por Tahar Ben Jelloun
Tahar Ben Jelloun recuerda en este texto la llamada que, siendo él un
joven de 30 años, recibió de un autor consagrado de 64, volcado en la
militancia política, cansado de la literatura y de su propia imagen de maldito.
Aquel día nació una amistad a la que el autor marroquí ha dedicado un libro,
‘Jean Genet, mentiroso sublime’, que esta semana llega a las librerías de la
mano de la editorial Huerga & Fierro
El recuerdo de una voz tiene un
color; la de Genet tenía algo de luminoso y al mismo tiempo de juguetona.
Todavía la oigo. Voz trabajada por el tabaco, un poco ronca, casi femenina,
pero una voz sonriente. Con el tiempo se volvió gruesa, calma y siempre
presente, urgente. Escribirá en Un cautivo enamorado: “Como todas
las voces, la mía está falsificada, y si no se adivinan las falsificaciones
ningún lector es consciente de su naturaleza”.
Yo estaba lejos de advertir sus
efectos especiales. Había cierta constancia en aquella voz, un tono que variaba
poco. Nunca hablaba en voz alta y, hasta cuando estaba enojado, solo expresaba
su exasperación con palabras escogidas. Era natural en él. Pero cuando escribía
oía su voz interior, que debía ser diferente de la que utilizaba en público. A
veces murmuraba o recalcaba ciertas palabras para hacer sentir mejor su
importancia. Las acompañaba con gestos precisos como si dibujara caras y
expresiones corporales. La voz de la falsedad. La voz de la verdad. La voz
correcta. Pasaba de una a otra sin previo aviso. Procedía, ingenuamente, de un
modo tan burdo que producía risa. Mentir es hacer piruetas. Él estaría de
acuerdo con lo que decía Cavafis: “La verdad solo pertenece a los vencedores”,
y añadía: “La verdad no es suficiente, pero el poeta da testimonio incluso de
lo que no ha visto”. Genet no se reconocía “en el hilo de las evidencias” (René
Char); lejos de ello, todo le parecía complejo y desconfiaba de todo y de todos
salvo de los que amaba. Pasaba así de un exceso a otro y no le incomodaba. Era
el hombre de la palabra dada, palabra que daba muy raramente. Del resto, firma,
contrato, promesa, le daba por burlarse y reírse.
En ningún momento sentí que su voz
era “falsa”, salvo cuando imitaba a la gente. Más de 40 años después, aún la
conservo claramente en la memoria. La escucho, regreso al pasado y vuelvo a ver
aquella mañana soleada de primavera, el 5 de mayo de 1974; yo tenía treinta
años y él la edad que yo tengo hoy, cuando escribo estas líneas: 64 años. Mucho
más que sus escritos, a los que vuelvo a menudo, es su voz la que más me
acompaña. Para mí era la voz de un hombre verdadero, no la de un mentiroso, de
un embustero, de un jugador o de un comediante. Sobre todo no la de un santo.
Me habló por teléfono, y me esforcé
en representármelo. Había solo visto una foto suya con los Black Panthers en
América. Me acordaba de su nariz de boxeador y de su cabeza calva. No estaba
seguro de reconocerlo si me lo encontrara por la calle. Había oído hablar de él
cuando se posicionó en favor de los prisioneros negros en América. Fue en julio
de 1969, en el Festival Panamericano de Argel. Unos hombres venían de caminar
por la luna, y nosotros, incrédulos, preferíamos la compañía de los militantes
negros con Angela Davis a la cabeza. Fue allí cuando oí por primera vez el
nombre de Genet en boca de Jean Sénac, poeta francés que se hizo argelino,
asesinado en 1973 en Argel porque era homosexual, porque era rebelde, porque
molestaba a un régimen militar duro y alérgico a la poesía, al pensamiento
libre, a la imaginación creadora.
