domingo

ORTEGA Y GASSET: DE LA FILOSOFÍA A LA PSICOLOGÍA

 

 

por Carlos Javier González Serrano 

 

Las facetas del pensamiento de José Ortega y Gasset, una de las luces filosóficas del siglo XX español y europeo, no se centraron, tan sólo, en el interés por la especulación propiamente filosófica, sino que también, y a la vez, penetraron en lo más hondo del alma humana en busca de un elemento distintivo, de una esencia característica, de lo humano. Al contrario de lo que la actual y más estricta (y restrictiva) ciencia cognitiva suele adoptar como canon, todo proceso psicológico se encuentra inextricablemente unido a una reflexión por el saber filosófico, por ahondar en las raíces de aquello que, aun sólo pensado, se hace realidad a través de la acción. O dicho en otras palabras: uno de los intereses centrales de la investigación filosófica es el de conocer los resorte psicológicos que nos empujan a pensar y, sobre todo, a conducir nuestra vida conforme a elementos racionales, rasgo que acaso defina el quehacer humano.

 

El profesor Heliodoro Carpintero (miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y de la Academia de Psicología de España), que a quien suscribe estas líneas impartió clase en la ya extinta Licenciatura en Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid en la asignatura de “Fundamentos de psicología”, escribe en Fórcola un magnífico, muy documentado y ameno ensayo sobre la faceta psicológica del pensamiento orteguiano, desarrollando así una vertiente no suficientemente explorada en el devenir de los estudios sobre el trabajo del filósofo madrileño. Como apunta Carpintero, “Ortega ha situado su pensamiento muy próximo al terreno del psicólogo, y ello puede llegar a facilitar no poco su comprensión. Pero esta no ha sido una aproximación azarosa”, pues Ortega siempre se interesó por el funcionamiento de la psique humana en su relación con la fisiología y la anatomía humanas, y llegó a decir de la psicología que es “una disciplina fabulosamente interesante”.

 

A juicio del autor de este ensayo que todo orteguiano –así como todo interesado en el desarrollo del pensamiento hispanoamericano del siglo XX– ha de leer, Ortega se vio en la obligación de dar respuesta a dos elementos o interrogantes que, a finales del XIX, se resultaban acuciantes: por un lado, el conocimiento de eso que podemos llamar “conciencia individual”, es decir, intentar desescombrar la siempre escurridiza partícula elemental a la que llamamos “yo consciente”, y, por otro lado, aportar una fundamentación a las ciencias humanas, las llamadas –en alemán– Geisteswissenschaften o ciencias del espíritu, lo que aúna, a su vez, lo individual con lo colectivo (y que, en este punto, remite desde luego, y respectivamente, a Freud y a Jung).

 

Si bien la psicología siempre ha atendido, en su generalidad, al estudio de los sujetos (a su interioridad pensante y, en la actualidad, a su fisiología cognitiva, a nuestra psicobiología), sin embargo, y como expone brillantemente Heliodoro Carpintero, para Ortega la psicología se distingue precisamente porque atiende a objetos muy particulares y, digamos, especiales. El punto de mira de la psicología en Ortega no está en los procesos mentales que nos hacen pensar o sentir de una u otra manera, sino en la manera en que, de manera obligada, nos vemos remitidos a encontrarnos (en tanto que somos arrojados a un mundo repleto de realidades muy plurales) con un conjunto de objetos que llaman y reclaman nuestra atención. Nos situamos afectiva y cognoscitivamente de una manera determinada frente a eso que se nos impone. Parafraseando a Ortega, Carpintero asegura que “Yo tengo cuerpo, tengo alma, pero no los soy; soy quien tiene que vivir con ellos”.


