por Carlos Javier González Serrano
Carlos Javier González Serrano, director de El vuelo de la lechuza, charla con el pensador y escritor Ramón Andrés (Pamplona, 1955) sobre su último libro, publicado en Acantilado: Filosofía y consuelo de la música.
Empecemos por el final: usted cuenta en el epílogo de este libro que lo ha escrito “apartado del mundo”. ¿Cree que en nuestros días nos falta esta quiebra entre la cotidianidad (el ruido, el movimiento constante de la vida) y el silencio meditado que procura el pensamiento?
He de reconocer que, desde siempre,
incluso cuando era un adolescente, he sentido esa necesidad de lejanía. Esto no
significa vivir sin empatía con el prójimo, al contrario, me permite entenderlo
mejor. Es indiscutible que nuestra mente necesita de ciertas condiciones para
ordenarse y ofrecer toda su potencia, y esto es difícil conseguirlo en el
fragor del caos y el ruido. Lo que digo es una obviedad, pero a menudo no
percibimos que el movimiento compulsivo al que el mundo nos somete nos va
borrando de nuestra propia realidad y, de paso, desdibuja a nuestros
semejantes.
Hablando de silencio: ¿qué tipo de
silencio requiere la música? ¿Su escucha nos abre a nuevas dimensiones del
propio silencio?
Yo diría que el silencio no es algo
opuesto a la música. En el fondo, ella surge del silencio y lo contiene. La
meditación, la creación, parten de un silencio previo, originario. Uno de los
hallazgos de los compositores contemporáneos, me refiero a los maestros de
verdad, lo han incorporado en sus obras, y no tanto como una ausencia de
sonido, sino como una presencia que se deja sentir, existe como una latencia
que escapa del lenguaje. Debemos tener en cuenta que el silencio es más bien un
estado mental que una realidad acústica. El silencio nos precede, y sabemos que
será nuestro legado.
Encabeza el volumen con una cita del
Nobel de Literatura Elias Canetti, en la que leemos que “la música es el mayor
consuelo ya por el hecho de que no crea palabras nuevas”. ¿Considera que
existe, precisamente, un exceso de palabras en nuestros días, o que, de alguna
manera, como explicaba Unamuno, las palabras han llegado a traicionarnos?
Hablamos demasiado. Opinamos sin
cesar. Incluso existen los profesionales de la opinión, muchas veces escondidos
tras el nombre de tertulianos o del más refinado término de “politólogos”.
Hablar es rentable, el sistema necesita grandes excedentes de lenguaje y
opinión para no concretar nada y favorecer la alienación de los ciudadanos. Hay
tal derroche de lenguaje que, cuando llega la hora de dormir, no sabemos qué
nos ha dicho el mundo. Esta situación reviste más peligro que la sentencia de
Unamuno, porque va más allá de un lapsus lingüístico o de un mal uso de una
palabra o expresión. Se trata de un mercado de lenguajes y signos que nos
encadena.
Retornemos ahora al principio y
al Leitmotiv de la obra: ¿de dónde surge la idea de escribir un libro
sobre la relación entre filosofía y música a través de la noción de “consuelo”?
¿A qué consuelo se refiere y qué tipo de consuelo precisa nuestros días?
Hemos de reconocer que, en ocasiones,
y no pocas, hemos acudido a la música cuando estamos tristes. Esta ida al
consuelo musical es tan antigua como lo es nuestra civilización. Nuestros
antepasados ya sabían que la música sanaba y atemperaba el desánimo y los
sentimientos de melancolía. Los egipcios, los caldeos, y más tarde los
pitagóricos en la Antigüedad griega, curaban con el canto y el acompañamiento
de un instrumento. Dedujeron, y no se equivocaron, que ciertos ritmos y
determinados tonos cambiaban el comportamiento del que escuchaba, estimulaban o
apaciguaban el carácter, invitaban al cuerpo a desentumecerse, a desvanecer el
miedo, a recobrar el equilibrio, que es fácil de perder a causa de la
hostilidad con la que el ser humano ha vivido y vive el exterior.
Se refiere en numerosas ocasiones al
“carácter sagrado” de lo musical. ¿De dónde surge y qué provoca esta
dimensión sacra?
Desde hace milenios, la música, por
su naturaleza abstracta, por su materia inaprensible, ha sido tomada como
lenguaje divino: dice, pero no habla; aconseja, pero no llega a nosotros una
palabra, sino una melodía desprovista de significado y, aun así, nos revela
algo. Lo innombrable y lo indecible cohabitan en ella. En los templos
mesopotámicos, en el Templo de Salomón y, por supuesto en los misterios griegos
y romanos, formaba parte de esa dimensión sagrada que, en cierto modo no ha
perdido, pese a estar en una sociedad laica y materialista.
