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MANUEL ESPÍNOLA GÓMEZ: EL MIRADOR ACUSANTE


 SOBRE LA RETROSPECTIVA DE MANUEL ESPÍNOLA GÓMEZ EN EL MNAV, QUE SEGÚN HUGO GIOVANETTI VIOLA DEBIÓ LLAMARSE “EL MIRADOR ACUSANTE”

 

por MARTÍN SALABERRY

 

La única biografía “autorizada” que se ha publicado sobre el que hoy puede ser considerado como uno de los mayores plásticos americanos del siglo XX se titula Los recovecos de Manuel Miguel / Desbocada reinvención de la vida de Manuel Espínola Gómez (Ediciones Caracol al Galope, Montevideo, 1999) y fue escrita entre 1993 y 1998 por Hugo Giovanetti Viola (bajo la severa vigilancia aprobatoria del biografiado) y presentada en la Galería Latina, donde en 1980 se había montado la legendaria primera retrospectiva del juglar solisense. La primera edición en soporte papel de esta extensa “especie de novela-ensayo-testimonio absolutamente no convencional” (según la definiera Saúl Ibargoyen en la revista mexicana El Entrevero en 2001) se agotó en poco tiempo y fue reditada en formato WEB por elMontevideano Laboratorio de Artes en 2016, sumándosele ahora una nueva edición virtual aumentada que tendrá una difusión internacional “teledirigida”, como sucedió con otros títulos cardinales de la Biblioteca Hugo Giovanetti Viola: Viaje al fin del miedo / Creer o reventar en formato bilingüe (Voyage au bout de la peur / Croire ou crever), Yo el Protector / Memorial personal de Pepe Artigas (en una doble versión escrita y de audiolibro), Morir con Aparicio y Puro verso / poesía completa 1973-2021. La presente entrevista también será incluida en esta tercera “excavación” en los subsuelos “no oficiales” de la durísima aventura existencial que sigue afrontando el maestro traicionado por la Toldería de Tontovideo al que le fue dedicado, en el centenario de su nacimiento, hasta un sello del correo, para maquillar mejor el despojo profundo.

 

¿Cuándo iniciaste la amistad que se fue volviendo tan fuerte como un vínculo de sangre con Manuel Espínola Gómez?

 

A Manolo lo conocí en el boliche que queda frente a El Gaucho, en abril de 1975. Yo había llegado de París en diciembre del 74, y esa tarde nos reunimos junto con Saúl Ibargoyen, Juan Carlos Macedo, Tarik Carson, Laura Oreggioni y Ricardo Grasso para fundar una revista como herramienta de resistencia cultural a la dictadura, que ya se estaba poniendo negrísima. Durante los próximos meses, fuimos elaborando el primer número de aquella publicación que se iba a llamar Palabra en encuentros clandestinos realizados rotativamente en las casas de algunos integrantes y disfrazados de “tallarinadas festivas”, por ejemplo, aunque en plena clandestinidad, porque la pandemia fascista prohibía las “aglomeraciones” igual o peor que ahora. Me acuerdo que al terminar aquella primera juntada en el boliche de El Gaucho nos fuimos a cenar a un fondín con Saúl y Manolo, que nos habló de los “serenísimos paisajes geometrizados” que iba a exponer en la Galería Losada en noviembre, desbordando un entusiasmo tan contagioso que estuve a punto de preguntarle si no se podía pasar a verlos en el apartamento que él alquilaba en Avenida Brasil, pero no me animé.

 

Y ya en pleno invierno, después de una reunión en la casa de Macedo donde el Peludo me frotó dos o tres veces el poco pelo que me quedaba (y yo sentía que su manaza chistosa irradiaba una especie de amistad irreversible) me ofrecí a llevarlo hasta su casa en la camioneta de mi padre y él me “invitó” a comer en una parrillada-galpón que había frente al zoológico “siempre que yo pagara”. “Yo ando sin un peso” me explicó, con una picardía muy bonachona: “Pero apenas cobre la jubilación te devuelvo el importe”. Y mientras devorábamos unos chorizos y unas morcillas dulces que funcionaron como postre me explicó que lo que quería lograr con la muestra de noviembre era una serenidad mozartiana para esperar a la muerte. Y entonces me animé a pedirle que me mostrara los paisajes geometrizados. “Yo te los mostraría, pero el problema es que todavía no los pinté” me contestó sacudiendo la melena como un perro mojado: “Todo este asunto de la revista no me ha dejado concentrar, pero en cualquier momento les meto el diente”. Y de golpe entendí por qué alguna gente me había dicho que era un hombre medio loco, pero no le perdí la fe.

