Texto del escritor César Vallejo de su libro El arte y la revolución, escrito
entre 1929 y 1930.
Hay
hombres que se forman una teoría o se la prestan al prójimo, para luego tratar
de meter y encuadrar la vida, a horcajadas y a mojicones, dentro de esa teoría.
La vida viene, en este caso, a servir a la doctrina, en lugar de que ésta —como
quería Lenin— sirva a aquélla.
Los
marxistas rigurosos, los marxistas fanáticos, los marxistas gramaticales, que
persiguen la realización del marxismo al pie de la letra, obligando a la
realidad histórica y social a comprobar literal y fielmente la teoría del
materialismo histórico —aun desnaturalizando los hechos y violentando el
sentido de los acontecimientos— pertenecen a esta clase de hombres.
A
fuerza de querer ver en esta doctrina la certeza por excelencia, la verdad
definitiva, inapelable y sagrada, una e inmutable, la han convertido en un
zapato de hierro, afanándose por hacer que el devenir vital —tan preñado de
sorpresas— calce dicho zapato, aunque sea magullándose los dedos y hasta
luxándose los tobillos.
Son
éstos los doctores de la escuela, los escribas del marxismo, aquellos que velan
y custodian con celo de amanuenses, la forma y la letra del nuevo espíritu,
semejantes a todos los escribas de todas las buenas nuevas de la historia. Su
aceptación y acatamiento al marxismo, son tan excesivos y tan completo su
vasallaje a él, que no se limitan a defenderlo y propagarlo en su esencia —lo
que hacen únicamente los hombres libres— sino que van hasta interpretarlo
literalmente, estrechamente. Resultan así convertidos en los primeros traidores
y enemigos de lo que ellos, en su exigua conciencia sectaria, creen ser los más
puros guardianes y los más fieles depositarios. Es, sin duda, refiriéndose a
esta tribu de esclavos que el propio maestro se resistía, el primero, a ser
marxista.
Partiendo
de la convicción de que Marx es el único filósofo que ha explicado
científicamente el movimiento social y que ha dado, en consecuencia, y de una
vez por todas, con la clave de las leyes de la historia, la primera desgracia
de estos fanáticos consiste en amputarse de raíz sus propias posibilidades
creadoras, relegándose a la condición de simples panegirista: y papagayos de
«El Capital».
Según
ellos, Marx será el último revolucionario de todos los tiempos y, después de
él, ningún hombre podrá descubrir nada. El espíritu revolucionario acaba con él
y su explicación de la historia contiene la verdad última e incontrovertible,
contra la cual no cabe ni cabrá objeción ni derogación posible, ni hoy ni
nunca. Nada puede ni podrá concebirse ni producirse en la vida, sin caer dentro
de la fórmula marxista. Toda la realidad universal es una perenne y cotidiana
comprobación de la doctrina materialista de la historia.
Para
decidirse a reír o llorar ante un transeúnte que resbala en la calle, sacan su
«Capital» de bolsillo y lo consultan. Cuando se les pregunta si el cielo está
azul o nublado, abren su Marx elemental y, según lo que allí leen, es la
respuesta. Viven y obran a expensas de Marx. Ningún esfuerzo les está exigido
ante la vida y sus vastos y cambiantes problemas. Les es suficiente que, antes
de ellos, haya existido el maestro que ahora les ahorra la obligación y la
responsabilidad de pensar por sí mismos y de ponerse en contacto directo con
las cosas.
Freud explicaría fácilmente el caso de estos parásitos, cuya conducta responde a instintos e intereses opuestos, precisamente, a la propia filosofía revolucionaria de Marx. Por más que les anime una sincera intención revolucionaria, su acción efectiva y subconsciente les traiciona, denunciándolos como instrumentos de un interés de clase, viejo y culto, subterránea y «refoulé» en sus entrañas orgánicamente reaccionarias. Los marxistas formales y esclavos de la letra marxista son, en general, casi siempre, de origen y cepa social burguesa o feudal. La educación y la cultura y aún la voluntad, no han logrado expurgarlos de estas lacras y fondo clasistas.
(Bloghemia / 3-8-2021)
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