“Me llamo Jean Genet, usted no me
conoce, pero yo sí, lo he leído y me gustaría quedar con usted... ¿Está libre
para comer?”. Me dije: resulta gracioso, el mundo al revés. ¡Un mito de las
letras francesas que me invita a mí! No me lo podía creer. Estaba vagamente al
corriente de sus bromas, de sus polémicas, de sus escándalos y de sus obras
prohibidas. Cuando estaba escribiendo mi primera novela, Harrouda,
entre 1970 y 1972, descubrí el Diario del ladrón, que un amigo me
había recomendado. “Léelo, habla de Tánger, un Tánger que ni tú ni yo
conocimos”. Efectivamente, me quedé sorprendido y al mismo tiempo me intrigó lo
que aquel hombre relataba de su viaje de Barcelona a Tánger. Aquella lectura me
conmocionó, pero fue una conmoción saludable, formidable.
¡Jean Genet quería conocerme! ¡Por
supuesto que estaba libre! Lo habría anulado todo para aceptar su invitación.
Fue la única vez en que me habló de usted. El tuteo era en él inmediato, salvo
con las personas que quería tener a distancia.
Yo sabía que había leído Harrouda,
aparecida en 1973, en Maurice Nadeau. Había hablado de ella en una emisión de
France Culture. Su intervención se publicó en L’Humanité. Un amigo
librero de la Rue de Rennes me lo comunicó algunos días después, pero demasiado
tarde para encontrar el diario en los kioscos. Me dijo que Genet se metió con
Sartre. “Harrouda de Tahar Ben Jelloun, Une vie d’Algérien de
Ahmed, Le Cheval dans la ville de Pelégri, Le Champ
des oliviers de Nabile Farès ―había declarado Genet el 2 de mayo de
1974― son los libros que uno tendría que leer para conocer la miseria de los
emigrantes, su soledad y sus desdichas, que son también las nuestras. [...] Es
necesario que hable, y volveré a hablar de estas voces más lúcidas que
lastimeras, ya que nuestros intelectuales, a los que todavía se les llama
estúpidamente pensadores, escurren el bulto; los que supuestamente
son los mejores se callan; uno de los más generosos, Jean-Paul Sartre, parece
haber cometido un error y complacerse en el mismo. No se atreve a pronunciar
una palabra, una palabra que podría ayudar a esas voces de Tahar Ben Jelloun y
Ahmed. Pero Sartre ya no es el pensador de nadie, salvo de una pintoresca banda
ya desbandada”.
Estas palabras me habían en un
principio sorprendido, pues eran inexactas: mi novela no trataba de la miseria
de los inmigrantes, sino de la historia de un niño que descubre la sexualidad
entre las ciudades de Fez y Tánger. Genet solo había retenido la figura de la
madre del niño y la de aquella anciana prostituta convertida en mendiga que los
niños apodaban “Harrouda”. A la espera de leer todo el artículo, me dije “he de
darle las gracias” y envié una carta bastante banal a Gallimard con mi
dirección en el dorso del sobre: “Maison de la Norvège, Cité Universitaire,
boulevard Jourdan, Paris XIV”.
Estaba muy lejos de imaginar que me
respondería y no podía adivinar que elegiría telefonearme. En la Ciudad
universitaria no teníamos teléfono en las habitaciones, solo una campana para
avisarnos. Había entonces que bajar a recepción para atender la llamada. Yo
estaba en pijama y, mientras me vestía, solo me invadía un temor: que el
comunicante no hubiera ya colgado.
Me llamaban raramente. Debían de ser,
pensé, mis padres o mi hermano seguramente de paso por París. Cuando tomé el
auricular, su primera frase salió de una vez. Ni una sola vacilación, ni el más
mínimo silencio entre las palabras. Como aprendida de memoria, como recitada
por un comediante sin derecho a equivocarse: “Me llamo Jean Genet...”.
Me pidió que nos encontráramos en el
restaurante L’Européen, frente a la Gare de Lyon. Tomé el metro con la emoción
de ir a conocer al escritor con el que nunca hubiera esperado encontrarme un
día. Pero he aquí que, perturbado por la invitación, me equivoco de estación y
me encuentro en la Gare du Nord. Bajé de nuevo al metro volviendo a pensar en
las páginas del Diario del ladrón, un libro que me había dejado
noqueado por su virulencia, su crueldad y su audacia. Me acordaba de los
escupitajos, de los piojos y de las palabrotas: “Los piojos nos habitaban.