 

Cuando llegó la primavera mandamos componer el primer número de la revista “Palabra” con autorización del Ministerio de Cultura y después que recogimos las pruebas de galera para hacer la primera corrección el Ministerio del Interior secuestró los plomos (ya pagos) de la imprenta y nos quedamos sin publicación y sin plata, aparte de que Leonidas Spatakis -que figuraba como redactor responsable- fue interrogado durante horas en el Departamento 4 del Ejército. Ya estábamos a fines de setiembre, y apenas me enteré del desastre fui a avisarle a Manolo y me gritó que pasara y lo encontré parado (con el pecho desnudo y las elefantiásicas piernas entreabiertas igual que en un duelo a pistola del Far-West) frente a uno de los ocho cuadros polifocalistas (“Cierto regreso, cierta continuidad, cierto sueño”) descargando “pincelazos percutientes” y alcancé a ver otro de los paisajes terminado (“Más allá de nuestros días”) y tuve la erizante sensación de estar contemplando un reino que trascendía al desasosiego de este mundo. “Seguí tranquilo” murmuré, y volví a mi casa igual que si me hubiera zampado un hongo de los que le trastrocaban el punto de encaje a Castaneda.

 

¿Cuál pensás que sería la mejor definición de la postura estética de Espínola Gómez?

 

Bueno, él dejó especificado con mucha claridad en sus escritos que no se suscribía a la clasificación epistemológica occidental (de neto corte cartesiano) que separa a los científicos y a los artistas, por ejemplo. Y se consideraba nada más que un obrador investigativo, ya sea pintando como remodelando espacios arquitectónicos o escribiendo poesía. Su objetivo era HORADAR EL MISTERIO HASTA RESTITUIRLE ALGO ASÍ COMO LA INMACULACIÓN DEL IN ILLO TEMPORE, porque consideraba que no estamos hechos para ser felices y que mientras el misterio permaneciera totalmente inasible habría tristeza.

 

En tu biografía hablás del “mirador cavante” que él fue ya desde niño, en su mítica infancia solisense.

 

Sí, eso está tomado del catálogo de la primera exposición polifocalista, donde Manolo explica que en su pueblo ya buscaba -entre otras cosas- el descubrimiento, a través de “golpes afortunados de pupila -en realidad pupila gobernada-, de fisonomías frescas, no demasiado familiares, “incontaminadas” para obtener la “restitución” -de una parte al menos- del “misterio original”, en cierto modo perdido o manoseado.

 

Una búsqueda que podríamos emparentar con la “persecución metafísica” que obsesiona al saxofonista de Cortázar.

 

Exacto. Porque en los dos casos nos encontramos frente a un EXÓTICO Y DESEQUILIBRANTE PERSEGUIDOR DEL ABSOLUTO: dos representantes del SEÑORÍO BARROCO AMERICANO DE DESTELLO GONGORINO Y SOTERRAMIENTO POPULAR que definiera indeleblemente Lezama Lima en las conferencias donde anunció la consolidación del rol libertario que le correspondía asumir al NUEVO MUNDO.

 

¿Y no pensás que ese absoluto también podría ser llamado Dios? Johnny Carter (el clon cortazariano de Charlie Parker) termina por reconocerlo.

 

Bueno, siempre hay que tener mucho cuidado con esa palabra. Porque en el libro de Jorge Abbondanza que editó Galería Latina, Manolo -que respetaba y valoraba mucho a las religiones en su rol de “sostén civilizatorio”- la caricaturiza satíricamente diciendo que un eventual DIOS sería, a lo sumo, una especie de GERENTE GENERAL DEL UNIVERSO. Y sin embargo aseguraba que el poema más profundo y sencillo que se había escrito en la historia del hombre es aquella cuarteta de Machado que reza: Y tú Dios por quien todos vemos / y que ves las almas / dinos si todos un día / hemos de verte la cara. Y el saxofonista de Cortázar acepta que ha vivido buscando (o persiguiendo) a Dios, pero en el cachetazo final que le encaja al crítico fariseico se desmarca de cualquier teología con ferocidad: Sobre todo no acepto a tu Dios. No me vengas con eso, no te lo permito. Y si realmente está del otro lado de la puerta, maldito si me importa. No tiene ningún mérito pasar al otro lado porque él te abra la puerta. Desfondarla a patadas, eso sí. Romperla a puñetazos, eyacular contra la puerta, mear un día entero contra la puerta. Aquella vez en Nueva York yo creo que abrí la puerta con mi música, hasta que tuve que parar y entonces el maldito me la cerró en la cara nada más que porque no le he rezado nunca, porque no quiero saber nada con ese portero de librea, ese abridor de puertas a cambio de una propina.

