El 11 de mayo de 1974 moría acribillado a balazos el padre Carlos Mugica
cuando salía de la Iglesia Francisco Solano, donde acababa de celebrar una
misa. El “cura villero” adhirió incondicionalmente al Movimiento de Sacerdotes
por el Tercer Mundo y luchó incansablemente por mejorar las condiciones de vida
de la gente humilde. A continuación, transcribimos una entrevista aparecida en
el primer número de la revista Cuestionario, donde Mugica se refiere a uno
de los momentos clave de su vida, cuando su mundo se derrumbó y comenzó su
infatigable lucha por los pobres.
Fuente: Revista Cuestionario Nº 1, mayo de 1973
“Nací en el palacio Ugarteche, creo que lo llaman el palacio de los
Patos y siempre viví en Barrio Norte; el colegio, mis amigos eran todos como
yo. Mi familia tenía una honda fe cristiana y fui criado en un clima de piedad
religiosa; pero era una fe trascendentalista, muy preocupada por la
salvación del alma, que no turbaba para nada la conformidad que sentíamos hacia
todo lo que nos rodeaba. El otro mundo, el mundo de los humildes, no lo
conocía. Me acuerdo sí, de un amigo del barrio, Giménez, hoy estanciero, que
era distinto; tenía una forma especial de hablar con los pobres: simplemente se
daba, me acuerdo de él por eso: porque se daba; se daba más que yo. En aquella
época tenía, sin embargo, ocasión de tocar las cosas del pueblo; (…) Yo soy
hincha fanático de Racing, me gustaba mucho ir a la cancha. A mi padre no le
sobraba la plata: éramos siete hermanos. Entonces a mí me daba un peso por
semana; la popular en ese tiempo valía 50 centavos… yo iba a la popular con Nico,
el hijo de la cocinera. En la cancha, durante el viaje de ida y al regreso,
Nico y yo, compartíamos las mismas cosas; además éramos iguales, bueno… bueno
éramos todos iguales: era la alegría simple del pueblo y Nico y yo estábamos
allí. El mundo de la burguesía, en cambio, es el mundo de las diferencias; está
la puerta de servicio y la entrada de la gente; una comida para el personal de
servicio y una comida para los patrones. Con el fútbol me agarraba unas
ronqueras bárbaras, pero, además tenía problemas de conciencia. Yo era muy
piadoso… y en mis oraciones le pedía siempre a Dios que ganara Racing el
domingo, mi hermano Alejandro era de River, y él le pedía a Dios que ganara
River…yo pensaba ‘ahora no se como se va arreglar Dios, y bueno…entonces habrá
empate’.”
“Era un muchacho piadoso y, a mi manera, feliz. Primero, iba aprender
que había otra clase de felicidad…después lo otro: otra clase de piedad. Me
acuerdo que un día charlando con mi confesor, el entonces padre Aguirre, hoy
obispo de San Isidro, le dije: ‘Padre, hoy me siento un tipo feliz: primero,
porque hay una chica que creo me lleva el apunte; segundo, porque Fangio acaba
de ser campeón mundial y tercero, porque Racing va primero’. Esa era toda mi
problemática en aquella época. Pienso que mi vida se hubiera derrumbado si
Fangio volcaba con el coche o Racing perdía dos a cero. El padre Aguirre se
sonrió y me dijo: ‘Mirá, yo creo que la felicidad depende de cosas más
profundas…’; después lo descubrí. Un tipo extraordinario el padre Aguirre, era un
hombre que se daba, un hombre que vivía para los demás. A él, después de Dios y
mi madre le debo la vocación sacerdotal. Además me hizo pensar por primera vez,
que la felicidad no está en las cosas de uno, sino en las cosas de los demás.