Inicio esta pregunta con una cita de
Jeanne Hersch: “Si la música trasciende verdaderamente el tiempo, esto significa
que nos permite alcanzar, de una forma sumamente misteriosa e intangible, algo
que los hombres siempre han soñado y que les es totalmente negado, a saber: lo
que sería a la vez, en un mismo acto, la capacidad de desear y la de vivir la
plenitud”. Al comienzo del libro se refiere al nexo entre música y memoria.
Pero ¿acaso no nos habla la música de aquello que no puede existir y, sin
embargo, imaginamos, igual que Novalis o Hölderlin tenían el Absoluto como
noción límite a la que nos aproximamos de manera asintótica y tentativa, pero
nunca de forma definitiva?
En cierto modo, lo dicho en la
respuesta anterior nos valdría ahora como argumento. Jeanne Hersch, aunque no
lo explicite, está hablando de la intuición, del sentido profundo que nos lleva
más allá de la razón. La música, en efecto, como usted dice, “nos habla de
aquello que no puede existir” y, sin embargo, lo hace porque lo más recóndito,
lo insospechado, está en nuestro imaginario. Sabemos cosas que desconocemos,
sabemos cosas que no existen, como diría Leibniz. Novalis y Hölderlin, a su
manera, también lo supieron. ¿Por qué, si no, Hölderlin decía que uno de
nuestros destinos era escuchar en el silencio el paso de algún dios? El
silencio y el sonido permiten construcciones mentales de gran complejidad.
2020 fue “año Beethoven”, y me gustaría
preguntarle, en este sentido, qué papel cree que debe jugar la música llamada
“clásica” en nuestro contexto artístico, social y cultural.
La música clásica ha sido explotada
hasta lo indecible por las grandes discográficas y el empresariado de los
conciertos. Ha sido utilizada hasta tal punto que se la ha desnaturalizado. Es
sorprendente cómo un hecho comercial ha creado en el público un gusto y la
predilección por una determinada estética. Muchas personas no van a un
concierto de piano si no se interpreta, pongamos por caso, Beethoven y
Schubert. El miedo al nuevo repertorio se debe al estancamiento provocado en el
gusto del público. Que un director que ha dirigido hace poco la Novena Sinfonía
de Beethoven, y que sea presentado como gran atractivo, no indica nada bueno.
La música clásica ha sido desvirtuada, sobreexplotada, hasta el punto de que en
un kiosco puedes encontrar por 3 euros cuatro sinfonías de Mozart. Si la música
debe jugar un nuevo papel en la sociedad no puede hacerlo desde esa estrategia
de lo obvio y repetido. Al oyente hay que exigirle un compromiso con la música,
una seriedad, y no sólo con la música que fue compuesta durante unos cuantos
decenios del siglo XIX. Hay mucho más, por fortuna.
En general, y ya para terminar,
teniendo en cuenta el tono de reflexión y ensayo, e incluso a veces aforístico,
en que está redactada su obra, ¿cuál es la relación que se puede
establecer entre filosofía y música? ¿Qué las une y qué las separa?
Platón señaló que la música era una
forma de filosofía. Antes de él, los pitagóricos concibieron una idea que, en
el fondo, procedía de Oriente: que el universo está sustentado por la música.
Las vibraciones, sus relaciones matemáticas y los intervalos de los sonidos
dieron vida a lo que conocemos como “armonía de las esferas”. Aunque hoy pueda
parecernos ingenuo, fue la manera de concebir el universo y explicarlo como
consecuencia de un cálculo numérico. Esta referencia nos lleva al vínculo antiguo
entre la música y la filosofía, una relación que sigue apasionando a los
filósofos. Badiou, Cacciari, Sloterdijk y otros muchos siguen escribiendo sobre
música.
Por último, ¿qué aporta este libro a
los estudios musicales, en términos históricos y filosóficos?
He dicho en muchas ocasiones, y no me canso de repetirlo, que yo no soy un musicólogo, sino un simple estudioso de la música, alguien que en parte se ha salvado gracias a ella. Modestamente puedo decir que quizá el mérito del libro estribe en que facilita una exposición, una visión general de lo que ha sido el lazo entre la filosofía y la música. No recuerdo un libro que acoja un arco cronológico tan amplio y detallado. Pero el mérito de la obra lo han de juzgar los lectores y no un solitario como yo.
(El vuelo de la lechuza)
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