Proporcionaban tal animación a nuestras ropas, tal presencia, que, al
desaparecer, parecía que estaban muertas. Nos gustaba saber, y sentir, pulular
las bestias translúcidas que, sin ser domesticadas, eran tan buenas con
nosotros que el piojo de otro nos asqueaba. Las cazábamos, pero con la
esperanza de que en el día hubieran nacido las liendres. Con nuestras uñas las
aplastábamos sin asco y sin odio”.
Se me había quedado este pasaje en la
memoria porque me regresaba con precisión a aquellas noches pasadas en el campo
disciplinario del ejército cazando chinches (cuando uno los aplasta, desprenden
un olor insoportable) y piojos que se ocultaban en las sábanas, ya que nuestras
cabezas eran sistemáticamente rasuradas cada dos días.
Después de haber atravesado todo
París en metro, llegué finalmente con mucho retraso. Era un día particularmente
soleado, Genet estaba en la acera, con un libro en la mano. Me sorprendió el
rosa fresco de sus mejillas, un rosa caramelo. Un bebé risueño, pequeño de
talla, camisa de un blanco relumbrante, pantalón beige no muy limpio, gastado
chaquetón de gamuza, restos de nicotina en los dedos. Fumaba cigarrillos
Panter, el humo olía fatal. Al entrar en el restaurante, creí que hacía bien
diciéndole que admiraba su obra. Sin enfadarse, me dijo: “No me vuelvas a
hablar nunca más de mis libros; escribí para salir de prisión, no para salvar a
la sociedad; he salvado mi piel aplicándome como un buen escolar, ya lo sabes,
eso es todo”.
Me quedé sorprendido, un poco
desconcertado, sin saber cómo reparar la metedura de pata. Me había hecho
ciertas ilusiones y pensaba que un gran escritor no hablaría así de su obra.
Era el lado ingenuo de mis inicios en la literatura. Pero confieso que esta
reacción violenta, sorprendente, me ayudó enormemente en mi vida y en mi
trabajo. Era la primera vez que me encontraba con un escritor que no soportaba
que se mencionara delante de él su obra. Resultaba muy raro. Le pregunté por
qué. Me miró y me dijo: “¿Qué es lo importante, un hombre o una obra?”. Puso
ante mí la obra que tenía en la mano, un libro en árabe. Me dijo: “Son Las mil
y una noches, estaría bien que las tradujeras”. Le respondí que ya había buenas
traducciones de aquel libro. No insistió y comenzó a hablarme con más
detenimiento: “Vengo de Palestina y, al final, de Jordania y de los campos
palestinos. La policía jordana me arrestó y luego me expulsó. Yo hablaba del
Septiembre Negro, de la responsabilidad del pequeño rey; en pocas palabras, no
fui bienvenido. En fin, tienes que saber que es horrible lo que he visto; sí,
horrible, la gente tiene que saber lo que pasa allí. He visto a niños deshidratados,
a madres implorar al cielo, a combatientes salir al alba a luchar contra el
ocupante; he visto
tales cosas que he escrito un texto que me ha pedido Arafat. Ha
sido traducido al árabe. No lo tengo, pero me gustaría mucho pasártelo para que
me dijeras si está bien traducido, ¿comprendes?, para los palestinos. Las
palabras han de ser precisas, sin contrasentidos, es importante”.
Pidió una caña y puré. El camarero le
dijo: “Puré, ¿con qué?, ¿carne, pescado?”. “Carne picada”. Me dijo: “En París,
no se puede comer un plato de puré. Apenas me quedan dientes, de modo que no
puedo masticar la carne, me alimento de puré; pero es necesario que pida carne,
o no hay puré. Aunque, tú, toma lo que te apetezca. Eres mi invitado”. Durante
el resto de la comida, en ningún momento habló de Harrouda ni
de su intervención en France Culture; me habló de los campos palestinos, de
Hamza, un combatiente palestino que había conocido, de la madre de Hamza, de
los niños que jugaban con balones pinchados, de las polvaredas, de la falta de
agua, de la dignidad de las mujeres. Insistió sobre este último punto y luego
me dijo: “Hay que hacer algo, es necesario que los europeos sepan lo que pasa
allí; les prometí que les ayudaría informando a la gente. El otro día recibí
una carta de Claude Mauriac de Le Figaro, me pedía escribir algo
sobre ya no sé qué y me daba una página entera, le telefoneé proponiéndole
contar mi viaje a Palestina. Marcó un tiempo de espera y luego me dijo: “¡No,
lo que te pido es una página literaria!”. Pero ¡yo no tengo nada que ver con
eso, con la literatura! Lo que yo quiero es dar testimonio, ¡denunciar! ¡La
literatura! ¡Menuda patraña!”.