He aquí la clave para entender la archiconocida y tan manoseada (por mal entendida) cita de Ortega: “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo a mí”. No se trata de que, vulgarmente, estemos en un momento, en un aquí y ahora (algo, por lo demás, evidente), de nuestra vida y hayamos de afrontarlo, sino que nos vemos obligamos a hacerlo y, en ese hacer, en ese situarnos, nos conocemos y exploramos a nosotros mismos. Nos vemos en potencia, nos vemos proyectados en lo que realmente somos: pues sólo la acción pone de manifiesto ese ser individual que somos (una faceta orteguiana que le acerca, sin duda, al pensamiento de Hannah Arendt). Cualquier encuentro con lo exterior, con lo que no-soy-yo (notemos aquí los ecos sartreanos), nos hace tomar una postura ante eso mismo que se nos aparece, lo que convierte a cada ser humano en una forma diferente de “vivir en la circunstancia”.

 

Es en este punto donde psicología y filosofía toman caminos diversos: la primera tomaría nota y estudiaría ese proceso que se da en el continuo ir y venir entre el sujeto y el objeto, y analizaría qué y cómo tiene lugar ese complejo entramado a nivel fisiológico (neurociencia) y conductual, mientras que la filosofía nos empuja a, de alguna manera (y en cada circunstancia), dar la espalda a esos sucesos (escuchamos aquí de fondo la cercanía de Husserl) para ponerlos entre paréntesis y pensarlos, examinarlos y, en última instancia, reflexionar sobre ellos. Psicología y filosofía son caras de una misma moneda: la acción. Como explica muy claramente Heliodoro Carpintero, en Ortega el ser humano “es el animal ensimismado, es decir, que ha conseguido fabricar un conjunto de ideas, hacia las que se vuelve, en lugar de responder a las presiones del entorno. Se trata, pues, de un ser en que hay una radical desconexión respecto de ese entorno […]. No tiene una respuesta inmediata, luego ha de fabricarla o tomarla prestada del entorno, por ejemplo de su sociedad; pero es una respuesta a lo previamente dado, prefigurada en algún modo por esos datos que han de ser presentes”.

 

Son numerosas las conclusiones que de estas líneas podríamos extraer, pero hay una, sobre todo, que resulta fundamental: y es que el pensar del ser humano se da en –y a partir de una– sociedad. El pensamiento es un quehacer “cuyo subsuelo –anota Carpintero– es de naturaleza histórica y social”. Somos seres sociales, mas no solamente en el sentido asociativo-político-aristotélico del término, sino en el vital o biológico: nacemos constreñidos por una serie de condicionantes con los que podemos (y a veces incluso debemos) discrepar, pero, sobre todo, de los que debemos emanciparnos para pensarlos. De nuevo, psicología y filosofía se dan la mano: no hay pensar, no hay reflexión, sin aparato cognitivo que nos disponga para ello; pero ese mismo dispositivo anatómico queda atrofiado, y lo que es peor, falseado o desdeñado, si no se actualiza a través de la reflexión, rasgo distintivo de lo humano. Somos seres condicionados, mas no impelidos, constreñidos: podemos convertir, esta es la clave, el imperativo en posibilidad.

 

En opinión de quien escribe estas líneas, el libro del Heliodoro Carpintero es un volumen imprescindible para ser leído al compás de las obras de Ortega. Mucho de lo que el filósofo escribió se ve explicado, aclarado e incluso complementado con muy erudita pero elocuente y pedagógica prosa en el volumen de Carpintero, que examina una de las aristas menos exploradas del pensador de la circunstancia. Un volumen especialmente indicado para los estudiosos sobre Ortega, pero también para cualquier interesado en la confluencia, siempre problemática –y por eso tan interesante y del todo apasionante– entre filosofía y psicología, más, si cabe, en un tiempo en el que la psicología se ve cuestionada (cuando no ninguneada) por la neurociencia y la filosofía, como siempre (¿acaso fue alguna vez de otra forma?) puja por sobrevivir en un mundo que, por no querer pensar, se vuelve indolente, ignorante y peligrosamente dócil: no de otra cosa quiso alertarnos Ortega en toda su obra.


 (El vuelo de la lechuza / 23-3-2019)

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