por Valeria Sabater
John Lennon se pasó gran parte de su vida pidiendo ayuda. Lo hizo en los años 60 con la canción “Help!” y lo repitió en la que fue una de sus últimas y proféticas composiciones: “Help me to help myseld”. El componente más idealista, revolucionario e inspirador de los Beatles escondió siempre un reverso traumático que a la vez le sirvió como gran impulso creativo.
Dicen que la tristeza es una emoción poderosa, que es casi como ese determinado resorte que dispara en algunas mentes las producciones artísticas más memorables. Lo vimos por ejemplo en Janis Joplis, aquella cantante de poderosa voz cuya muerte prematura nos dejó el recuerdo de una chica melancólica, que curiosamente ayudó al mundo a ser un poco más feliz en un momento de la historia.
Los Beatles, por su parte, consiguieron lo mismo, pero de un modo aún más universal. El impacto musical, cultural y social que generaron fue notable; sin embargo, pocos se fijaron en la tristeza que escondía la figura más intelectual del grupo: John Lennon. Quienes lo conocían de forma más íntima sabían que respiraba en él una figura a instantes suicida y devoradora, una sombra que lo llevó al exilio y a un aislamiento personal que duró casi cinco años.
Curiosamente, una de las últimas canciones que compuso antes de que Mark David Chapman lo asesinara a la entrada del edificio Dakota, evidenciaba ya la salida de aquel túnel personal y la búsqueda de una ansiada segunda oportunidad. Estaba esperanzado y volvía a confiar en sí mismo: “Querido John, / no seas duro contigo mismo. / Date un respiro / la vida no está hecha para correr. / La carrera ha terminado, has ganado.
John Lennon y el eterno grito de ayuda
Cuando John Lennon
escribió la letra de la canción “Help!” el resto del grupo se sorprendió
ligeramente, pero nadie quiso darle importancia en aquel momento.
Sonaba bien, formó parte de uno de los álbumes más vendidos y llegó a ser el
título de una película que estrenarían en 1965. Sin embargo, en aquellas letras
se contenía el estrés en
el que vivía Lennon y la presión externa que experimentaba ante una serie de
acontecimientos que iban más rápido de lo que podía procesar.
Años más tarde, y en una entrevista que Paul McCartney concedió a la revista PlayBoy, comentó que en aquel tiempo no fue capaz de ver la realidad personal que experimentaba su compañero y amigo. Lennon pedía ayuda a gritos, pero vivía en un mundo de sordos. En aquella canción hablaba abiertamente de su inseguridad, de su depresión y de la necesidad de que alguien le ayudara, de que alguien lo guiara para tener de nuevo los pies en el suelo.
Hay quien suele comentar que parte de esa angustia vital y eterna tristeza escondida, podría proceder de su infancia. Su padre fue un marino que abandonó tempranamente el hogar. Su madre, por su parte, también se apartó de él durante un tiempo, dejándole al cargo de sus tíos. Años después y justo cuando volvía a reconciliarse con su madre, fue testigo de su atropello. Un policía en estado ebrio la arrolló, quitándole la vida al instante; una escena de gran impacto que lo acompañó de por vida.
Cuentan sus biógrafos que para sobrellevar la tragedia se volcó mucho más en la música. Al fin y al cabo, su pasión por ese arte le venía de su madre, fue ella quien le enseñó a tocar más de un instrumento, ella quien le transmitió esa fascinación y a ella quien le dedicó una de sus canciones más íntimas: “Julia”.
John Lennon y la
terapia del grito
Cuando los
Beatles se separaron en 1970, Paul McCartney, George y Ringo no tuvieron
más que hacer discos más o menos pegadizos para seguir teniendo éxito. John
Lennon en cambio era incapaz de seguir esa línea. El mundo estaba lleno de voces, de movimientos, de injusticias y
encrucijadas sociales ante las cuales él se sentía demasiado sensible, incluso
indignado. Embestía contra la hipocresía política y atacaba
incluso a los jóvenes fanáticos que lo idolatraban a él y a otras figuras del
rock.
En uno de sus álbumes expresaba con crudeza sus pensamientos más profundos en aquella nueva etapa: no creo en la magia… No creo en Elvis… No creo en los Beatles… El sueño se acabó… Yo era una morsa, pero ahora soy John…”. Hacer música ya no le motivaba, no era motivo de alegría ni de satisfacción. Todo era un negocio ante sus ojos y se sentía aún más atrapado, cautivo en un cuadrilátero donde destruirse a sí mismo mediante la bebida y el LSD.
Ahora bien, algo que no todo el mundo sabe es que tras ser consciente de que ni la música ni la meditación ni las drogas lograban silenciar esa amarga tristeza que vivía en él, John Lennon empezó a trabajar con el psicoterapeuta Arthur Janov. Este conocido psicólogo desarrolló la terapia primal, una estrategia orientada a tratar traumas psicológicos mediante el grito primario y el psicodrama.
Este enfoque, al igual que otras muchas terapias catárticas y expresivas, se enfoca en la premisa de que todo dolor reprimido puede llevarse a la conciencia y resolverse mediante la representación del problema y la expresión del dolor resultante. John Lennon siguió durante varios años esta misma terapia con muy buenos resultados, hasta el punto de que una de sus últimas canciones fue resultado directo de aquel viaje terapéutico de maravillosas reconciliaciones internas.
(La mente es maravillosa / 24-1-2018)
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