por Sofía Viramontes
El 6 de septiembre del 2018 se cumplieron 20 años
de la muerte de uno de los más grandes maestros del cine, que dejó un legado
sobre la ruptura occidentalista al reventar las cabezas y expectativas de
quienes miraban el cine japonés con desprecio. Y desde el 23 de marzo de 1910,
se cumplen ciento nueve años del nacimiento del primer hombre japonés que
recibió un Premio de la Academia.
Akira Kurosawa nació y creció en Tokio en medio de
terremotos fulminantes, tensión y restricciones políticas que dictaban hasta
cómo respirar. Fue el séptimo y último hijo de Isamu y Shima Kurosawa. Uno de
sus muchos hermanos, Heigo, fue de una las grandes influencias en su vida y
obra: en 1923, cuando la región de Kanto fue destruída por un gran sismo que
dejó más de cien mil muertos y kilómetros de escombros, el hermano mayor de
Akira lo llevó a pasear entre la devastación. Cuando el niño de 13 años
retiraba la mirada de los cadáveres que se apilaban en las esquinas, Heigo, de
17, lo obligaba a mirar. Años después Kurosawa dijo que esa experiencia le
enseñó que lo que se necesita para vencer el miedo, es confrontarlo.
Este mismo hermano le abrió un camino hacia el
cine, pues Heigo trabajó como benshi, narrador de películas mudas.
Kurosawa lo acompañaba y se convirtió en un consumidor ávido de cine, sobre
todo, de las producciones que venían del otro lado del mundo, de occidente. En
1930 comenzó lo que el cineasta define como “los años oscuros”; Heigo se
suicidó y menos de dos años después, otro de sus hermanos murió.
Poco tiempo más tarde, incluso antes de que el
gobierno japonés lograra componerse de los daños del terremoto, comenzó la
Segunda Guerra Mundial. Un año antes, en 1938, Kurosawa había empezado un
programa de aprendices del director Kajiro Yamamoto en el gran estudio
cinematográfico Tōhō (famoso por sus películas de monstruos. En ese tiempo el
más famoso era Godzilla).
Pero Kurosawa no siempre quiso ser cineasta;
durante la primaria se interesaba por la pintura y el dibujo, e incluso trabajó
bajo el ala de uno de sus profesores, que consideró que su talento tenía
futuro. Después quiso entrar a la escuela de Bellas Artes, pero no fue
aceptado. El cine era otra manera de canalizar su deseo de expresarse, de hacer
arte.
Cinco años después de comenzar su trabajo como
aprendiz, Kurosawa ya había rodado su primer largometraje. Sugata
sanshiro: La leyenda del gran judo (1943), basada en un libro best
seller y recibida cálidamente por la crítica, menos por la del
gobierno japonés, que la encontraba lasciva y poco apropiada para los tiempos
de guerra por los que estaban pasando. La secuela se acató más a las reglas
gubernamentales, haciendo una reflexión de por qué el judo era mejor que el
box. Las otras tres películas que salieron durante la guerra también
mantuvieron discursos nacionalistas, y fue hasta 1946, cuando salió Waga
seishun ni kuinashi (No añoro mi juventud), que hizo una
crítica del régimen japonés, autoritario y censurador.
Kurosawa se acercaba a sus más grandes filmes,
aunque seguía demasiado joven y el clima político mundial no le permitía crecer
mucho. Pero frente al cambio de década, todo era posible: Japón había perdido
la guerra y ahora la censura la imponía Estados Unidos: una combinación
perfecta con las preferencias de Kurosawa, que llevaba años alimentándose de
Shakespeare, Dostoyevski, Tolstoi, Van Gogh, Renoir, Cézanne, y su director
favorito, John Ford.
La primera de sus películas en esta nueva era
fue Rashomon (1950), uno de los clásicos que todo estudiante
de cine ve en su primer semestre, una de las películas japonesas más conocidas,
y el largometraje que le valió a su director un León de Oro en el festival de
Venecia de 1951 y el Oscar a mejor película internacional, también en ese año.
Esta narra un asesinato de un samurai a través de los testimonios de cuatro
personajes; recurso que después utilizaron Tarantino, Robert Altman y Paul
Thomas Anderson.
Su siguiente gran éxito fue Shichinin no
samurai (Los siete samuráis), en el 54. Esta es considerada
como una de las películas más grandes e influyentes de la historia; le valió
otro León de Oro en Venecia y dos nominaciones al Oscar. En 1960 salió la
adaptación americanizada de este pilar del cine con el famoso western Los
siete magníficos, dirigida por John Sturges y estelarizada por Yul Brynner,
Steve McQueen y Charles Bronson.
También ganó un Oscar en 1975 por Dersu Uzala (El
Cazador), la primera que filmó en el extranjero. En 1980 se llevó el BAFTA
como Mejor director por la película Kagmeusha y en 1986 la
Palma de Oro del Festival de Cannes por Ran. Además ganó el
Oso de Plata al mejor director en el festival de cine de Berlín y cientos de
reconocimientos. En 1990 obtuvo el Premio de la Academia por su trayectoria
profesional.
Después de su muerte, Steven Spielberg lo llamó “el
Shakespeare pictórico”, pues sus historias son clásicas, muchas de ellas
adaptaciones de obras del dramaturgo inglés. Dos de los ejemplos más claros
son Kimonosu jo (Trono de sangre), filme de
1957 basada en Macbeth y Ran (Caos),
versión de El rey Lear que salió en 1985. Warai yatsu
hodo yoku nemuru, (Los canallas duermen en paz) también tiene
algunos paralelismos con Hamlet, aunque no es la adaptación
directa.
También hizo otras películas con evidente influencia occidental, como el filme de 1951 que lleva el mismo nombre que la obra de Dostoievsky, o Los bajos fondos de Gorky, de 1957; Tengoku to jigoku (El infierno del odio), que se basa en una novela negra de, Ed McBain, el escritor estadounidense y Yojimbo (El mercenario) que está inspirada en Dashiell Hammet.
(GATOPARDO)
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