Apéndice I
La
tormenta (2)
En la barahúnda, al rajarse
a dura dentellada de fuego, estallaban los altos troncos. A poca distancia del
Zorrino dos molles hasta las nubes se le estaban viniendo abajo entre un
deslumbramiento, para enseguida quedar debatiéndose ya a oscuras y terciados
sobre sauces pugnantes en vano por sacárselos de arriba. A los refucilos vio
también, por el suelo, viboreos fríos escurrirse, ahora huyendo, crecientes, y
los vio hacerse serpientes grandes, del aterrante grandor de la Zacurí y vio
cómo ya marchaban con el hojerío, y palos en pedazos; vio cómo brillaban a
trechos para seguir en tinieblas o rielando, sin duda en busca del cauce al que
también le estaría tocando en esos momentos resplandecer y apagarse y rebotar
espejeando y temblante, cobrizo, de orilla a orilla distanciadas una de otra a
cada instante cada vez más. Para peor, el Zorrino comprobaba que sobre el pasto,
hasta allí donde nunca posó el sol, el agua, ahora, al menor descuido, lanzaba
chicotazos por los imprevisibles vacíos del meneo de copas, o en masa se venía
abajo y se hacía más hiriente, pues atraía consigo rumores como de otro mundo
que hubiera; traía crepitares chatos, agrios crujidos en estrías; traía
golpazos sordos, algarabías a diestra y siniestra. Y a retaguardia y por el
frente del Zorrino, para colmo, clamorosas correrrías que descendían hasta la
quejumbre y se agudizaban en chiflidos tan sofocados como si desde su
nacimiento los taparan a ponchazos. Y esos retozos de quién sabe quiénes se
prolongaban como vuelos lisos llegados de lejos o que se iban hacia el lugar de
las nubes, si es que no les salían al paso encontrones de palos contra palos y
graneados fragores en el desparramo de la crepitación.
Cuando la fugaz fulguración
viva, el Zorrino apretaba los párpados para cegarse adrede. Porque dentro de
los bruscos baños de luz no tenían paz los colores, las formas se cambiaban en retorceduras
de alambre; lo que era negro adquiría hasta bastante de la inocencia del
celeste o del color naranja, lo opaco, al chorrear, refulgía fingiendo el
vidrio, se estiraba lo chico, y un derrumbe de sombras llevaba hasta el suelo
al desafiante viraró que el Zorrino tenía al frente, y se lo paraba otra vez
delante, como quien no suelta de las greñas. Así, todo aquello era eso mismo
que era y otra cosa al instante, y otra y otra, aún, cuando tamaña locura no
cortaba el Zorrino cerrando los ojos, tapándose la cara.
Sintió ganas de cambiar
de sitio. Vacilaba, pero se separó un poco del tronco en que se apoyara, se
acomodó el cinto, aseguró el sitio de su daga y el de su pistola… Y en eso, la
embestida de un bárbaro trueno pareció ser lo que le arrancaba una exclamación.
-¡Puta que te parió!
¡Para qué me habré metido en esto!
Pero no. No fue el trueno
el causante. Fue que, como si nada sucediera, en el mejor de los mundos, lo más
campante, la ecuestre imagen del Peludo apareció de pronto abriéndose paso a
través del zarzal de barullos y del vértigo de relieves y de troncos. Cruzaba
así, indiferente a todo, rumbo a quién sabe dónde, por una ruta para él sin
obstáculos, como si aquella conmoción universal no fuera de su incumbencia. La
lluvia a él no lo mojaba, ¡había que ver! Al poncho, en dobleces sobre los
hombros, los vientos aquellos no lo movían. Tampoco la cúpula intacta del
sombrero peligraba irse a hacer de nido de hornero entre las ramas. Aquella en
ocasiones oscuridad de ciego, en nada desvanecía la vista del pretal y del
fiador del tordillo, de la plata y el oro de las cabezadas, de los primores del
chiripá y de la criba del calzoncillo. Y cuando se abría un relámpago, su luz
rebotaba deslumbradora en toda cosa sin acercarse siquiera al jinete y a su
cabalgadura.
