por Eugenia Flores Soria
Durante diez años me negué a leer Desgracia, aclamada obra
del nobel sudafricano J. M. Coetzee. En una muestra internacional vi la
película homónima protagonizada por John Malkovich y dirigida por Steve Jacobs.
Salí aterrada. Casi toda la semana evité quedarme sola en la casa y no podía
quitarme cierta energía perturbadora que había adquirido en la función. En esos
días no supe ponerle nombre a aquella sensación tan invasiva. Después me topé
con la novela en algunas ferias del libro. Decididamente, la ignoré hasta que
le di otra oportunidad. Comprendí cuál era el terror de la historia. Coetzee,
en su genialidad, presenta un personaje tan fracturado, con tanto desenfado por
la vida, que a veces sus fisuras hacían de espejo. Destellos incómodos,
tenebrosos, tristes, que nos devuelven algo de nosotros, lo que odiamos: La
parte incomprensible de ser humano que cubrimos siempre con un
antifaz. De hecho, nos llamamos así, persona, que en latín
significa “máscara”.
En la primera página aparece David Lurie, un profesor universitario que
imparte insípidas clases de literatura. Apenas sobrepasa los cincuenta años.
Dos veces divorciado, no disfruta mucho su trabajo y “resuelve el problema del
sexo” con Soraya, una prostituta. Su vida cambia cuando se involucra con una
estudiante muy joven, Melanie. La relación es extraña. Él la asecha, ella no lo
rechaza por completo, pero se nota que no sabe cómo alejarse de él. Un día, el
maestro pretende acostarse con la estudiante. “…No se le resiste. Lo único que
hace es rehuirlo: aparta los labios, aparta los ojos”, escribe Coetzee. Más
adelante, David reflexiona: “No es una violación, no del todo”. Melanie
denuncia al profesor por abuso sexual. Se hace un escándalo mediático del que
David escapa.
Este primer planteamiento parece algo convencional: el profesor con la
alumna. Pero las circunstancias lo hacen más complejo. A Lurie le ordenan en la
universidad que pida perdón públicamente, él no lo hace porque “no está
arrepentido”. De pronto surgen preguntas en el lector: ¿Quién es este hombre?
¿Fue o no una violación? ¿Exageró Melanie? Mi respuesta es que sí fue una
violación y que no, la joven no exageró. La primera vez que leí la obra no
pensé de esa manera, ahora pongo atención en el lenguaje. Es terrible y lúcido.
Sin caer en la caricatura o el trillado discurso del sinvergüenza (del que
muchos novelistas actuales han abusado), Coetzee lanza estas frases escabrosas,
llanas, que son demoledoras. Me recuerda un poco al estilo de Albert Camus.
Cuando da sus argumentos, David expone:
“Vivimos en una época puritana. La vida privada de las personas es un
asunto público. La lascivia es algo respetable; la lascivia y el sentimiento.
Lo que ellos querían era un espectáculo público: remordimiento, golpes de
pecho, llanto y crujir de dientes a ser posible. Un espectáculo televisivo, la
verdad. Y yo a eso no me presto”.
Pese a que la novela fue publicada en 1999, sorprende el análisis
visionario de su autor. Coetzee nos advierte de la banalidad, de la
civilización del espectáculo y convierte a su personaje en una crítica de ello.
Cuando el profesor abandona Ciudad del Cabo, se refugia en la granja de su hija
Lucy. Aquí se plantea otro símbolo importante. El contexto histórico de la
novela retrata el conflicto racial que dejó el apartheid, donde los
blancos tenían derechos y privilegios que les negaban a los negros. Vivían en
sitios separados en un ambiente de discriminación. En el libro, la casa de Lucy
está en medio de la nada. A veces le ayuda su vecino Petrus, quien trabaja de
perrero. Ella colabora con una asociación de animales y rescata perros en
condición de calle.
Un día se acercan a la granja tres extraños, “dos hombres y un chico”.
Atacan a David incendiándole la cabeza y violan a Lucy. En la primera parte, el
profesor representa la figura del poder: hombre maduro, blanco, con estatus,
somete a mujer joven, inexperta, sola. Ahora los invasores: hombres jóvenes,
negros, segregados someten a la mujer blanca. Esta inversión de papeles se
agrava porque Lucy queda embarazada de los agresores. Su actitud también es
pasiva: no denuncia, no huye, no aborta, no contraataca. Decide casarse con
Petrus (que resulta ser pariente de los violadores) como un trato en el que
ella es parte de las “ganancias”. El padre intenta impedirlo, pero Lucy
no cede.
Entre la carga de símbolos de la novela están los perros: lo animal, la
esencia de la naturaleza, la ausencia de moralidad o conciencia. A la par,
durante todo el libro, resuenan los versos de Lord Byron, el poeta favorito del
maestro. Los nombres son importantes. Un amigo traductor me explicó que la
palabra disgrace no significa lo mismo que en español. En
nuestro idioma es un sinónimo de “tragedia”, mientras que en inglés es algo así
como “haber perdido el respeto”, como alguien indigno. Por lo tanto, la
traducción del título de la obra está incorrecta. “David” es un nombre hebreo
que quiere decir “el amado” o “el querido”. Laurie es uno de los apellidos
judíos más tradicionales. Lucy viene de lux, en latín “luz”. Así,
en la historia David, “el querido”, resulta ser un hombre repudiado y Lucy, “la
luz”, habita en la peor oscuridad. Este juego de contrastes se suma a los
múltiples telones de fondo que Coetzee teje con maestría.
La fractura de personajes que rondan en lo último de sí mismos aparece
en otras novelas del escritor, como en Hombre lento. El
protagonista es Paul Rayment, un fotógrafo que luego de un accidente termina
lisiado. Se niega a usar una prótesis o a seguir los tratamientos
convencionales de “recuperación”. Prefiere ser un tullido a convertirse en un
hombre a medias, a tener un cuerpo falso y de plástico. Sabe que es viejo, que
fue amputado, y aun así se enamora. David rechaza “la oportunidad” de pedir una
disculpa pública a Melanie, porque no está arrepentido (aunque sepa que es su
única salvación para no destruir por completo su carrera). Lucy abraza su
destino fatídico sin aceptar las opciones que su padre le da para salir de la
granja. En una carta, David le escribe: “Estás a un paso de cometer un
peligroso error. Deseas humillarte ante la historia, pero el camino que has tomado
es un camino erróneo. Te despojará de todo tu honor; no serás capaz de vivir
contigo misma”. Es decir, caerá en desgracia (en el sentido de
la lengua inglesa).
Coetzee es un escritor que casi no da entrevistas. Un nobel que, como sus personajes, huye del reflector y la farándula. Asegura que si un libro no es capaz de hablar por sí mismo, entonces fracasó. La relectura de Desgracia pone otros dilemas sobre la mesa. A 20 años de su publicación posee una frescura literaria impresionante. Es un retrato fuerte de las contradicciones humanas, de los absurdos incomprensibles que nos llevan al precipicio. Escapa del equilibrio tradicional que criticó Oscar Wilde: “Malos castigados, buenos recompensados, eso es la ficción”.
(VANGUARDIA MX / 16-2-2021)
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