por HUGO GIOVANETTI
VIOLA
UNO: PRÓLOGO IMPRESCINDIBLE
A principios de los 90 el actor y director Carlos Saralegui me propuso
participar en la adaptación teatral de El pozo de Juan Carlos Onetti. Yo
no tenía la menor experiencia en el campo del discurso guionado y muchísimo
menos en el montaje de un espectáculo, pero acepté enseguida.
Saralegui se había formado en El Galpón, pero rápidamente se sumergió en el
teatro contemporáneo de avanzada y hasta viajó becado a Polonia para trabajar
fundamentalmente con las técnicas de Grotowski, aunque también le importaban
mucho Stanivslaski, Barba, Peter Brook y Artaud. Vale decir: no quería saber
nada con la ortodoxia de corte más o menos naturalista (y por sobre todo con lo
“estéticamente correcto” o lo “inocuamente bien hecho”) que sigue hegemonizando,
con escasísimas excepciones, el panorama escénico uruguayo.
En este caso, una vez elaborado una especie de proto-guión muy despojado de
indicaciones escénicas (y que ni siquiera incluía mayúsculas ni puntuaciones
para no condicionar la intención de la dicción actoral) empezamos a trabajar en
el entrenamiento físico y la construcción de acciones con un sacrificado
apasionamiento que reclamaba mi presencia supervisora en todos los ensayos,
junto a Saralegui y una actriz de cuyo nombre no me quiero acordar.
Todavía no teníamos el permiso de adaptación concedido por Onetti -a quien
le mandé el libreto por correo, previa comunicación telefónica con su esposa
Dolly- y la primera sorpresa descalabrante la sufrimos cuando falleció de golpe
el entrañable y todavía muy joven escenógrafo Carlos Zino, que se había
mostrado afín a participar en un montaje tan “jugado”. (Finalmente, a último
momento incorporamos al heroico y desinteresado Jorge Hirigoyen, que fue capaz
de colorear y clavetear los paneles colgantes de la escenografía con una pierna
enyesada y todo.)
Pero después “el universo nos puso a prueba” (Jung dixit) varias veces más.
1) Una noche estábamos trabajando en la casa de la poeta Amneris Calvo (una
integrante del Taller Literario Universo que terminó aportando hermosos textos al
collage intertextual final de “Onettiana”) y me cayó del cielo (como le
gustaba decir a Onetti cuando se inspiraba hasta los caracuses) la
necesidad de llamar por teléfono al Pater Brausen a Madrid. Teniendo en
cuenta la diferencia horaria de cuatro horas que nos separaba aquello podía parecer
muy loco (y yo, que generalmente lo llamaba cuando alguna borrachera me
obligaba a invertir algunos carísimos minutos -al WhatsApp le faltaban
décadas para facilitar los diálogos planetarios- parloteando algunas frases
inconexas con mi irreversible amigo Juan, esa noche no había tomado una
gota de alcohol) pero la intuición funcionó. Me atendió una mujer (posiblemente
su hermana, que a veces se encargaba del “cuidado nocturno”) y me pasó
enseguida con el eterno insomne. Lo malo fue que Juan haya sido tan terminante
al sentenciar: “No, querido. Ese guión que hicieron para el El pozo no
funciona”. “Bueno” le contesté: “No te preocupes. Ya le buscaremos un revés a
la trama”. Y él me despidió con las dos últimas palabras que le escuché decir
en este mundo: “Chau, hermano”. Y eso fue maravilloso.
2) Lo que se nos ocurrió con Saralegui fue inventar un palimsesto derivado
del núcleo narrativo central de El pozo y allí la cosa se puso muy
linda. Vale la pena reproducir al respecto partes de un reportaje que me hizo
Hugo Rocca para la revista Graffiti en abril del 93.
P: ¿Podemos decir que el espectáculo a estrenar en el
Museo Torres García es “hijo de Onetti”?
