por Carlos Javier González Serrano
El nombre de Tim Burton despierta distintas reacciones –aunque
-estas no sean, para bien o para mal, de signo moderado-. Las películas que
Burton ha dirigido o producido a lo largo de su carrera en la industria del
cine hacen referencia a un evocador universo,
absolutamente personal, que provoca muy diferentes emociones en
quienes deciden compartir su tiempo con Eduardo Manostijeras, Vincent, Alicia o
Batman.
A juicio de Javier Figuero, autor del
fantástico y documentado libro Los inadaptados de
Tim Burton, el outsider se ha convertido en el héroe
arquetípico de la filmografía de Tim Burton, que ha hecho del
inadaptado social una premisa dramática propia. Sus fuentes de inspiración
engloban mitos, leyendas, historias de la literatura romántica, cuentos de
hadas y relatos de fantasmas de Poe o Maupassant,
sin olvidar nunca los clásicos cinematográficos de terror y fantasía.
El germen creativo del cineasta
–asegura Figuero– está lleno de personajes extraños, raros, rechazados,
solitarios; inadaptados en definitiva. Entes monstruosos para la sociedad, en
quienes, sin embargo, Tim Burton descubre una ternura y sensibilidad
especiales.
Esta figura tan paradigmática
del outsider hace referencia a alguien que vive en los límites del sistema social y/o familiar.
Aceptado problemática y a veces violentamente por la mayoría (como blanco
de juegos y burlas), en general tolerado, pero nunca completamente
integrado en una comunidad. El outsider es
un individuo raro, distinto y extraño, alguien proclive a tener
problemas con el contexto en que vive, especialmente si causa algún problema o
trata de pertenecer al sistema como miembro de pleno derecho. Lo vemos, por
ejemplo, en Eduardo Manostijeras o en
su primer y entrañable cortometraje, Vincent, donde
los protagonistas quedan finalmente relegados al aislamiento y la soledad. No
hay espacio para ellos en una sociedad que ni les comprende ni les acepta.
Eduardo Manostijeras, personaje
surgido de un dibujo del propio Burton, desea acercarse incesantemente a
las personas a las que ama; sin embargo, no puede rozarlas sin causar
daño con sus afilados y punzantes dedos, aunque su condena resultará ser, a la
vez, su don: su potencia destructiva se convertirá en su
potencia creadora. El mismo Tim Burton comentaba al respecto: «era
esa sensación de que tu aspecto y cómo te ve la gente choca con lo que tienes
en tu interior». Eduardo es un ser inacabado y artificial, aunque el
espectador, sin embargo, le percibe como el más humano de los humanos.
Vive aislado, es tímido y sensible, y sufre sintiendo una dolorosa
contradicción al querer convivir con el resto como si fuera uno más. Un «como
si» que lo hiere y lo condena al ostracismo.
Cuando Burton desarrolla la idea
de Vincent en 1982, crea un personaje
desarraigado, introvertido, melancólico, un outsider que
vive una dualidad existencial entre su mundo interior y la realidad
exterior. Este outsider refleja
no escasas experiencias traumáticas del director durante su infancia,
adolescencia y también a lo largo de su vida adulta. En sus años de niño,
Burton siempre vivió aislado, encerrado en su habitación, donde disfrutaba con
películas de terror mientras dibujaba seres monstruosos a los que más tarde
daría vida en sus películas.
Muy a menudo, este solitario
cinematográfico (alter ego de Burton) se refugia en el mundo de la fantasía o el terror para
escapar de los imperativos de una sociedad que no le valora: simplemente le
tolera, y a distancia. «Tim Burton es un director que recurre con frecuencia a
una simbología propia –explica Figuero–. Su lenguaje está cargado de guiños
visuales con un profundo sentido para él y para el espectador –las cosas
significan algo, le gusta repetir a Burton».
Esta inadaptación se ve representada
visualmente en individuos inacabados o llenos de costurones, lo que los
transforma en seres frágiles y quebradizos (recordemos
a la Sally de Pesadilla antes de Navidad).
Igualmente el asilamiento social se expresa en el cine de Burton a través de la
máscara de muchos de sus personajes, tras la que se esconden sujetos que tratan
de expresarse con mayor autenticidad.
