por Carlos Javier González Serrano
Hasta hace escasos meses se creía que Walt Whitman (1819-1892), prolífico autor norteamericano nacido en Lond Island, sólo había escrito una novela: Franklin Evans, el borracho (1842), auténtico best seller de la época. Sin embargo, gracias a la silenciosa labor de un estudiante de doctorado de la Universidad de Houston, Zachary Turpin, se descubrió que Whitman publicó en The Sunday Dispach un extenso relato, entre marzo y abril de 1852, bajo el título de Vida y aventuras de Jack Engle, brillante e íntima nouvelle presentada ahora por Ediciones del viento y traducida por Miguel Temprano García en la que apreciamos las preocupaciones más íntimas y constantes de Whitman.
La inmortal fama de Hojas de hierba (1855) y el arrollador éxito de su primera novela hicieron olvidar desde muy pronto la larga labor periodística de Whitman. Pero, como explica uno de los más importantes estudiosos de su obra, David S. Reynolds, «no se puede entender a Whitman en toda su complejidad a menos que se le emplace en el momento histórico en que vivió», pues todas sus creaciones reflejan «prácticamente todos los aspectos vitales del siglo XIX». En Whitman se da, como en pocos casos, una perfecta simbiosis entre literatura, vida, nación y sociedad.
Este nuevo hallazgo narrativo nos
ayuda a adentrarnos precisamente en esa parte menos conocida de Whitman, en la
del escritor que deseaba llevar a cabo la obra de arte total en la que celebrar la vida, en su luz y en su oscuridad, pero que
debía trabajar como cualquier hijo de vecino para pagar facturas mientras
esperaba que las Musas acudieran a su encuentro. Una independencia
económica que desde joven gustó de cultivar: abandonó muy pronto el hogar
de los padres para adentrarse, sin haber recibido apenas educación reglada, en
los complejos abismos del mundo laboral periodístico, donde acabó por forjarse
una reputada imagen.
Vida y aventuras de Jack Engle es una concisa pero
muy bien rematada y entramada novelita en la que, con extrema suavidad, el bien y el mal pujan por conquistar un terreno siempre
escurridizo: el de los asuntos humanos. Whitman fue un ferviente
defensor de la democracia en sus términos más participativos, comunitarios,
pero también tenía claro que, como los erizos de la célebre fábula
schopenhaueriana, los seres humanos debemos encontrar una apropiada distancia
en la que establecernos unos de otros para que pueda desarrollarse una sana
convivencia. Cuando tal distancia se reduce o extiende más allá de unos
difusos límites, los problemas y las fricciones comienzan a aparecer. Así,
apunta en uno de los fragmentos de la novela:
Cuando nos hicimos más íntimos, me
contó que el primer hombre a quien había querido de verdad […] le había dado la
lección más provechosa que había aprendido jamás. Él era traicionero, ella
entregada y confiada. Y esa traición sirvió para grabar a fuego en su corazón
el precepto «cuidado», esa necesidad que tantas veces se echa en falta en las
almas jóvenes y que, cuando llega, pone fin para siempre a las alegrías más
puras, y al abandono inconsciente, de la vida.
Mucho separa a esta novela de la ya
conocida sobre las peripecias de Franklin Evans, donde Whitman pone todo su
tesón para condenar el desaforado y funesto papel
que el alcohol puede jugar en la vida del hombre. En ella leemos
fragmentos de auténtico fervor en los que el autor sanciona abierta y
duramente el consumo inmoderado de esta a su juicio nociva sustancia: «El
alcoholismo es el origen de las malas formas y fuente indiscutible de
enfrentamiento y egoísmo», o más contundente, «No se me ocurre ninguna lección
más terrible y tremebunda y, a su vez, aleccionadora, que la que ofrece el
alcohol que tantas nefastas consecuencias ha desencadenado para la felicidad»
del ser humano. Aunque debemos considerar este vituperio no sólo en su
sentido literal, sino también y sobre todo figurado: la tentación siempre se le ofrece al ser humano en múltiples y
variadas formas, y de él dependerá, en el ejercicio de su libertad,
dejarse llevar por los más bajos instintos o por una reflexión impregnada de
nobles sentimientos.
Si mira a su alrededor verá la
tierra, el aire libre, el cielo, los campos, las calles, la gente que va de
aquí para allá. Todo eso le parecerá normal y juzgará que no vale la pena
pararse a pensarlo, yo también lo creí un día. Ya no. Ahora todas esas cosas me
parecen las más bellas del mundo. Ser libre, ir donde uno quiera, disfrutar de
la libertad y no tener preocupaciones, y con eso me refiero a no tener el alma
agobiada por el peso del odio o el deshonor, ni la amenaza de un castigo
terrible, ¡ay!, eso es la felicidad.
En Vida y aventuras de Jack Engle encontramos,
en efecto, a un Whitman más centrado en las emociones humanas, en
aquellos sentimientos que corretean de un lado a otro inundando cabezas y
corazones. En la narración no importan tanto las palabras, los diálogos, como
el contenido de las acciones, lo que dota a los personajes de este breve relato
de una fuerte personalidad, en el que cada uno de ellos encarna una emoción, un
tono emotivo determinado. Whitman logra diseñar un brebaje –compuesto de Bildungsroman, ambiente dickensiano y
carácter wertheriano– que mantiene tan saciado como expectante al lector.
Siempre, a la vez, teniendo en cuenta ese eterno eadem sed aliter que parece reinar en el
cosmos humano, esa rueda teatral que nunca cesa de girar por mucho que se
repitan una y otra vez las mismas escenas:
¿Sería posible que, a dos metros bajo
tierra de donde me encontraba, unos ataúdes encerraran las cenizas de otros
tantos jóvenes que en vida se habían preocupado igualmente por su vestimenta, y
de colegiales y de mujeres hermosas, pues aquí no sólo habían enterrado a los
viejos y los enfermos?
A pesar del indiscutible
fondo agridulce –tan característico de las obras de Whitman–, en esta
hasta ahora desconocida nouvelle damos,
por otro lado, con un reflejo que preconiza muchos de los dictados que más
tarde habrían de asombrar a Europa de la mano de Nietzsche, con el ensalzamiento de la vida como una potencia inasible:
«Ahora que estoy a punto de despedirme de la vida mis ojos reparan en su
belleza. ¡Ay, qué belleza tan corriente y común! ¡Ser libre y no ser un
criminal!».
Vida y aventuras de Jack Engle sorprende, de
nuevo, por la apabullante fuerza creadora de Whitman, en una novela en la que la bondad, el miedo, la desidia, la templanza, la mordacidad
y la astucia guerrean sin tregua en un combate que el autor
norteamericano creía sin fin. Aunque, lejos de la solución nietzscheana, que
encuentra en Heráclito a un aliado,
Whitman se convence de que los finales felices sí existen, pues a cada momento
nacen nuevas generaciones que albergan grandes esperanzas por su futuro y
«aprenden a amar de forma irreflexiva, ¡el glorioso privilegio de la
juventud!». Imprescindible y valiosa por sí misma, emotiva y emocionante.
Al acercarse la hora, una nube se oscurece. Y un temor a no sé qué me asalta, sombrío. […] En realidad hemos aparecido, alma mía. Y ya es bastante.
(El vuelo de la lechuza / 23-4-2017)
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