R: Creo
que no corresponde definir de antemano el peso de Onetti en el espectáculo. Esa
influencia se inscribe, por otra parte -en un claro ámbito de collage- dentro
de un conjunto de referencias mucho más amplio, que incluye a T.S. Eliot,
Víctor Serge (un casi ignorado novelista y poeta ruso expulsado de la U.R.S.S.
en 1936 que jamás abdicó, hasta su muerte ocurrida en México en 1947, en su
lucha por un socialismo espiritualmente elevado), Clarice Lispector, la poeta
uruguaya Amneris Calvo, Fito Páez y Gastón Ciarlo, “Dino”.
P: Contame acerca de la construcción de ese entramado.
¿Dónde confluyen esas “entidades” que se mueven en planos expresivos
aparentemente disímiles?
R: Tal
vez el espectáculo ate tantos hilos porque, como quería Peter Brook ya desde
los años 60, los guionistas (el director-actor y el escritor-asistente, en este
caso) trabajaron absolutamente integrados durante las fases preparatorias y los
ensayos, y el proyecto fue cambiando constantemente hasta concretarse la
partitura final.
P: O sea que hubo margen para las sugerencias…
R: Sugerencias,
construcción de acciones propias, recreación posterior de ese trabajo en base a
la acción y reacción, tramos de improvisación a nivel verbal, físico y
dramático, etc.
P: Algo que no es común.
R: Tal
vez en el Uruguay no. Pero ya corren décadas de renovación esencial en muchas
partes del mundo, en este terreno. Ahora, ojo: vos inevitablemente tenés que
hacer lo tuyo aquí. Y si un porcentaje de las intenciones se concretan, dejarás
tu marquita propia. Yo creo que en el Uruguay se pueden hacer cosas de primer
nivel. Y suscribo lo dicho por Tretiak, el personaje vertebral de Onettiana:
“En realidad, no importa en qué país vivas y trabajes. Lo esencial es que Alcanza
con creer. Con no creer no alcanza”.
P: ¿Dónde estarían, a tu juicio, las principales
dificultades de concreción planteadas por el medio uruguayo?
R: Lo
que dificulta que las cosas buenas se concreten en cualquier parte del mundo es
la falta de profesionalismo. Para mí, ser profesional en el Uruguay implica
mantener en alto una especie de “furor a prueba de ninguneos” como el que tenía
Gauguin en Tahití. Así nomás. Significa morder tu realidad inédita a pesar de
la “provincia-culo-del-mundo” que te haya tocado o hayas elegido y sus horrendas
dificultades a nivel económico, de mediocridad ambiental entronizada, de
carencia de elementos. Pero Gauguin había visto a Monet, a Cézanne. Y tenía
cojones, había aprendido que la belleza verdadera sólo emerge del amor y del
dolor. Y que es más fuerte que el aislamiento y la tristeza. Pienso que el
provincianismo más grave no es aquel del perezoso que se conforma con
reproducir armoniosamente jadeos lingüísticos momificados sino el del que
intenta hacer arte sin haberlo soñado antes. Eso lo peor de todo. Las
buenas cocineras artesanales se enamoran de sus ravioles en el momento de
concebirlos, de soñarlos. Y acá hay muchos plumíferos (para entrar de lleno en
el terreno de la literatura, que es el que más me concierne) que están
aparentemente “al día”, aunque tan preocupados por ganar unos pesitos o una “famita”
y sentirse alguien a través de la prolongada publicación periodística de
epitafios, epigramas o alabanzas acríticas de toma y daca, que terminan
incapacitados de enamorarse de algún proyecto interesante y revulsivo que de
pronto podrían llevar a cabo.
P: ¿Por lo que decís se deduce que la mayoría de la gente
que escribe acá o buena parte de la misma lo hace sin nervio, sin “garra”?
