por Luis López Galán
En momentos de cambio y confusión, la esperanza en un futuro mejor se esboza en ocasiones como algo utópico, inverosímil, pero ¿cabe plantearse esos conceptos de utopía y esperanza de una manera más profunda? ¿Merece la pena hacerlo para, con ello, afrontar nuestras propias vidas?
Lo “utópico” tiende a banalizarse en
la agitada actualidad, a entenderse únicamente como algo irrealizable, un
escenario quimérico sólo acorde al contenido de series de televisión o
novelas. La utopía ha perdido notoriedad para significarse simplemente como algo arbitrario o irreal,
pero este no es el alcance que el término tiene si se sigue a uno de los
teorizadores primordiales del concepto en su modo filosófico, el alemán Ernst Bloch (1885-1977),
quien replanteó lo utópico no sólo como un pensamiento sino como método para conformar nuestra existencia humana,
tanto en lo personal como en lo social.
A su juicio, los individuos estamos
inacabados (somos “seres-siendo”) y nos sentimos empujados por una
tendencia o impulso al que llamamos esperanza y que nos lleva a trabajar
por conseguir lo “aún-no-realizado”, que se manifiesta como
una visión que plantea todo un abanico de posibilidades de futuro. Mediante la
utopía nos volvemos inconformistas, dejamos de aceptar una realidad tal y como
es y comenzamos a cuestionarnos cómo debería ser y a buscar su cambio, la
manera de conseguir que se haga realidad. En Bloch, de holgados conocimientos
literarios y profundo estudio de Hegel, el saber no debe
ser solamente “contemplativo”, sino también “creativo”, convertido en un “optimismo militante” que pueda transformar la realidad
mediante la conciencia de futuro, de utopía. Si el inconsciente
de Freud bebe del
pasado, este nuevo saber mira al futuro.
Bloch es, por tanto, el ejemplo más
importante de la formulación de un vínculo entre la esperanza y la visión
utópica, especialmente con su obra El principio esperanza (Das Prinzip Hoffnung). En ella, la utopía es la
representación realista de aquel “horizonte de posibilidades que atraviesan
todo lo real” y con ella se enfatiza el relieve de lo que supone el sujeto para
la historia. El planteamiento de Bloch eleva la mirada al
futuro, pero no como un “prolongador del presente”, sino como un logro de ese
“aún-no-realizado” o “aún-no-consciente”, lo que todavía no vemos posible
que podamos llegar a ser. La utopía no es ya una visión ilusoria, una meta
imaginaria que nos gustaría conseguir: es una aspiración, la pretensión de
lograrlo, y la esperanza se convierte entonces en un “principio rector del
pensamiento y de la acción” del ser humano.
Pero la esperanza no se queda ahí, no
es un sentimiento edulcorado que nos encandila y adormece. Tras el
levantamiento del muro de Berlín, que el filósofo definió negativamente como un
bloqueo que hacía incompatible el socialismo con la libertad y la igualdad,
inauguró una serie de cursos con la pregunta “¿Puede frustrarse la esperanza?”
en la Universidad de Tubinga en 1961, último ente académico en el que trabajó.
En aquel curso, su respuesta a tal pregunta fue afirmativa: la esperanza sí puede frustrarse, y lo hace “para honra de
sí misma”, para convertirse en la finalidad de la utopía ya que, de
lo contrario “no sería esperanza”. La utopía es lejana, un “horizonte futuro”
que debe estimularnos, hacernos tener esperanza, entendida como “esperar activamente”, para poder alcanzarla. Quizá no
lleguemos a hacerlo, a lograr ese objetivo utópico, pero habernos levantado en
su busca gracias a la esperanza y haber fracasado puede dar lugar a un cambio
inesperado.
La esperanza, entonces, dice Bloch,
tiene que ser necesariamente frustrable porque 1)
“está abierta hacia delante”, no se va a referir a lo que ya ha ocurrido y, por
tanto, queda “en suspenso” y al abrigo de un cierto factor de azar; 2) está
inserta en “el campo del todavía-no”, aún no
es fallida, pero aún tampoco victoriosa y, por tanto, no es segura y puede
frustrarse.
A partir del germen que representa la esperanza para el individuo, nacen las posibilidades de futuro, las posibilidades de que una realidad transformadora se manifieste. Aunque no hayamos alcanzado aún “la salvación”, tampoco la hemos perdido porque “el proceso del mundo no está decidido todavía”, somos como los guardagujas que deciden por qué vías transita el ferrocarril, siendo esas vías nuestra propia vida. En una sociedad en crisis como la nuestra, no sólo económica o afectada por los efectos de una pandemia, sino acechada por el pesimismo y el vacío existencial, la manera en la que Bloch engendra en su filosofía la utopía y su relación con la esperanza parece más necesaria que nunca.
(El vuelo de la lechuza / 14-9-2021)
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