Aunque las películas de Burton
mantienen una constante común con el cine de Walt Disney (la
historia del inadaptado luchando por ser reconocido), la industria del ratón
más famoso del mundo redime e integra finalmente a sus héroes en la sociedad,
mientras que Burton, o bien los condena a un ostracismo definitivo, u obliga a
la sociedad a adaptarse a ellos, y no al revés. Todos los protagonistas de Tim
Burton son personajes percibidos como raros y distintos. Viven al margen de las normas establecidas. Javier
Figuero asegura que «la inadaptación que experimentan se produce por su
extravagancia personal, así como por las peculiaridades del entorno al que
tratan de adaptarse». Tales personajes son seres desplazados, no sólo por su
propia rareza, sino también por la normalidad anormal del
lugar en el que viven.
En última instancia, «en su esfuerzo
por defender la libertad de los inadaptados –y por tanto su propia identidad–,
el cine burtoniano busca de manera radical desenmascarar las desafortunadas
etiquetas con que nos calificamos unos a otros y que, en muchos casos, son
erróneas. ¿Quién puede decir quién es normal y quién no?
«Las películas de Burton se acercan a personajes aparentemente
normales para descubrir un mundo de seres colmados de paranoias,
trastornos ocultos y demencias disimuladas, pero son en el fondo
seres indefensos, manipulados por la gente «normal» –en ocasiones, de forma muy
cruel-.
En Los inadaptados de Tim Burton encontramos
diversos testimonios del director californiano y de
numerosos especialistas en su biografía y en su producción
cinematográfica; en él darán con un inestimable análisis de todas y cada
una de sus películas desde el punto de vista del outsider, figura cuyo contenido descifra Figuero con
gran acierto, lo que convierte a esta obra en un punto de convergencia para los
aficionados a la filosofía, a la literatura y, por supuesto, al buen cine. En
esta ocasión nos sumergimos brevemente en una película que este singular
director presentó en 1994 y que obtuvo, entre otros reconocimientos, el Oscar
al Mejor Actor Secundario y al Mejor Maquillaje, el premio al Mejor Actor y a
la Mejor Música en la Academia de Ciencia Ficción, o el Globo de Oro para
Martin Landau.
El interés de Burton por las
personalidades fuera de lo común se manifestó desde el principio de su carrera
cinematográfica. Como ya se ha mencionado, él mismo fue un solitario
empedernido durante sus primeros años de juventud, y todavía hoy,
tras una trayectoria envidiable, prefiere permanecer en un segundo plano. La
simbología que Burton emplea en sus películas se halla repleta de imágenes
sugerentes, elocuentemente plásticas, que hablan al espectador de una forma
veraz pero también velada, lo que otorga un especial atractivo a todos sus
filmes. Como apunta Juan Orellana (Como en un espejo. Drama humano
y sentido religioso en el cine contemporáneo), Burton emplea «un
lenguaje metafórico cargado de símbolos y de sugerencias alegóricas».
El director norteamericano considera
que, más allá del elemento narrativo (imprescindible, desde luego), la
significación de cada situación puesta en escena resulta más importante que lo
que en ella de hecho ocurre. Los personajes adquieren así una relevancia capital:
más que las acciones que llevan a cabo (al contrario de lo que Aristóteles
sostiene en su Poética) son sus caracteres sobre
los que recae la auténtica importancia de la secuencia, pues es el carácter el
que hace que alguien actúe de una manera y no de otra. Una suerte de fatalismo del que Burton siempre
estuvo convencido.
En este sentido, no puede extrañarnos
que el cineasta pusiera su atención en una figura tan particular como la
de Edward D. Wood Jr., nacido en Nueva York en 1924, quien
alcanzó la fama -póstuma, por supuesto- bajo el título de «peor director de
cine de la historia». Tanto en la película de Burton como en la realidad, el
protagonista peca de entusiasmo, una desmesurada pasión que no le permite
comprender que sus creaciones son (muy) mejorables técnica y narrativamente. El
propio Burton explicaba que fue esta característica la que le empujó a
interesarse por Wood: «Lo que me atrajo al leer las entrevistas con él, sobre
todo dado que ya conocía sus películas y otros aspectos de su vida, era su
extremado optimismo, hasta un grado increíble de negación».
