por Eder Santana Rodrñiguez
Yukio Mishima (1925-1970)
fue uno de los grandes referentes de la literatura japonesa del siglo XX.
Gracias a su sensacional prosa, Yasunari Kawabata,
considerado uno de sus maestros, llegó a decir tras recibir el premio Nobel:
“No comprendo cómo me han dado a mí el premio Nobel existiendo Mishima. Un
genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo cada dos o tres
siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”. Sin embargo, Mishima no
se quedó solamente en las palabras —su mayor virtud—, sino que quiso
transformarlas en algo tangible.
Influenciado por las ideas occidentales de Dostoievski, Sartre o Camus, su obra adquirió
un carácter existencialista que es palpable desde sus
inicios. Pero su mayor obsesión con la cultura occidental —o así nos llega
desde su primera obra, Confesiones de una
máscara (1949)— fue el San Sebastián de Guido Reni, a quien incluso el protagonista de la
novela, después de ver un árbol desde la ventana de su clase, le dedica un
poema en prosa. Dice en uno de sus párrafos:
Y, de repente, le pregunté a mi
corazón: “¿No sería este árbol el mismo al que fue atado con las manos atrás
aquel joven santo, y su tronco el mismo por el que resbalaba su sangre sagrada
como un reguero de agua después de la lluvia? ¿El árbol romano a cuyo lado él
se retorcía de dolor frotando violentamente su carne joven contra la corteza y
abrasado en una agonía postrera (testimonio, tal vez, del fin de todos los
placeres y sufrimientos de este mundo)?
Y es que Mishima sentía una gran admiración por los cuerpos, pero no sólo eso, sino
que entendía el cuerpo como la máxima expresión del placer
y del dolor humano: dos conceptos inseparables en su concepción de
la corporalidad. Porque, para el escritor japonés, la grandeza del cuerpo está
en su resistencia con el mundo, en no deshonrar su implacable belleza aunque
haya dolor, pues éste, a fin de cuentas, también es hermoso. Continúa en el
poema:
Las romanas saludables, con los cinco
sentidos cultivados por el gusto del buen vino que les estremecía los huesos y
por el sabor de la carne goteando sangre, comprendieron de inmediato el destino
desgraciado que acechaba al joven sin él saberlo. ¿No sería por eso por lo que
lo amaron? En el interior de sus blancos músculos, la sangre del joven
circulaba con más vigor que nunca, esperando borbotar profusamente en el
instante en que sus carnes fueran desgarradas. Es imposible que las mujeres
desoyeran los deseos tempestuosos de una sangre así.
Por eso Mishima no pudo contenerse.
Idolatraba aquel cuadro y todo lo que representaba. Sus palabras se le quedaban
pequeñas ante semejante grandeza y quiso simbolizar, con su propio cuerpo, su
importancia:
Además, la adoración por el cuerpo,
por el sufrimiento y por el placer podía traducirse en un concepto que
aglutinaba a los tres y que rondaba por la mente del escritor nipón
constantemente: la muerte. O, más concretamente, la muerte heroica. Si el autor podía (o debía)
convertir su cuerpo —además de su mente— en una obra de arte, con su muerte no
podía ser menos: esta debía ser algo glorioso, significativo, noble. Leemos así las confesiones de Koo-chan,
posible alter ego del autor en Confesiones de una máscara:
Las visiones de “príncipes
asesinados” me acosaban obstinadamente. ¿Quién podría explicarme la razón del
placer que me producía imaginar la relación entre los cuerpos de esos príncipes
marcados por sus calzas ceñidas y las muertes crueles que los acechaban?
Y es mediante el camino hacia la
muerte como se alcanza su nobleza:
En aquellos tiempos, ninguna de mis
disparatadas fantasías, en las que yo era el centro, disminuía, como si todo
aquel dolor y sufrimiento no fuera conmigo, como si fuera invulnerable a las
heridas de las balas. Hasta la idea de mi propia muerte me hacía estremecer con
un placer desconocido. Tenía la sensación de poseer todo. No era nada extraño
porque es justamente mientras estamos engolfados en los preparativos cuando nos
hallamos en completa posesión de nuestro viaje hasta el último detalle.
Después, sólo nos queda un proceso, el proceso de perder nuestra posesión. Esto
es lo que hace absolutamente inútil eso que llamamos “viaje”.
El “viaje”, el partir, pierde en última instancia significado. La
verdadera nobleza, el hecho que en puridad elevará el acto final, reside en los
preparativos. La “salvación” de San Sebastián no
es su muerte, sino cómo acepta su estado
moribundo: “El rostro estaba ligeramente alzado, y los ojos,
abiertos de par en par, contemplaban la gloria de los cielos con una profunda
serenidad”.
El 25 de noviembre de 1970, después
de que Mishima (junto con otros cuatro acompañantes) ocupara un campamento
militar, se dirigió al balcón a dar una charla sobre la falta de espiritualidad en la que se estaba
adentrando Japón, con su terca idea de restablecer los valores feudales y
rendir culto al emperador. Desoído durante años por estos pensamientos e
incluso relacionado con las ideas nacionalsocialistas, Mishima decidió realizar
su último gran discurso, su última gran obra. Accedió al interior del campamento y, bajo las
normas ritualistas de los antiguos samuráis, Mishima se practicó el seppuku.
Convirtió su cuerpo, su vida,
en un mensaje: en una obra. Una expresión tanto artística como política. Es
difícil leer a Mishima con la diferencia autor-persona a
la que estamos acostumbrados; al menos resulta claro que no deseaba que su
muerte pasase inadvertida. Como sostiene al final de El marino que perdió la gracia del mar (1963):
Abalanzándose sobre el esplendor del mar, la muerte había caído sobre él como un tormentoso banco de nubes. La visión de una muerte ya para siempre fuera de su alcance, de una muerte mayestática, vitoreada, heroica pasó, desplegando su éxtasis, por su cerebro. Y si el mundo había sido honrado con la posibilidad de tal muerte radiante, ¿por qué el mundo no habría de perecer también por ella?
(El vuelo de la lechuza / 1-3-2020)
1 comentario:
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