Hablando lentamente, como si dictara un
texto aprendido de memoria, me dijo una frase parecida a la que ahora leo al
principio de Un cautivo enamorado: “En Palestina, más que en otros
lugares, me pareció que las mujeres poseían una cualidad más que los hombres.
Por muy bravo, valiente, atento con los demás, todo hombre está limitado por
sus propias verdades. A las suyas, las mujeres, por otra parte no admitidas en
las bases pero responsables de los trabajos del campo, añaden a todas estas una
dimensión que parece implicar una risa inmensa”.
Me di cuenta de que, para él, era de
las mujeres palestinas de quienes deberíamos hablar con prioridad si tuviéramos
que hacer algo juntos. Era incluso la razón secreta de aquella comida. No me
decepcionó; al contrario, aquello me estimuló. Yo mismo estaba bastante
comprometido con los palestinos en París y acababa de perder a un amigo, a
Mahmoud Hamchari, asesinado en su casa al explotarle su teléfono. Los servicios
secretos israelíes procedían de ese modo, en aquel tiempo, cuando querían
eliminar a tal o a cuál representante de Palestina en Europa. Yo había escrito
un poema en su memoria, que se convirtió en un cartel que distribuían los
simpatizantes belgas de la causa palestina.
Le propuse de inmediato a Genet
encargarme de escribir un artículo sobre el asunto en Le Monde,
donde justamente había comenzado a colaborar. Me miró aturdido y luego me dijo:
“No creo que quieran publicar algo que vaya a enojar a sus amigos israelíes”.
Estaba convencido, y lo estuvo el resto de su vida, de que los medios franceses
estaban “bajo la férula de los sionistas”...
Al día siguiente de nuestro
encuentro, visité a Pierre Viansson-Ponté, el redactor jefe de Le Monde,
para el que debía escribir en aquel diario desde que me lo presentara mi amigo
François Bott. Viansson me aconsejó que me viera con Claude Julien, que
dirigía Le Monde diplomatique. Lo que hice inmediatamente. Julien
era un hombre elegante, cortés y atraído por los demás. Me dijo: “Eso me
interesa mucho; le reservo la última página del mes de julio, es muy leída;
espero su escrito”.
Comenzó luego un verdadero taller de
trabajo con Genet. Venía casi a diario a mi cuarto de la Maison de la Norvège y
me hablaba. Yo tomaba notas. Cuando no conseguía imaginarme los lugares, cogía
él un bolígrafo y me dibujaba el campo con unos trazos. Quería ser preciso,
exacto, y repetía varias veces la misma frase. Yo escribía casi bajo su
dictado. Él me releía luego; con un bolígrafo rojo, tachaba las frases que no
le gustaban. Venía a durar aquello unas dos horas. Todo lo contrario del Monde
des livres, que me había enseñado a ser rápido pidiéndome a veces un
obituario justo antes del cierre. Yo sabía trabajar con urgencia. Había hecho
ya reportajes y enviaba mis artículos por telex porque la actualidad no espera.
Lo que no le impedía al gran Jacques Fauvert, director de Le Monde en
aquel tiempo, repetir: “Una información ha de verificarse más de una vez antes
de ser publicada, incluso si hemos de aparecer después de los demás”. Eran
otros tiempos, otras exigencias.
