las cumbres de la Sierra Nevada la primavera preparaba un temporal plateado.

Antes de irme reconocí el estanque donde se fotografió Lorca en 1927 y le pedí a una muchacha andaluza que me sacara una foto. Ella me preguntó si yo era poeta, yo si ella era de Granada y después bajamos hablando a la ciudad. Se llamaba Leonor. Era maestra en Sevilla, había venido a ver unos parientes y llevaba una niña de la mano que que tenía la mirada más azul que me miró jamás. Se llamaba Sofía. Cuando les dije que ni la mezquita de Córdoba se podía comparar con La Giralda, tuve el premio de ver iluminados los hondos faros moros de Leonor. “Vale” me dijo. Y me invitó a cenar en lo de su cuñado, que cantaba flamenco.

AL PASAR por la plaza compré un globo con gas para Sofía. Los vendía la pareja de gitanos que habíamos visto enfrente de la Alhambra: los racimos de globos se bamboleaban peligrosamente en las babas del viento tormentoso. Después Leonor me hizo entrar en un patio andaluz y llamó a una mujer que fregaba el mosaico. Le hizo una seña de complicidad. “Cuéntale” dijo: “Lo de Federico”. La mujer parecía acostumbrada al relato prohibido que heredó de su madre -que lavaba ese mismo mosaico cuando en 1936 hubo un poeta inocente y aterrado esperando en la casa. “De noche se escondía arriba” señaló: “De mañana aquí abajo, en la cocina”.

Nos saludó y salimos. Sofía corrió adelante nuestro con su globo, empujada por un viento violento que arrastraba crepúsculos remotos. De golpe volvió a buscarnos, dando saltos. La seguimos corriendo y al llegar a la plaza vimos volar racimos y racimos de planetas naranjas y plateados descuajados del carro de los ciegos. “Dios mío” pensé. Y después: “Viento del diablo”. Pero no me animé a decírselo a Sofía.

MORIR EN MADRID

LA FAMILIA Carrión vivía en Madrid cerca de la estación de Atocha. En un viejo edificio de apartamentos sin baño que daban a galerías oscuras y descascaradas. Yo era amigo de amigos, pero la señora Lucy me ofreció sus patatas fritas incondicionalmente a los cinco minutos de escucharme cantar. Su marido Julián era un ex-combatiente -ferroviario y hombre- con bigotes macizos y un cansancio remoto que lo empalidecía. La segunda vez que los visité me recibió trajeado de domingo. Más tarde llegó el hijo soltero, Rafael, mientras mirábamos una corrida. Lo vi pasar de la penumbra lluviosa de las galerías a la otra más brillante de la televisión con la cara mojada. Nos saludó en silencio y se sentó. La madre le alcanzó un bocadillo de tortilla mientras Julián peleaba desganadamente contra el toreo moderno. “Fíjate ese Palomo” me decía: “Es puro traje. ¿O que ese tío no sabe que se puede torear medio más cerca de los cuernos? Vamos, estos no son toreros. Ni estos son toros, hijo: te lo digo yo. Son novillos engordaos pa engañar a los bobos. ¿O es que alguien que no sea bobo puede pagar treinta y cinco pesetas pa ver este cachondeo?”. Yo miré a Rafael, pero él no estaba oyendo. Tenía la mirada ahogada de los buzos clavada mucho más allá del ruedo cordobés.

Era un buen mano a mano, entre el Viti y Palomo Linares. Palomo no estuvo mal, aunque saludó al público como si hubiese pisado la luna. El Viti, en cambio, hacía que por momentos uno viera el dorado de su traje relampagueando en la pantalla gris. De repente cayó y recibió una cornada. Hubo algunos minutos de suspenso, pero al final volvió y mató rengueando bajo los roncos truenos del delirio. Yo miré a Rafael y lo encontré nadando aguas abajo con sus ojos ahogados. Lucy me hizo una seña por atrás. Entonces lo invité a caminar y a conocer un pub donde se hacía folklore latinoamericano. Aceptó sin ganas.

ERA UN adolescente tierno y lúcido que trabajaba siete horas diarias y estudiaba otras cuatro en la facultad nocturna. La primera vez que los visité -dos semanas atrás- no estaba sumergido. Bajamos sin conversar unas interminables escaleras (más empapadas todavía que aquel pozo cuadrado y maloliente adonde daban las galerías) y salimos a mayo. Era un mayo escapado del hemisferio sur, y mientras caminábamos hablando de pavadas me cruzó a contramano un corso de pavores. (A mí me atacaba en abril. Mordía las almohadas durante la siesta, lloraba en las duchas de los vestuarios o dejaba ir por la bombilla gruesas gotas de nácar, y en los bailes de quince me emborrachaba con la sidra más triste que cosechó la noche. Lo que me importaba enfurecidamente era no trasmitir la enfermedad, pero también poder averiguar si se resucitaba.)

Por fin llegamos caminando Museo del Prado y entramos para hacer tiempo. Yo ya había visto al Greco y a Velázquez, y al volver a cruzarlos tuve la sensación de que un cable dorado atraía a Rafael desde la tierra. Lo empecé a ver sacar su cabeza desahogada cuando un ángel traidor nos llevó a otro salón y encontramos El triunfo de la muerte. Desde una tabla de 1.17 por 1.62 Brueghel chupó de golpe a Rafael con sus brazos voraces de calamar danzando entre las calaveras. Lo sumergió a través de todos los océanos hasta hacerle calzar su mirada de buzo en el mascarón pálido que la barca infernal llevó en el Aqueronte.

Yo podía hacer muy poco, desgraciadamente. Lo remolqué en la lluvia del atardecer para poder meternos en el pub y tomar un cognac escuchando cantar a buenos comediantes: fervorosos latinoamericanos emponchados y místicos, aunque tan verdaderos como apaches de Holywood. Eso no le hizo mal. Pero recién un par de horas más tarde, al separarnos frente al subterráneo me animé a sentenciar, firme y rápidamente: “Te juro que se te va a pasar el miedo. Puedo jurártelo”. Mis palabras cruzaron por el Ponto como un cardumen de burbujas de fe y explotaron adentro de sus ojos: sonrió remotamente y se escapó en silencio.

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