por Alfredo Abad
Cuando los sofistas comenzaron a
incentivar las preguntas sobre el ser humano —abandonando progresivamente los
interrogantes acerca de la constitución última del mundo que dominaron los
intereses de la gran mayoría de presocráticos—, definieron otro
tipo de orientación filosófica que centraba su interés hacia lo que con mayor
precisión se definiría posteriormente como interioridad.
Las búsquedas cambiaban su rumbo, se
proyectaban ahora hacia el poco conocido espacio en el que el hombre podía
rastrear sus incógnitas dirigiendo la mirada hacia sí
mismo. El escepticismo de Protágoras, así como
los rastreos especulativos de Sócrates, son ejemplos de
este tipo de preocupaciones en las que el ser humano desempeña un protagonismo
incipiente por medio del cual la filosofía habría
de orientar sus problemas desde una reflexión que tornaba su enfoque hacia la intimidad. A pesar de las limitaciones que la
rodeaban inauguralmente, constituía una motivación para un pensamiento que se desenvolvía
en la esfera de aquella invocación délfica que
—tanto en el terreno de la tragedia como en el de la filosofía— pudo
presentarse y arraigarse con cierta fortaleza.
Conocerse a sí mismo definía una
consigna ética principalmente, mas no impedía por ello que las preguntas
derivaran hacia terrenos en los que el ser humano podría llegar a cuestionar e
inquirir su sentido, su búsqueda, su fin. Con posterioridad, no lejos de estas
posibilidades, distintas escuelas helenísticas, los estoicos y en cierto
grado el cinismo, lograron enfocar sus recorridos hacia la potencialidad que
procuraba el pensamiento cuando abría su orientación hacia un giro que dejaba
atrás el naturalismo primitivo, el cual sólo contemplaba el mundo externo;
ahora, el ser humano se descubría y se maravillaba no sólo por estar en el
mundo, sino por ser, él mismo, otro mundo.
El tránsito por estos caminos, sin
embargo, fue lento. No existen muchos ejemplos en la Antigüedad que puedan
exponer las búsquedas en torno al hombre desde una perspectiva en la que forma
y contenido concuerden y evidencien este tipo de preocupaciones. Las Meditaciones de Marco Aurelio constituyen
un buen referente de las reflexiones en donde el recogimiento se despliega y
hace manifiesta una obra en la que el objeto y el sujeto de estudio coinciden, aun cuando
ella esté determinada por cierto nivel de abstracción que impide distinguir
concretamente al hombre que las enuncia. Por eso, cuando se abordan las Confesiones de Agustín de Hipona, las posibilidades de una reflexión
completamente distintiva se logran evidenciar: esas búsquedas, esas
reflexiones, mostraban notoriamente el camino que una persona había transitado. Ningún libro en la
antigüedad tiene la fuerza y la concreción, estilística como conceptual, en el
cual logre ponerse en evidencia la voz y el rostro de una individualidad.
Las Confesiones muestran una sensibilidad arraigada en
el desgarramiento, en la lucha y el encuentro de un hombre que busca porque reconoce su singularidad.
Cuánto se asemeja ese sufrimiento a la inquietante necesidad de absoluto que
demanda hoy el nihilismo. El hombre que aquí se
confiesa sabe que ha sumergido su espíritu en la perplejidad y asombro que
rodea su curiosidad.
En la Antigüedad, el cristianismo
ayuda a consolidar la idea de persona,
no como un programa ideológico por supuesto, sino como un aspecto derivado del
papel del individuo y su libertad. Y
justamente en la obra de Agustín de Hipona este aspecto se logra moldear con
más precisión. El recorrido que narra en las Confesiones, sus
búsquedas, sus hallazgos, entre ellos un Dios trascendente, ilustran y realzan
su propia individualidad como experiencia concreta y genuina. Y en medio de tal
recorrido, se consigna la paradójica instancia en la que buscando a Dios se encuentra a sí mismo, se hace
persona. De esta manera, Agustín concreta su propia intimidad a través del
hallazgo de la trascendencia. Juego equívoco y extraño.
Una individualidad que se reconoce en su sentido de creaturidad, dependiente
claro, además de única, singular. Es ese recorrido —esa búsqueda— el propósito
que dispone el afianzamiento de su unicidad. Persona pues, paradójica,
porque hallándose halla la trascendencia, lo otro, y así
realza su individualidad y su experiencia concreta.