Ya no me acuerdo cuántas mañanas y
tardes trabajamos, Genet y yo, aquel texto. Una mañana muy temprano, él se
levantaba a las seis, me llamó simplemente para cambiar una palabra. Me dijo:
“¿Sabes?, se trata de los palestinos, hombres y mujeres sin patria; no podemos
además maltratarlos con palabras incorrectas o impropias, se merecen nuestras
mejores palabras; es por lo que hemos de ser precisos, muy precisos, y no dejar
ninguna deficiencia o ambigüedad en el texto”. Debí teclear el artículo una
decena de veces en mi vieja máquina de escribir. Él lo releía con un bolígrafo
Bic rojo en la mano; subrayaba ciertos pasajes, escribía en el margen, tachaba
algunas de sus propias palabras, leía en voz alta y luego me lo devolvía para
que lo volviera a teclear. Yo ya no era a sus ojos un periodista, sino un
cómplice al que le encargaba transmitir un mensaje. Estaba apasionado, decidido
a hacer lo que fuera para dar testimonio de todo lo que había visto allí y de
las condiciones inhumanas en las que vivían los refugiados palestinos. Se
tomaba su papel tan en serio que había perdido el sentido del humor. Estaba
serio, impaciente y, cuando hacía una pausa, despotricaba contra la prensa
francesa que daba la espalda a la desgracia de aquel pueblo.
Terminado por fin el artículo, tras
innumerables revisiones y correcciones, Genet puso una condición sine
qua non para su publicación: Azzedine Kalak, el representante de la OLP
en París, debía darme su autorización. Y aquí se encontraban ya reunidos en
torno al texto, en mi pequeñísima habitación de la Ciudad universitaria: Jean
Genet, Azzedine Kalak y Mahmoud Darwich, que, de paso por París, se nos había
unido. Yo leía en francés y, seguidamente, traducía al árabe para Azzedine
Kalak y Mahmoud Darwich. Estaban orgullosos y conmovidos por toda la atención
que les prestaba Genet. Mahmoud lo conocía ya un poco, se habían conocido en
Ammán. Iniciamos una conversación entre nosotros cuatro, en una mezcla de
francés y árabe. Genet se lo tomaba todo tan en serio que llegó a parecernos un
poco demasiado meticuloso, demasiado riguroso, lo que hizo incluso sonreír a
Azzedine y a Mahmoud, en particular a este último, dotado de un gran sentido
del humor. Frente a ellos, Genet se encontraba totalmente desprovisto del
mismo. Pero conservo de aquel encuentro el recuerdo de un general buen humor y
de una relación muy fraternal. ¿Cómo podía imaginar entonces que Azzedine Kalak
sería asesinado cuatro años después, en aquella misma ciudad y probablemente
por los servicios secretos iraquíes? Genet idealizaba sin duda a los palestinos
y su causa, pero sabía lo que hacía; no era aquel su primer combate, y su lucha
junto con los negros americanos le había enseñado que uno debía ser muy
exigente y estar muy vigilante si quería ganar la partida.
Le llevé el escrito a Claude Julien,
quien me dijo que estaba muy contento de publicar un texto inspirado por Jean
Genet y su lucha en favor de la causa palestina. El artículo apareció en el
número de julio de 1974. Tuve muy pocas reacciones a su contenido; en
compensación, mis amigos no dejaban de repetirme que frecuentaba a quien ellos
consideraban un enorme escritor. Por más que rectificara y dijera que el Genet
que conocía era más un militante que un escritor, no dejaban de repetirme que
la suerte me sonreía. “No solamente ha escrito sobre ti ―me dijo uno de ellos―,
sino que ahora escribe contigo”. Más tarde comprendí hasta qué punto era Genet
quien elegía siempre a las personas que frecuentaba y no al revés. Era
ilocalizable, inasequible, fuera de alcance. Cuando nos veíamos, hacía todo lo
posible por evitar a los que llamaba los “latosos”, una categoría que englobaba
a los agentes del fisco como a los antiguos conocidos que esperaban retomar el
contacto con él. En cuanto a la amistad, era intratable.
Traducción de Pedro Gandía Buleo.
‘Jean Genet, mentiroso sublime’. Tahar Ben Jelloun. Traducción de Pedro Gandía Buleo. Huerga & Fierro, 2021. 184 páginas. 16 euros. Se publica el 15 de abril.
(EL PAÍS España / 12-4-2021)
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