R: Tú
lo has dicho. Mirá: lo que define la cosa aquí y en todas partes es la humildad
con la que se trabaja. San Juan de la Cruz establece claramente -en sus
escritos doctrinarios- que la caridad es para afuera y la humildad es para
adentro. No se trata de hacerse el humilde a los ojos de los demás sino de sentirse
humilde, pobre de espíritu, pobre de chances para hacer verdadero arte. Y
meterle con todo, igual. Porque es cuestión de vida o muerte. TO
BE OR NOR TO BE. Vivimos en el infierno de las trincheras, loco.
3) Durante el invierno
del 92 trabajamos fanáticamente elaborando esa versión sucedánea de El pozo que
terminó por llamarse Onettiana, y una noche en la que hicimos una
especie de ensayo general final en el Club Marítimo Punta Gorda pasó algo muy insólito:
al repartir el “puntaje” que le correspondería a cada uno de los tres
integrantes de lo que habíamos bautizado rimbombantemente “Forum Teatro” (en el
caso de que llegásemos a recaudar algo con aquella aventura acosada por una
troja de malignos encantadores), la actriz de cuyo nombre no me quiero acordar
hizo una crisis histérica porque pensaba que le correspondía “un punto más por
concepto de co-autoría” y se mandó mudar corriendo como si hubiésemos tratado
de violarla. Y kaput: nos quedamos sin espectáculo. Increíble pero cierto. “¿Y
ahora qué hacemos?” me preguntó Carlitos, más desconcertado que el mismísimo
Linacero cuando se escracha de cabeza contra la incomprensión del poeta Cordes.
Y como mi casa quedaba cerca lo invité a consolarnos tomando unas copas de un vivaldiano
tinto Zubizarreta que había comprado esa mañana. Saralegui tomaba muy poco pero
yo estaba entrando en la peor etapa alcohólica de mi vida, y en este caso mi
exceso sirvió para negarme terminantemente a dejar de soñar con Dulcinea,
porque me di cuenta que el Caballero Andante que me había sanchificado ahora se
sentía incapaz de seguir con el proyecto. Y de golpe se me ocurrió llamar a la
poeta Amneris Calvo (que era la compañera de Carlitos) y contarle la catástrofe
y ella me pidió el tubo y le prohibió al vanguardista desfazedor de entuertos
teatrales darse por vencido y fue como una orden mágica, porque el
director-actor que encarnaba al Tretiak-Linacero se sirvió medio vaso más y le
volvió el color a la cara cuando resolvió: “Mirá, yo el año pasado di clases de
teatro en el Santa Elena y ahora sigo trabajando en mi casa con algunos muchachos
que son unos fenómenos. Mañana mismo voy a llamar a unas chiquilinas a ver si
les interesa incorporarse a este proyecto”. Y al otro día apareció con dos actrices de
diecisiete años que encararon la cosa con un talento y una responsabilidad
asombrosas (encarnando a un desdoblado personaje femenino que se enriqueció
muchísimo) y en pocos meses pudimos estrenar Onettiana. Es por eso que
hoy, casi treinta años después, le estoy haciendo este reportaje a Diana Pumar,
que actualmente se desempeña como activista voluntaria en COENDU:
Conservación de Especies Nativas del Uruguay
DOS: DIÁLOGO CON DIANA
PUMAR
¿Cuándo y dónde empezaste a hacer teatro?
Empecé a hacer teatro en cuarto de liceo, con 15 años.
Fue en el Liceo Santa Elena, donde había un taller optativo dirigido por el
actor Carlos Saralegui. Y para mí fue toda una movida, porque aquel año me mudé
a una hora de ómnibus del liceo y los días que había taller tenía que quedarme
a almorzar en casa de alguna compañera.
¿Y por qué te importaba tanto?
Porque la propuesta me sorprendió y me atrapó enseguida.
