La muerte de los Sargentos y de la Mulita (29)
Aquí sí, entonces, se
desprendió un rumor de metal de la izquierda de cada Soldado. Y rascó el suelo
alguna espuela y palpitó la luz en el hule de las viseras. Los caballos, al
ruido, movieron todas sus testas, cada cual hacia su dueño. Y, luego, todos
-amos y cabalgaduras- quedaron mirando al Comisario que, el cuerpo bastante
inclinado hacia adelante, como el de quien se agazapa, retrocedía para mantener
la distancia con aquello lento que se le venía.
Miraban todos y se
encandilaron. Porque al salir de la sombra del tala, a la vez que su rojo de
sangre acentuaron las bombachas, chispas ardiéronsele en los talones; y el
fulgor de los entorchados, del sable y de su empuñadura, el del lustre de las
botas de charol dejaban al Jefe como viviendo adentro del fuego, aunque en la
oscuridad del pecho, sin embargo, su corazón feroz desfallecía por instantes,
lo que nunca, y le empezaba a hacer tragar saliva fría. Y así, a cada paso
atrás estremeciendo destellos, centelleos, flamas con los que la luz inútilmente
lo mordía, el Comisario Tigre hasta a la distancia provocaba parpadeos cuando,
de súbito, apagáronsele los brillos. Era que, en rudo encontronazo, armas y
uniforme quedaron al cobijo de corpulento ceibo en flor. Asimismo de golpe, a
los expectantes subalternos se le secaron, dilatándose, las pupilas, con cada
ceja como arco, no sólo por la dificultad de estar viendo ahora al Jefe en la
penumbra sino, también, por el asombro de apreciarlo bajo brusco chaparrón de
cien flores punzó.
Dado con la asentaderas
el choque -ya precisamos que retrocedía como quien se agazapa, muy inclinado
hacia adelante- el pudor del Tigre hízole volar el espanto y atrajo un ardor
furioso. Soldados y cabalgaduras presenciaron cómo el Jefe, en su iracundia, se
sacudía purpúreas salpicaduras. Pero los rojos pétalos -cuando no corolas
enteras- todavía seguían lloviéndole sobre los hombros y dentro de la oquedad
del quepis; más tarde, al él continuar el retroceso, debió andar un trecho
pisando cuajarones.
Cuando, sin mirar el
obstáculo, lo desvió el Jefe, volvió a quedar en llamaradas desde el quepis
hasta las espuelas. Y otra vez encandilando pingos y milicos, siguió hacia
atrás, a medida que la Mulita, como ciega, como sonámbula, avanzaba hacia
aquella fulminación. Mate en mano, el Cabo Pato se había apartado al Superior
como si este ya no fuese su Comisario o, con más exactitud, como si el propio
Cabo no hubiera pertenecido jamás al personal de la policía, o, mejor, como si
él, en el pago, fuera forastero de lejos. A varias varas de distancia, pues,
sumaba su mirada a la de los demás subalternos y a las de la caballada, fijas
todas sobre el hervor de la empuñadura de oro, sobre aquellas botas ardientes,
sobre aquellos entorchados flamígeros, sobre las ascuas de aquellas
charreteras. Todos, todos vieron, pues, la diestra del Superior descender con
lentitud entre las flamas para posarse sobre el mango de una de las pistolas. Todos
siguieron a este abandonar su canana, horizontalizarse, subir de a poco, varias
veces, y, después, bajar en forma casi imperceptible para gente que no fuera de
armas. Y vieron cerrarse duramente el ojo izquierdo del Comisario, cerrarse
mientras el derecho se hacía más, más brasa.
Junto con los dos
estampidos hubo un blando abatirse azul y blanco cobre los pastos. Y en el
contorno se produjo tal inmovilidad durante un momento -bombachas y
chaquetillas como de plomo, vidrio los ojos de los caballos, el cucharón del
Fajinero todavía pendiente, todavía sin cerrar la boca del Soldado de guardia- que,
de lejos, la escena se hubiera creído apreciada sobre un vasto telón recién
terminado de pintar.
Lo único que evitaba la suposición era el husmear de las dos bocas de la aun extendida pistola del Comisario Tigre. Y los acercantes revolidos del poncho del Voluntario Terutero.
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