por Pablo Marín
Escrita, dirigida, producida, montada, musicalizada y protagonizada por
Charles Spencer Chaplin (1889-1977), El pibe se preestrenó en
Chicago el 16 de enero de 1921 y marcó más de un hito, partiendo por haber sido
uno de los grandes taquillazos de su tiempo. Cuando las películas de uno a tres
rollos (10 a 30 minutos, como máximo) eran aún la norma en la comedia, acá se
ocuparon nada menos que siete, y allí donde donde Chaplin acostumbraba liquidar
los rodajes en unas cuantas semanas, esta producción le tomó un año y medio.
La película, asimismo, fue acaso la única de las suyas cuyo
coprotagonista tuvo luces propias y no fue un comparsa resignado a seguir
mecánicamente sus instrucciones: un actor natural de cinco años llamado Jackie
Coogan, nacido y criado en el ambiente del vodevil, derritió de ternura a las
audiencias en una cincuentena de países con su estampa de chicuelo encantador.
Como su director riguroso y su compinche de juegos estaba Chaplin, a su vez
intérprete del ya popularísimo Charlot, el tipo más bien andrajoso, ladino, de
curioso andar, con unos pantalones enormes y un corazón del tamaño de una
catedral.
En último lugar, aunque no menos importante, El pibe fue
la incursión decisiva del artista en lo que hoy llaman la “dramedia”: el mix de
risas, sonrisas y lágrimas con que el propio filme se promociona y que
despliega como consigna. Si hasta entonces las comedias de Chaplin solían
incorporar la compasión y el humanismo (más algunas dosis de subversión), esta
vez el arte cómico encontró un dramón a su altura.
El solo hecho de que esta y la mayoría de las realizaciones chaplinianas
sigan circulando ampliamente es decidor de lo duradero de su propuesta. Que al
ver El pibe vuelvan los espectadores de toda edad y condición
a reír genuinamente y a tener genuinos nudos en la garganta, es otra prueba
inapelable.
Actor natural,
niño prodigio
Hacia mediados de 1919, Chaplin no andaba de buen humor. Según cuenta en
su autobiografía, ese año sólo había rodado una película de tres rollos (Sunnyside,
o Al sol) que fue “tan dolorosa como la extracción de una muela”.
Después, “me estrujé en vano los sesos en busca de una idea”. Tal era su
desesperación, dice retrospectivamente, que fue un alivio ir a distraerse al
Orpheum Theatre Los Ángeles.
En el escenario de esta casa de vodevil actuaba Jack Coogan, un bailarín
excéntrico en quien no vio " nada extraordinario”. Sin embargo, al
terminar su acto Coogan sacó a escena a su hijo de cuatro años para despedirse
juntos del público. Tras saludar, “el chiquillo empezó de repente a ejecutar
unos divertidos pasos de baile; luego miró graciosamente al público, lo saludó
con la mano y se marchó corriendo. El público empezó a reír a carcajadas, de
modo que el niño tuvo que salir de nuevo y ejecutar un baile distinto”. Jackie
Coogan “era encantador” y “el público disfrutó lo indecible”.
Chaplin departió largamente con Jackie,
un par de días más tarde, en el lobby de un hotel, tras lo cual lo delcaró “la
persona más increíble que haya conocido”. Sin embargo, no tenía un proyecto al
cual incorporarlo, por lo cual “lo dejó ir”… hasta que inició la escritura de
un guión donde el chico rompe vidrios domiciliarios a peñascazos, mientras Charlot
es un maestro vidriero que justo va pasando .
El artista múltiple “testeó” al pequeño en Un día de juerga (A
day’s pleasure, 1919), tras lo cual vendría lo mejor: una película de
pantalones largos.
Para mediados de la década del ’10, one-reelers y two-reelers seguían
siendo la norma de la exhibición estadounidese, aunque cobraban fuerza
los multi-reelers italianos (Quo Vadis, Cabiria),
proyectados con éxito en un circuito paralelo al de las salas establecidas. Con
todo, fue El nacimiento de una nación, filme hollywoodense de
triste memoria y enorme influencia, el que legitimó al largometraje como una
vía de contar historias “más grandes que la vida” y desarrollar acabadamente a
los personajes. Eso quería hacer Chaplin.
Por eso convirtió al mencionado maestro vidriero en el padre adoptivo de
una guagua abandonada por una mujer (Edna Purviance) que años más tarde será
una célebre actriz que trata de enmendar su error. La historia huele a
culebrón, pero Chaplin no le temió a los culebrones. Tampoco a First National,
la compañía encargada de la distribución y exhibición de El pibe.
Impacientes por proyectar lo nuevo de Charlot, querían tres películas de dos
rollos; él, que aún no había terminado de montar las cerca de 500 latas que
terminó filmando, les dijo que la película sería una sola, de siete rollos, y
punto.
First National pretendió incautar el material. Enterado del asunto, el
cineasta y un par de colaboradores se llevaron las latas de Hollywood a Salt
Lake City, donde terminaron la edición. La empresa, que le ofrecía algo más de
US$ 400 mil por el filme, se allanó finalmente a pagar US$ 1.500.000 y a
exhibirla en los términos definidos por su realizador y protagonista.
Si es por dinero, el filme recaudó cerca de US$ 5.500.000 (unos US$ 80 millones actuales). Si es por la química que reprodujo en la gran pantalla la amistad entre un niño prodigio de la actuación y un adulto con alma de niño, aún emociona y entusiasma. Es lo mejor que puede decirse de una película, a un siglo de su estreno.
(LA TERCERA / 4-1-2021)
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