Pero no se trata de una egolatría
egotista. Es una individualidad que vive, una
singularidad clara que deja traslucir sus vicisitudes, sus travesías, sus
inquietudes. Confesarse es
poner en evidencia el sí mismo, es una puesta en escena de la interioridad que
busca abrirse desde una clara intención en la cual se desvelan las divergentes
experiencias que conforman la amplitud humana y su problematicidad. Es por ello
que si se habla de un sí mismo no se hace referencia a una subjetividad
fundante como la que se gesta en el cogito desde la
implementación y, a veces, deplorable trasformación del programa de Descartes, así como tampoco desde ciertas posiciones
que degeneran en un rígido substancialismo. Por el contrario, la individualidad
agustina se enfoca en la trayectoria de una vida cuyo enfoque se dirige
hacia un descubrimiento de sí que involucra la fractura y el fracaso como
procesos completamente ligados a la experiencia humana y, por tanto, expone no
una unicidad sino una pluralidad que revela el flujo y la dispersión de las
experiencias humanas. Agustín ha expuesto su ruina, su menoscabo, y tal
recorrido hace parte importantísima de su desvelamiento y de la construcción de
sus rasgos. Por supuesto, parte de estas distinciones son debidas al enfoque
cristiano que consolida una referencia ineludible dentro del proceso trazado en
el tránsito que aquí se destaca, pues precisamente, los límites que se exponen
revelan la peculiaridad e individualidad del individuo que se confiesa,
incentivando así el registro de una voz que quiere expresar su
puesto en el mundo, su impronta y carácter, su máscara, su persona.
A través de estas particularidades,
es destacable la vulnerabilidad que Agustín
deja plasmada en su obra, las marcas de una experiencia signada por el reconocimiento de su fragilidad. Y el registro de
dicha condición se consolida de una forma poco usual en el mundo antiguo. Se
trata en este caso del desvelamiento de su rostro, la escenificación de un alma que abre su intimidad y expone sus
vicisitudes y luchas mientras su expresión implica la elección
de una escritura en donde la primera persona consolida una tonalidad precisa.
Confesarse es no sólo registrar un contenido que detalle una declaración acerca
de ciertas experiencias. En esa manifestación es necesaria la elección de una
escritura que dé cuenta de tal convicción; y si hoy nos parece que escribir en
primera persona es algo trivial, no lo era en el contexto de una literatura
filosófica en la cual los diálogos y los tratados dominaban los marcos
expositivos. Esta elección tiene unas connotaciones bien definidas, y se enfoca
dentro de un ámbito mayor que deja atrás las meras revelaciones de tipo moral.
Por ello, el proceso implica un desarrollo en el cual la intimidad y el
desvelamiento de una fenomenología de la conciencia tiene amplias
repercusiones.
Las Confesiones describen un proceso íntimo, no son simplemente una
narración con ciertos datos autobiográficos. Agustín explora, critica, analiza,
reinterpreta, cuestiona los derroteros espirituales, las inquietudes
intelectuales, los afectos y emociones. Reconfigura sus vivencias y sus
preguntas porque escudriña su vida, enfoca y direcciona su constitución vital, expone constantemente su asombro para plasmar una indagación
filosófica que le permite construir una obra fecunda y
auténtica.
A través del camino que recorrió, logró gestar una filosofía que, como ya se indicó, al margen de las pretensiones morales y religiosas que ordenan su pensamiento, define una orientación que no puede pasar desapercibida. Los estímulos derivados de sus búsquedas e inquietudes constatan una experiencia filosófica donde se afianza la construcción de una teorización del mundo que no puede desprenderse del derrotero práctico que implica. Las Confesiones son la exégesis problemática de una vida que, con intensidad, esboza las preocupaciones y la fuerza de un corazón y un intelecto que no logran distinguirse. Agustín pudo problematizar su existencia, robustecer sus preguntas, revelar sus fisuras. Filosofar es un ímpetu que el autor africano supo dirigir, buscando la trascendencia, desde su propio nosce te ipsum: conócete a ti mismo.
(El vuelo de la lechuza / 23-8-2021)
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