 

Ahora me traslado a una zona de hielo frágil. ¿Qué fue lo que pasó al final con el inconcluso Museo Espínola Gómez de la calle Paraguay, entre Canelones y Maldonado?

 

Pa, Este tema me hace sentir tan penosamente identificado con Bartebly que la mejor respuesta sería: “Preferiría no tener que contarlo”.

 

Pero vos no estás tan loco como el personaje de Melville. Y en Tontovideo estamos cansados de esconder la verdad abajo de la alfombra (empezando por la endémica falta de profundidad con la que se sigue estudiando la epopeya artiguista).

 

Tenés razón. Me acuerdo que cuando empecé a escribir “Los recovecos de Manuel Miguel” el Peludo empezó a llamarme “mi sepulturero”. Porque lo que él pretendía era que yo, a partir de la base de su historia “verídica” le inventara OTRA VIDA. Y en esa otra vida era inevitable caer en el espinoso tema de la concreción de su museo personal con el que siguió soñando hasta cerca de 2000.

 

Y vos terminaste haciéndolo dialogar ucrónicamente con Mozart, Bajtin, Tolstoi, Dostoievski y tutti quanti. Mirá si se te ocurría engancharlo con el Rey Lagarto hasta hacerlo volverse un tejedor “de nidos mojados de pelo y piel” o con el estrabismo místico de Patti Smith.

 

En ese libro podía entrar cualquiera, siempre que hubiera “loqueo” fructífero. Esa era la consigna estética de Manolo: lograr, a través de SÍMBOLOS IRRACIONALES DE VALOR COGNITIVO TAN VEROSÍMIL COMO LOS HALLAZGOS DEL FISICALISMO (y en esto coincidía totalmente con Jung), el desmantelamiento de la carcelaria corrección positivista que nos exige el establishment y bucear en el inconsciente hasta obtener lo que él llamaba BIOPSIAS DEL TEJIDO IMAGINATIVO. Pero eso me fue exigiendo pararme en los pedales (fue un libro tan terriblemente difícil de SOÑAR Y ESTRUCTURAR que me quedé trancado varias veces y él me toreaba haciéndose el canchero: “Pa mí que vos no vas a terminar nunca ese cronotopo, sotipe”) hasta desembocar levantándole el velo a la ignorada historia de su museo inconcluso. Y a pesar de que me fue controlando capítulo por capítulo y letra por letra (me tachó un montón de cosas) permitió que lo hiciera aparecer diciendo que la cultura de este país siempre estuvo dirigida y manipulada por CRIMINALES (incluidas las universidades, a las que les llamaba STUDS). Y pienso que era por eso que me llamaba mi “sepulturero”: porque lo iba dejar tan escrachado como al mismísimo Imperator que nos lapidó llamándonos la “Toldería de Tontovideo”.

 

Lapidación que el establishment no le perdonó nunca a Julio Herrera y Reissig.

 

Además de condenarlo al “ninguneo maquillado por honores oficiales” que se le siguen concediendo para llenar el ojo. Y lo más espantoso es que lo hayan despedido frente al panteón nacional para hacerle creer a la gente a través de una fotografía que le iban a conceder por lo menos el reconocimiento de alojarlo en nuestro “Olimpo Fúnebre”. Pero cuando García Lorca vino en el 34 y le pidió a Amorim para leer en el cementerio un soneto “herreriano” que le había escrito al “maestro de maestros iberoamericanos”, hubo que explicarle que el destrato pos-mortem con el que se lo humilló fue tan eficaz que no sabremos nunca donde está enterrado.

 

¿Y vos en qué momento conociste el local del futuro museo?

 