En aquellos tiempos no era muy común que hubiese cursos de teatro en los liceos
y, por otra parte, me daba cuenta de que la estética de Carlos era única en
nuestro medio. Lo cierto es que yo nunca había hecho teatro, y después que dejé
no pude siquiera volver a intentarlo. No me imaginaba haciendo otro tipo de
teatro que implicara, por ejemplo, sólo pararse y hablar. Nosotros empezábamos
la clase corriendo, trabajando los niveles, las direcciones, los planos
horizontales o verticales, las variaciones vocales -en tanto significante- y
las de significado, según en qué palabra de la frase se pusiera el énfasis, las
velocidades, todo basado en la acción y reacción, las cuales podían
manifestarse en diferentes grados o porcentajes. Se trataba de deconstruir la
realidad, vaciándola de intencionalidad, para que la emotividad floreciera por
sí misma. Es decir, no se trataba de que en un momento del guión “te tocara
llorar”, sino que el dolor nacía de vivir lo que estabas actuando. Y entonces te
daban ganas de llorar.
¿Y cómo te cayó la lectura de El pozo a los 17
años? ¿Lo leíste antes o después de recibir el guión final de Onettiana,
que ofrece un panorama mucho menos oscuro que la nouvelle de Juan?
Yo tuve que leer los dos textos al mismo tiempo y en
ningún momento la novela me cayó como una especie de pozo sin fondo, por
más profunda y dura que fuera. Y además tuve la sensación de que era algo muy uruguayo,
en el sentido de que te trasmite algo que acá todos conocemos y que siempre nos
cuesta mucho definirlo con palabras cuando hablamos con un extranjero, por
ejemplo.
Lo que Torres-García llamaba la gristeza uruguaya.
Sí, algo así. Por más que acá haya tanta belleza de todo
tipo. De todas maneras, yo estaba muy apasionada con el teatro y para mí fue un
honor empezar a construir los dos personajes femeninos que me tocaron.
La esposa de Tretiak y la prostituta Ester, que en el
guión definitivo se llamaba la Mujer con el gato muerto.
Ese fue el personaje que más me apasionó. Y la escena
muda que me tocó desarrollar sobre un fragmento del Allegretto de la Séptima
Sinfonía de Beethoven me marcó muchísimo, porque estaba velando a la única
criatura que me amaba en el mundo. Eso no se me borrará jamás. Carlitos me
había mandado, además, escribir sobre el personaje, y tengo varias páginas
guardadas en mi carpeta de teatro -que conservo como un tesoro- que muestran
hasta qué punto me consustancié con ella. Y te puedo asegurar que cada vez que
escucho la Séptima de Beethoven me vuelvo a sumergir en aquel velorio que
construí desde el fondo de mi alma.
Y otra escena memorable es cuando Tretiak y la prostituta
estilizan el acto sexual parados espalda contra espalda y agitando los brazos
mientras gimen fragmentos de Giros de Fito Páez. La canción iba a ser un
tango viejo pero vos nos impusiste ese tema con una determinación que no daba
lugar a discusiones. Bueno, en la escena de la rambla te negaste a decir Dios
y no hubo quien te convenciera.
Es que yo me había peleado (sin retorno) con Dios ya
cuando tenía doce años. Y lo curioso es que yo no recuerdo que esa escena
tuviera una intencionalidad sexual. De todas maneras, aunque se pudiera
apreciar así, insisto en que este tipo de teatro te sumerge en un trabajo que
en un principio busca vaciar los contenidos (una tarea nada sencilla) hasta que
la misma interacción hace que las cosas sucedan.
Y la prueba de que en este caso sucedieron acciones
movilizantes era la particular expresión de los espectadores ubicados en
una especie de “platea” semicircular de sillas que rodeaban el espacio escénico.
Me imagino que las llegabas a captar.
Sí, por supuesto. Porque uno intenta no mirar al público
pero en algún momento, aunque no quieras, alguna cara ves. Y pude notar
perfectamente que lo que estábamos haciendo inquietaba, asombraba, en fin: que
no generábamos pasividad. Claro, habíamos trabajado meses, tanto en el Paseo
Narvaja como en el mismo Museo Torres García, que era un ambiente muy especial.
