por Berna González Harbour
Ni abuelita, ni ancianita, ni adulto
maduro, ni ninguna de esas apelaciones bobaliconas con las que solemos
denominar e igualar a las ancianas. Mucho menos viejoven o joviejo, términos
de nuevo cuño que Anna Freixas considera “una chorrada”. La
psicóloga y feminista se ha atrevido a derribar los mitos alimentados por un
supuesto amor anulador por parte de hijos y profesionales para defender la
vejez, así, con todas las letras, con un argumento impecable: “Tengo la suerte
de ser vieja porque no la he palmado. Somos viejas, viejales, pioneras,
veteranas, para qué buscar otros nombres y para qué aparentar otra cosa”,
afirma. “Las mismas que luchamos y conseguimos el divorcio, el aborto, el
matrimonio homosexual, la ley de violencia de género y tantos avances hoy
tenemos que conseguir otro: y es nuestro derecho a la dignidad”. Es la gran
tesis de su ensayo Yo vieja (Capitán Swing), que apela a una
nueva mirada de esa etapa de la vida que suele quedar opacada. Una interesante
e iluminadora provocación.
Freixas (Barcelona, 75 años) arrasa
con los lugares comunes que revisten la ancianidad y se propone romper los
clichés que estigmatizan, invisibilizan y anulan la vida y la voluntad
particular de cada persona mayor. “En una residencia u hospital desaparece tu vida,
tu pasado, ya no eres una periodista interesante, una cómica estupenda o una
costurera maravillosa. Somos gente que hemos aportado a la sociedad y de
repente nos encontramos con el borrado de nuestro pasado”. Su libro podría valer
para los hombres mayores, insiste una y otra vez, pero lo cierto es que habla
sobre todo de mujeres. Mujeres viejas. Mujeres hartas de la oscuridad que se
cierne sobre ellas tras pasar el umbral de la atracción sexual, de la
aportación al trabajo y de los estereotipos comerciales que exaltan la
juventud.
¿Por qué ese título: Yo
vieja?
Lo pensé para provocar, para dejar de
pedir perdón por hacernos viejas. Quiero demostrar que podemos ser
orgullosamente viejas y reivindicar el término que tanto asusta. El apelativo
de “abuela” por parte de desconocidos le parece “pecado mortal”. “Somos viejas,
fuimos jóvenes y hemos tenido la suerte de llegar a viejas”.
Las viejas, afirma, suelen ir por la
vida con complejos —”yo ya…”, “yo, como soy vieja…”—. “Pues sí, lo soy, déjame
ser vieja, orgullosamente vieja, no puedo ser joven y vieja a la vez. Mi libro
es una reivindicación, una normalización del término para dar luz a este
periodo de la vida que ha estado oscurecido y que da pánico”.
Frente a la rebelión contra la vejez
que impone una presión constante por parecer joven, por teñirse, por adelgazar,
por vestir como “una barbie patética”, Freixas defiende las
canas, elegir una talla más y asumir una nueva realidad física libre, serena,
tranquila, aunque sin caer nunca en la dejadez. “Si decides ser una vieja con
barba y bigote procura que suene a libertad, no a desidia”, afirma en su libro.
“Determinados aspectos de dejadez contribuyen a la exclusión de las viejas. Si
eres joven y te dejas el pelo en el sobaco, es libertad. Si eres mayor puede
sonar a desidia y aumentar el rechazo hacia la vejez”, explica.
¿Y acaso esto no es contradictorio?
Cuántas de las imposiciones de belleza se pueden rechazar y cuántas cumplir
para no caer en ese estereotipo de dejadez. Para ella, la respuesta es clara:
aquellos aspectos que contribuyan a la exclusión como el cuidado del vello,
dientes, uñas o la higiene deben mantenerse a raya. “Suelo decir a mi gente
que, si un día pierdo la cabeza, que por favor paguen a alguien que me limpie
la baba”. En el otro extremo, critica a las que se visten tan extravagantes y
estupendas que niegan su realidad y excluyen a las demás. “Yo quiero ser una
vieja en la que cualquier persona se pueda reconocer”.
La autora, como su libro, exuda un
espíritu de resistencia que evoca el mismo ánimo de lucha que ha guiado los
pasos de esa generación desde que dieron sus primeras coces. Setentonas,
ochentonas. Alumbraron las grandes conquistas sociales y hoy deben liderar
—sostiene Freixas— la lucha por derechos que no estaban contemplados: libertad,
dignidad, justicia y, en suma, “el control de nuestra vida hasta el último
día”. “Las mujeres viejas hemos sido pioneras en todo y nuestra misión ahora es
ser pioneras en ser viejas. Lo hemos tenido que inventar todo: el divorcio, el
aborto, el matrimonio homosexual, la ley de violencia. Hemos tenido que nombrar
tantas cosas que no tenían nombre, y ahora es momento de nombrar una vejez
cómoda y afirmativa”.
La libertad hoy, por ejemplo,
significa elegir estar en su casa, con sus recuerdos, sus vecinos, su marco de
referencia, sin que las muevan a una residencia contra su voluntad ―excepto en
estados físicos que lo requieran, concede― y con una sensibilidad social que
facilite los acompañamientos necesarios para poder salir, para tener afecto,
una vida cultural, sexual, para tener derecho a roce y “atender no solo lo
imprescindible, sino lo que te permite vivir dignamente”. “En las residencias hay una
persecución de la vida afectiva en connivencia entre la dirección y los hijos.
Hay que respetar ese desarrollo afectivo o físico. Otra cosa es que sea una
perturbada que vaya metiendo mano, pero si con 80 años tengo una relación con
derecho a roce con un señor o señora por qué no voy a poder, dónde está escrito
que no pueda. Estamos hablando de censura de la afectividad”.
O libertad para no ser víctima de los
hijos que se los llevan por turnos en contra de su voluntad. “Llevar a los
padres a casa y obligarles a dejar la suya cada quince días debería estar
prohibido mientras se tenga un mínimo de conciencia de sí misma”.
Pero hay un enemigo contra esa
libertad y está cerca: el amor merengue. “Lo practica todo el mundo, incluidos
hijos e hijas: bajo el deseo de bienestar y cuidado del mayor se esconde a
veces el deseo de que esta vieja no complique tu vida con su libertad. Ese
“mamá, es que no quiero que te rompas…”. Déjame romperme lo que sea. Yo quiero
manejar mi dinero y hacer lo que me dé la gana. En nombre del amor te quitan la
libertad y no quiero eso para las viejas. Quiero querer a quien quiera. Hemos
aportado muchísimo a la vida y es hora de hacer justicia”.
¿Vivimos demasiados años?
Creo que sí. A veces la vida es
demasiado larga para personas que tienen una vida difícil.
Freixas no tiene un gran deseo de vivir muchos años. Ha acompañado a su compañero en el tiempo último de su vida, cuenta, y eso lo tiene aún en la piel y, por encima de todo, defiende la necesidad de respetar la voluntad del ser amado aunque creas que lo que elige no le conviene. Pero ese tema, la muerte, es otro asunto. Mientras estemos vivas, viene a decir, que respeten nuestros derechos. De eso se trata.
(EL PAÍS / 9-9-2021)
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