Yo me reencontré con Manolo en el 90, después de años de no vernos. Y cuando Carlos Marchesi me ofreció desempeñar la Jefatura de Redacción de la revista “Proyección” me ofrecí a pedirle a Espínola un diseño para la tapa. Lo encontré en el boliche de turno (que en ese momento era “el de la pared caliente”, en la esquina de Paraguay y Mercedes) y en un par de semanas me llevó a conocer el gigantesco local que había pertenecido a ASSE y que durante la primera administración de Sanguinetti le fue concedido en comodato por treinta años. El proyecto estaba muy avanzado, y en el entrepiso de la primera planta se había construido un apartamento completo donde él vivía soñando y esperando que quedara terminado el museo. Yo nunca supe si hubo un canje o algo por el estilo, pero Manolo (que siempre fue poco prolífico) había donado casi treinta de sus obras grandes al Estado, y lo único que le importaba era dejarle a su país aquella especie de “fortaleza plástica”. Pero cambiaron los gobiernos y la poca plata que se necesitaba no apareció nunca, hasta que durante la administración de Mujica un mandamás posmoderno del Ministerio de Cultura, Hugo Achugar, se apoderó del local argumentando que un Inspector había informado que el tránsito de camiones por la calle Paraguay era perjudicial para la conservación de obras pictóricas y Chau Pinela, diría Manolo. Nos robaron el museo. Magalí Sánchez asistió a la reunión donde el Inspector (que era el yerno del Ministro Erlich) expuso aquel disparatadísimo informe y cuando ella argumentó que a esa altura de la calle Paraguay nunca pasaban camiones de carga se dio cuenta de que la habían invitado a un baile sin derecho a protestar, como dice Rubito Lena en la polca De cojinillo.

 

No entiendo. ¿Por qué decís “nos robaron”?

 

Porque los encargados de custodiar la obra de Manolo éramos cuatro albaceas nombrados por él (que asumimos jurídicamente, papel sellado mediante, la custodia de la heredad espinoliana): la tapicista Magalí Sánchez, la cineasta Ximena Oyanedel, el arquitecto Mariano Arana y un servidor. Pero el problema de fondo es que a partir de 2003, cuando faltó Manolo, nunca se consiguió dinero para el mantenimiento de un edificio que se inundaba a cada rato y necesitaba una urgente refacción en la azotea. El lugar igual siguió funcionando muy precariamente con el nombre de Fundación Espínola Gómez, y me acuerdo que en 2010 exhibimos una avant-première montevideana del cortometraje Esto lo aprendí de Onetti (estrenado en una edición del Festival de Cine del Mar montada en el hotel Conrad), que guioné a partir de unos de mis relatos breves y dirigió Álvaro Moure Clouzet. Pero pocos años después kaput: hubo que disolver la Fundación y entregar las obras al MNAV (en un perfecto estado, porque los cuadros eran revisados, rotados de posición y refrescados cada seis meses) para que se salvaran. Todo ese material fue recibido por Enrique Aguerre en presencia de escribanos del MEC. Hasta que en la siguiente administración (la de Vázquez) aquel hermoso local por el cual yo vi llorar una noche al Viejo pasó a llamarse de golpe Espacio Espínola Gómez y a albergar oficinas ministeriales donde se tramitaban los Fondos Concursables.

 

Pero tengo entendido que también se exponían algunas obras de Espínola Gómez.

 

Sí, eso fue producto de un verticalazo de la Ministra María Julia Muñoz, una pintoresca dama de mano dura para los conflictos salariales (los gremios de la enseñanza la recuerdan muy bien) y una envidiable agilidad para candombear en las Llamadas. El problema es que la doctora Muñoz, que es especialista en enfermedades infecciosas y epidemiología, no tenía la suficiente cultura sanitaria para prever que las obras que se expusieran en aquel lugar lleno de polvo y agredido muchas horas por el sol vespertino se podían deteriorar. Uno de los más impactantes cuadros polifocalistas, por ejemplo, Más allá de nuestros días, cuelga en este momento en el Museo del Parque Rodó sin haber sido reparado. Y algunas de las famosas Interrupciones (conocidas en el ambiente plástico como Persianas) tuvieron que ser restauradas por Magalí Sánchez antes de la entrega del acervo. ¡Y estaban colgadas a cinco metros de altura porque en el Ministerio no disponían ni siquiera de un guardia! ¡Pero además Hugo Achugar, Erlich y su yerno tuvieron que aceptar que por la calle Paraguay no pasaban camiones de carga! Lo triste es que es gracioso.

 

¿Y a quién se le encargó la curaduría de esas obras?

 

A Enrique Aguerre, un hombre de innegable eficacia y conocimientos al que le debe haber sido imposible desobedecer a la Ministra de Hierro. Pero lo que uno se pregunta es quién fue que el que realmente inventó esa “tapadera con cola de paja”, porque no creo que la tramoya se le haya ocurrido a María Julia Muñoz. Es un acto criminal demasiado sutil, típico del maquiavelismo cobarde de los burócratas que actúan detrás de esa clase de cortinados donde Hamlet tenía que clavar la espada a ciegas.