Me acuerdo lo que era llegar de tardecita a la Peatonal Sarandí casi desierta y
entrar en aquel lugar mágico donde en plena actuación se podían escuchar los
campanazos de la catedral.
Otra prueba de lo que podríamos llamar una recepción
activa lo constituyó el hecho de que estuvimos por lo menos dos meses en
cartel y hubo que dar de baja el espectáculo por una razón bastante insólita.
Sí, fue un final abrupto y doloroso. Porque a Carolina
Dornelles yo la consideraba una hermana y cuando los padres le prohibieron
seguir actuando (en su condición de menor de edad) Carlos me planteó encarar
los cuatro papeles y yo sentí que eso podía ser tomado como una traición a mi
compañera. Ahora reconozco que fue una actitud de chiquilina tonta e idealista,
pero finalmente dejé caer la obra y esa decisión fue una de las pocas cosas que
me arrepiento de haber hecho en mi vida, aparte de que todavía siento la culpa
y la vergüenza de haberle fallado a Carlos.
Y a mí que me parta un rayo.
Bueno, pero para vos se trataba de una actividad más y
para Carlos aquello era su vida. Muchas veces pienso qué hubiese pasado si la obra
hubiese continuado y en qué estaría yo ahora. Fijate que casi no voy al teatro
porque me formé con otra concepción estética que no ha vuelto a retomarse.
Se retomó recién hace tres años, cuando Angie Oña y
Freddy González montaron Ser humana, un espectáculo condenado a perdurar
y que además obtuvo un inmediato y extraordinario reconocimiento.
Sí, me hablaron de esa obra pero cuando me decidí a ir a
verla apareció la pandemia.
Y enseguida de abandonar el teatro te volcaste de lleno,
hasta el día de hoy, a integrar organizaciones que militan defendiendo nuestro entorno
ambiental primigenio, diríamos.
Sí, lo que es atacado continuamente por complejos
sentimientos humanos como lo son la avaricia, el egoísmo, el antropocentrismo,
la dominación, etc. Y estoy muy involucrada en esas actividades colectivas
porque me importa defender lo esencial, lo puro.
Una obsesión muy onettiana, por otra parte. Porque en El
pozo el propio Linacero sobrevive nutriéndose de la inmaculación de sus
ensueños, especialmente en la aventura de la muchacha que entra desnuda
en la cabaña de troncos para que él pueda contemplar su sexo con una adoración
que roza la religiosidad. ¿Vos pensás, como lo sugirió en un momento Mario
Levrero, que ese cansancio final que aparece en la última página de la novela
puede desembocar en un suicidio?
No, yo creo que lo que el personaje ha obtenido al
escribir sus memorias hasta quedar enfriado y muerto de cansancio le
proporciona paz, como está especificado unas líneas antes en el texto. O sea:
no le cerró los ojos a lo jodido de la vida, el sistema, etc., pero,
fundamentalmente, no se traicionó a sí mismo. O sea: se la jugó como pudo y sin
poner pretextos. Y tal vez esa actitud es la que emparenta tan entrañablemente
al tipo de teatro que nos planteaba Carlos con la lucha por defender la pureza
ambiental que sigo llevando adelante incansablemente,
Y enamorada de la vida a pesar de los horrores.
Sí. Sin la menor duda.
TRES: UNA TANKA ESCRITA EL 1 DE ENERO DE 2022 / FIESTA DE
LA INMACULACIÓN DE MARÍA
(A propósito de una toma de Diana Pumar y Carlos Saralegui
protagonizando Onettiana)
Hoy llegó a casa
una foto del vuelo
que nos abrasa.
Ella pide que seamos
sus Hijos y brillamos.
Cuartel Artiguista de la calle Lepanto / 2022
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