Por todo eso, creo que es una de las personas importantes en mi vida. Fue un
encuentro decisivo; el otro vendría mucho después… cuando estrellé con un
letrero escrito en el sueño de un callejón. Mi mundo era un mundo homogéneo y
sin conflictos, en el que, sin embargo, el padre Aguirre había abierto la
primera, pequeñísima brecha; todavía mi piedad y mi felicidad vestían su vieja
piel. Hasta los diecinueve años no se me había cruzado por la cabeza que yo
podría ser sacerdote. A los veintiún años entré en el seminario: estaba todavía
en tercer año de Derecho. La enseñanza que daban en el seminario, la lectura y
la meditación de la Biblia, donde está indicado claramente que Dios viene por
todos, pero que, principalmente Dios viene para los pobres, me habían hecho ver
que el sacerdote está llamado a una vida austera, abierta a la vida de los
humildes. Todavía era seminarista y entré a trabajar al lado del padre Iriarte,
hoy obispo de Reconquista, que era teniente cura en la parroquia de Santa Rosa.
El padre Iriarte visitaba a la gente de la parroquia; no la esperaba, la iba a
buscar. No se trataba solamente de ir con la palabra de Dios; se trataba de
recoger la palabra de los hombres. Tratábamos de hablar con la gente, de
comprender. Era un barrio popular y la gente humilde siempre tiene problemas;
había por supuesto, que evangelizar, llevar a cada uno la seguridad de que
todos eran hijos de Dios, pero aparte, había que tratar de llegar a todo lo
demás. A fines de 1954 y durante todo el año 55, íbamos con el padre Iriarte a
visitar a la gente en sus casas. Una vez por semana, íbamos a un conventillo
que quedaba en la calle Catamarca y charlábamos con la gente. Yo preparaba unos
muchachos que luego tomaron la primera comunión; los domingos jugábamos al
fútbol. Como en aquellas idas a la cancha con Nico, era mi otra gran
experiencia de ese mundo, el mundo de los humildes del cual yo había vivido
siempre distante. Pero esta vez, me iba a dar cuenta que era más adentro, bien
adentro.”
“Eran los días finales del gobierno peronista. En mi familia, mi padre
estaba prófugo y tenía dos hermanos en Villa Devoto. En el Barrio Norte se
echaron a vuelo las campanas y yo participé del júbilo orgiástico de la
oligarquía por la caída de Perón. Una noche, fui al conventillo como de
costumbre. Tenía que atravesar un callejón medio a oscuras y de pronto, bajo la
luz muy tenue de la única bombita, vi escrito, con tiza y en letras bien
grandes: ‘Sin Perón, no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos’. La gente del
conventillo me conocía bien, yo había intimado bastante con ella durante todo
ese tiempo (después seguí yendo, casi todo el año 56). Sin embargo, para mí lo
que vi escrito fue un golpe: esa noche fue el otro momento decisivo en mi vida.
En la casa encontré a la gente aplastada, con una gran tristeza. Yo era un
miembro de la Iglesia y ellos le atribuían a la Iglesia parte de la
responsabilidad de la caída de Perón. Me sentí bastante incómodo, aunque no me
dijeron nada. Cuando salí a la calle aspiré en el barrio la tristeza. La gente
humilde estaba de duelo por la caída de Perón.”
“Y si la gente humilde estaba de duelo, entonces yo estaba descolocado: yo estaba en la vereda de enfrente. Me acordé de María. Había ocurrido hacía mucho tiempo; lo tenía olvidado. Un verano había ido con mi hermano, en las vacaciones, al campo. Desde entonces les escribí a mis padres. En la despedida de la carta había puesto: ‘Saludos a las sirvientas’. Cuando volvimos de afuera María me dijo: ‘Carlos, nosotros no somos sirvientas: somos seres humanos’. Era la misma cosa que el letrero del callejón. Si María hubiera escrito en una de las paredes de mi casa ‘… somos seres humanos’, bueno… se lo hubieran hecho borrar o tal vez la hubieran echado. Sí, yo estaba en la vereda de enfrente. Ahora la gente pobre estaba de duelo y debía pensar en el significado de esa tristeza. Cuando volvía a casa, a mi mundo que en esos momentos estaba paladeando la victoria, sentí que algo de ese mundo, ya, se había derrumbado. Pero me gustó.”
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