 

El día de la inauguración de la excepcional retrospectiva que se le está dedicando en este momento a Manuel Espínola Gómez, concurrí a primera hora (porque a mí, uno de los albaceas y único biógrafo del homenajeado, no me invitó nadie ni me avisó que esa noche iba a haber un festejo adonde concurrirían las máximas autoridades nacionales) y cuando nos saludamos chocando pandémicamente los puños con el curador Oscar Larroca, me identifiqué como el autor de la biografía de Espínola Gómez y él sonrió forzadamente: “¿Qué biografía?”. Yo lo dejé pasar, como suele decir Philip Marlowe, y después de un rato lo felicité por la prolijidad del homenaje (que Manolo no hubiera aprobado, sin embargo, porque como se demostró en la maravillosa retrospectiva realizada en el SUBTE en 2000, prefería el ordenamiento imprevisiblemente diacrónico de sus obras, al punto que la responsable oficial del espacio, Alicia Haber, hizo público su desacuerdo con aquel montaje “incorrecto”) y de golpe le pregunté: “¿Y cuando termine esta exposición toda esto va a ir va a parar al sótano el Museo?”. “Por supuesto” me contestó Larroca, que daba la impresión de sentirse el artífice más importante de aquella explosión de depuraciones transpirada por Manolo a lo largo de medio siglo: “Pertenece al Estado”. 


¿Y no le preguntaste si estaba al tanto de toda la maniobra que terminó por sepultar al mismísimo museo? 


Sí, pero a Larroca se le oscureció mucho la mirada y murmuró, ayudándose a desbloquear la desvergüenza con el tapabocas: “Bueno, sobre ese asunto sé algunas cosas de las que ni siquiera quiero hablar”. Y yo me fui pensando que la fastuosa exposición conmemorativa se parecía al mausoleo que le dedicó el Ejército fascista al más despreciado de los orientales, por lo que tendría que haberse llamado por lo menos “EL MIRADOR ACUSANTE”. Y ya que hemos nombrado el coraje de Federico cuando se hizo llevar al Cementerio Central a leer frente a cualquier tumba el soneto dedicado al Imperator, creo que vale la pena terminar esta entrevista que “preferiría no haber contestado” citando los versos más impresionantes de Oficina y denuncia (y dedicárselos a los Ministerios de Cultura de todas las banderías que terminaron por robarle a Espínola Gómez su sueño más amado): Óxido, fermento, tierra estremecida. / Tierra tú misma que nadas por los números de la oficina. / ¿Qué voy a hacer? ¿Ordenar los paisajes? / ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, / que luego son pedazos de madera / y bocanadas de sangre? / San Ignacio de Loyola / asesinó un pequeño conejo / y todavía sus labios gimen / por las torres de las iglesias. / No, no, no, no; yo denuncio.

1 comentario:

Magali Sánchez Vera dijo...

Me parece brillante, realmente el Maestro creo que leyendo esto debe estar empezando esa pícara sonrisa medio de costado antes de decir "y alguien iba a atreverse, es lo menos que esperaba..."
Porque aún quedando muchas cosas por decir (y espero que esta nota continúe y narre el tristísimo episodio de la falta de respeto con que se trató su cáscara carnal), hay mucho por decir sobre el absoluto desprecio por todo su acervo que no es solamente la obra plástica. Es eso que alguien llamo "papeluchos" y que peanece guardado y cuidado escasamente por falta de rubros. En esos miles de papeluchos tan atrevidamente bautizados yace el gran Espínola. Susbocetos de servilletas, sus perfiles, sus poemas, sus prosas, todo lo que dejó en 7 años de militancia, sus tapas de libros, sus recuerdos, hasta su diccionario de "palabras en desuso". Sin dinero para renovar papel libre de ácido, sin dinero para reponer deshifificafores , sin horas para que su letra escrita en grafito sobre papel de mala calidad se pierda definitivamente. La noche antes de su muerte le prometí cuidar todo lo suyo "como perro guardián", pues el sabía el significado que tenían y tienen mis perros por el llamados "perros con pijama'.
Le falle en la promesa de llevarlo junto al General. Le falle en la promesa de ser perro guardián en "más allá de nuestros días" (obra que el decía era la más optimista que había hecho soñando en un futuro). Ya estoy vieja y me atormenta cada minuto que su reloj marca implacable, de no poder tampoco proteger sus "papeluchos" que me encomendó cuidar mientras yo viva. Porque "el tiempo tiene un miedo ciempiés a los relojes" y ahora ese es mi miedo.
Esta nota devuelve un poquito la esperanza de que muchas cosas deben saberse.
Y agregó que también fue albacea de su obra plástica junto a los cuatro nombrados, el maestro León Biriotti, ya fallecido.
Gracias Hugo por esta puesta de otra cara de la verdad

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