En este film encontramos de nuevo
a un personaje aislado de los prejuicios de la sociedad a los que,
sin embargo, se ve atado indirecta y cruelmente. Es en este límite
tan incómodo donde se juega la legitimadad de su actividad en el mundo. Ed Wood
hace cine siguiendo sus propios instintos, sus más personales ideas, y lo hace
a pesar de todo. Un «a pesar de todo» que a Burton le interesa mucho: en la
voluntad de hacer películas, aunque sean malas, va la esencia de Ed Wood, y es
probable que no pudiera vivir sin hacerlas. A fin de cuentas, la historia
que nos cuenta Burton nos muestra cómo la incomprensión puede ser un lugar
habitable, cómo la cárcel externa que imponen las opiniones
preestablecidas puede conducir, si perseveramos, en un ejercicio de libertad
interior. Y es que el propio Burton fue muy consciente de que podría
haber corrido el mismo destino que su protagonista: «Cualquiera de mis
películas -explicaba en una entrevista- pudo haber fracasado de verdad, por eso
la línea entre el éxito y el fracaso es muy fina. Por eso me identificaba con
él. Eso es lo que creo, y quién sabe, mañana yo podría convertirme en otro Ed
Wood». Un vaticinio que, a día de hoy, parece ya de difícil cumplimiento.
Ed Wood no cae nunca en el desencanto, en la desilusión,
nunca sucumbe ante la opinión del público o de los críticos -siempre
inmisericorde-, y ni siquiera el abucheo unánime y ensordecedor de una sala ni
la falta de recursos económicos hundirán sus deseos de convertirse en quien
cree que es. «Parece como si el mundo tuviera cada vez más jueces y menos
creadores», apuntaba Burton, «siempre he odiado eso. Por ello Ed Wood tiene un tono peculiar, porque Ed recorre
toda la película sin perder su optimismo».
Como apunta Javier Figuero en Los inadaptados de Tim Burton, «Ed Wood es un
incomprendido que prefiere vivir en su propio imaginario, luchando con tesón
por un sueño: hacer películas. El vano empeño por triunfar y ser considerado un
gran director hace que el personaje viva en un desvarío. La evidencia de la
mediocridad del director -detectada por todos salvo por él mismo y algún
colaborador- provoca la compasión del público por el protagonista, acrecentada
por el ciego entusiasmo que acompaña sus ardorosos intentos de rodar».
Y culmina Figuero con una afirmación
que, tal vez, nos dé la clave de esta inolvidable película: «la confusión entre ilusión y realidad crea un personaje que vive
en un sueño», aunque, yo añadiría, en un sueño muy real, puesto que,
a fin de cuentas (he aquí el valor de Ed Wood), es el
propio personaje el que hace descender al mundo material sus ideas más etéreas.
Mal que bien, tras numerosos apuros de toda índole, Ed Wood ha pasado a la
historia como «director de cine», y no como travesti, drogadicto o alcohólico.
Como una suerte de Aquiles
cinematográfico, la enjundia de Ed Wood se encuentra en la perseverancia de permanecer en su propio ser, en no
dejar que sus ilusiones sean domeñadas por los prejuicios de turno y en
definitiva, en hacer de sí mismo un Destino, convertirse en su propia
Providencia. En su libro Tim Burton por Tim Burton,
Mark Salisbury cita algunas palabras del Ed Wood real. Y quizás no exista mejor
compendio de todo lo dicho hasta ahora…:
Recuerdo un día que me sentía frustrado, porque me encantaba dibujar pero en realidad no lo hago muy bien. […] Estaba dibujando y pensé: «No me importa si sé dibujar o no. Me gusta y ya está». […] De un segundo para otro, sentí una libertad que no había sentido antes. […] Y lucho contra eso cada día, contra la persona que te dice: «No puedes hacer esto. No tiene sentido». Cada día es una pelea. Es cuestión de tratar de mantener un mínimo de libertad.
(El vuelo de la lechuza / 16-11-2016)
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