Contemplando tamaña
indiferencia el Zorrino crispó los puños de indignación. Y alzando el codo para
librarse de una rama que amagándole a la cabeza se le vino, gritó al
imperturbable:
-¡Me querés hacer creer
que estás hecho un rey! ¡Date por bien servido si un día de estos no te sacan
de tu casa con las botas para adelante!
Pareció que al Peludo le
habían descubierto el juego. Su ufana imagen se desvaneció en la espesura. Y el
viejo matrero con dureza sintiose solo como nunca en su vida. Entre el vacío de
lo negro, esperó. Brusco derrame de claridad le permitió a su mirada escudriñar
la espesura. Del Peludo, ni rastro. Le vino frío.
-¿Y esto qué es?
Haciendo base en la sensación
helada, atribuyó la causa de esta a la mojadura. Y por allí enderezó de lleno
su atención, alejándose del ingrato pensamiento. Y se concentró en lo suyo.
El poncho se le había empapado.
Era regadera el sombrero; pero regadera con el peso de la piedra, ahora. El
matrero pensó cambiar de refugio. Seco chasquido -él sabía bien que era el
rayo- atrás de su luz cruzó el monte y se hundió a lo daga en tierra. En seguida
un fragor humeó en todo el contorno. Lo siguió oscurísimo retumbar. Y pudo
jurar el hornero que, arriba, a los cientos de metros, gigante carro de fierro,
caído hacía ratos su conductor, cargados con montones de tarros, de latas, de
vidrios, de chillantes chapas de zinc, a tumbos entre piedras como ranchos. Peligrando
darse vuelta y quedar con las ruedas para arriba, estaba avanzando raudo y
llevándose todo por delante sobre el mundo de la tormenta hediente a mixto.
Tronchadas por imprevisto
tirón las ramas gruesas del ñandubay bajo el que se cobijaba hacía ratos que
volcó hacia atrás su copa. Esto explicó al Zorrino la mojadura que traspasaba
ya el poncho y que, por debajo de este, le lengüetaba la chaqueta.
Otro que él se hubiera
perdido entre el desaforado furor, condenado a ser tragado por las fauces
aparecidas al abrirse y cerrarse a la luz intermitente; por aquellas bocazas de
mandíbulas sin dientes o castañeteándolos. No había que pensar mucho para
sentirse en inminente riesgo de hacerse plasta bajo un palmetazo de ramas y
enredaderas, sofocado hasta la asfixia entre cada vez más glaciales cortinas de
agua o, si no, mucho peor, levantado de los fondillos por un remolino, pasado
de viento en viento, ya al norte ya al sur, ya al occidente o a oriente, en
amagos de salir como bala rumbo al Brasil o a la Argentina o a la mar tremenda,
ya subiendo hasta perder de vista las copas, ya pasando entre ellas a lo bólido
para, entre el barro frío, achatarse hecho vintén.
No lejos, rechoncho molle
conservaba debajo su pequeño sitio seco. El Zorrino se palmeó por encima de la
ropa asegurando su pistola y su puñal, esperó uno de los relámpagos, que no se
hizo rogar, y corrió, mano a la cabeza, saltando charcos y ramazones, haciendo
esquive al abatirse de un yataicito que, sin embargo, alcanzó a tirarle al
poncho un viaje de arriba abajo.
A cubierto ya, desencasquetándose el sombrero porque ahora, en su nueva guarida, el que le llovía era este, interrumpió el viejo matrero sus bocanadas anhelosas y sonrió. E iba a prorrumpir en jactancia desafiante cuando, casi al lado, un chasquido, otra vez, del rayo, lo dejó hecho retrato y envuelto en un estruendo que, de seguido, se abrió desparramado por todo el monte y debió de salir y rodar a campo traviesa, hasta tornarse como polvo contra los cerros.
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