La revolución de la
esperanza es una obra del psicólogo y filósofo humanista Erich Fromm, escrita en
plena fiebre de finales de la década de 1960, los años de la “Primavera de
Praga”, el Mayo francés y el inicio del movimiento hippie en
Estados Unidos, entre otros movimientos sociales, marcadamente juveniles, que
suscitaron el entusiasmo de muchas personas en todo el mundo por su espíritu
renovador.
En esa efervescencia, Fromm escribió
este ensayo extenso en donde intenta ubicar el lugar que la esperanza tenía en esa
época, una palabra especialmente significativa que, sin embargo, en pocos años
terminó un tanto mellada. En efecto: el libro fue publicado originalmente en
Estados Unidos en 1968, poco después de que la población de ese país eligió a
Richard Nixon como presidente de la nación, candidato del Partido Republicano
que, entre otras decisiones de cariz conservador o francamente reaccionario,
determinó continuar con la Guerra de Vietnam. En ese proceso electoral Fromm
apoyó a Eugene McCarthy, político y poeta que buscó la candidatura del Partido
Demócrata y cuya agenda era esencialmente pacifista y humanista (de ahí la
colaboración convencida de Fromm).
Con el triunfo de Nixon, Fromm se
sintió un tanto decepcionado del desarrollo de la sociedad estadounidense, en
particular por el miedo a la libertad que parecía dominarla entonces (una idea,
por cierto, también muy propia del filósofo). Ante la posibilidad asumir un
cambio de paradigma importante, tal parece que los estadounidenses de la época
se arredraron y prefirieron apostar por lo ya conocido (aun cuando esto no
fuera totalmente satisfactorio).
Sea como fuere, en La
revolución de la esperanza Fromm desarrolló algunas de las ideas
y temas en torno a la “condición humana” que más le inquietaron a lo largo de
su vida intelectual. Preocupado siempre por el desarrollo pleno del ser humano,
Fromm abordó en su obra la manera en que la esperanza contribuye o detiene
dicho desarrollo.
En cuanto al elemento que nos ocupa en
este espacio, la fortaleza, Fromm dedicó a esta cualidad uno de los análisis
más puntuales y claros no sólo de este libro sino del pensamiento humanista en
general.
Como es sabido, la fortaleza posee un
importante abolengo en la historia de las corrientes y tradiciones filosóficas,
espirituales y de cultivo del ser humano. En el cristianismo, por ejemplo, se
le consideró una de las cuatro virtudes cardinales, y en la filosofía, de
Aristóteles a los estoicos, se le ha calificado como una de las actitudes más
deseables en el ser humano, necesaria para enfrentar los desafíos propios de la
existencia.
Fromm, por su parte, alinea la
fortaleza junto a la esperanza y la fe y dice de ella que es uno de los
elementos que dan estructura a la vida. Ni más ni menos. Y aunque inicialmente
el psicólogo prefirió hablar de “coraje” (en el sentido de “valentía”), al
final en su texto eligió usar el término fortaleza, que tomó de
Spinoza, para aludir a aquello en la forma de ser de una persona que la lleva a
tener valor para vivir. Después de todo, como se ha dicho, hace más falta
intrepidez para responder a la vida que para enfrentar la muerte.
Y es justamente en ese sentido que
Fromm distingue tres formas de fortaleza. En las dos primeras, una persona
parece fuerte para encarar ciertos retos pero sólo porque o no tiene amor por
su vida o, en segundo lugar, le teme tanto a un ídolo al cual adora (el “Amo”
del que hablaron Hegel, Kojève y Lacan), que se atreve a cualquier cosa con tal de no
desobedecerlo.
En estos dos casos, la fortaleza es más
bien ilusoria, pues no se trata de una cualidad inherente a la persona, que le
sea auténtica o que sea resultado de su desarrollo, sino que más bien es una
reacción circunstancial de miedo a la vida en sí (y los retos que esta
presenta): miedo a caminar por sí mismo, miedo de desafiar al Amo, miedo de
poner en juego los recursos propios, miedo de arriesgarse… ¿Qué clase de
“valentía” puede ser esa?
A estas formas un tanto dudosas de
fortaleza Fromm opone una tercera que, como en otros de los conceptos que
desarrolla tanto en esta como en otras obras, está en relación directa con el
desarrollo pleno del ser humano. Escribe Fromm:
La tercera clase de
intrepidez la encontramos en la persona totalmente desarrollada, que descansa
en sí misma y ama a la vida. Quien se ha sobrepuesto a la avidez no se adhiere
a ningún ídolo o cosa y, por lo mismo, no tiene nada que perder: es rico porque
nada posee, es fuerte porque no es esclavo de sus deseos. Este tipo de persona
puede prescindir de ídolos, deseos irracionales y fantasías, porque está en
pleno contacto con la realidad, tanto interna como externa. Y cuando ha llegado
a una plena "iluminación", entonces es del todo intrépida. Pero si ha
avanzado hacia su meta sin haberla alcanzado, su intrepidez no será completa.
No obstante, quienquiera que trate de avanzar hacia el estado de ser él mismo
plenamente sabe que se produce una inconfundible sensación de fuerza y de
alegría en donde fuere que se dé un nuevo paso hacia la osadía. Siente como si
hubiera comenzado una nueva fase de la vida. Y de esta suerte podrá
experimentar la verdad de la frase de Goethe: "Ich babe mein Haus auf nichts
gestellt, deshalb gehórt mir die ganze Welt" ["He puesto mi casa
sobre nada, en vista de que el mundo entero me pertenece"].
Como decíamos, la idea de “la persona
totalmente desarrollada” a la que alude Fromm en este párrafo atraviesa
prácticamente todas sus obras (notablemente en El miedo a la libertad, ¿Tener o ser? y El arte de amar) y, en ese sentido, es posible decir
que se trata de una noción capital en el pensamiento del autor. Fromm se
refiere a un momento de la existencia al que una persona puede
llegar luego de un trabajo consciente y constante sobre sí misma, por
medio del cual descubra sus limitaciones y sus posibilidades, la historia
de vida que ha dado resultado a lo que es, sus sueños, su deseo, sus temores…
en fin, todo aquello que conforma la condición humana.
Fromm –que en este acercamiento al ser
humano sigue la amplia tradición occidental del autoconocimiento que va de
Sócrates a Sigmund Freud– defendió en su obra que únicamente cuando una persona
se conoce a sí misma alcanza un grado importante de autonomía, pues se da
cuenta de que posee los recursos suficientes como ser humano para vivir, en
toda la extensión de la palabra: sin depender de otro, sin explotar a otros,
sin esperar nada de nadie, con plena conciencia de su finitud, sin temor a la
muerte ni al dolor, etcétera.
Este, por supuesto, es un estado de la
existencia que no sólo pocas personas alcanzan, sino que además menos aún se
interesan por buscar. Por las condiciones mismas de nuestra especie (en
particular la amplia duración de la infancia del ser humano), lo más común es
que la gente repita los patrones de dependencia, irracionalidad y angustia en
los que se formó, sin preocuparse por romper con ellos y cambiarlos.
Sin embargo, como podemos advertir en el fragmento citado, la única manera de sortear los desafíos de la existencia y salir fortalecidos de ellos es siendo una “persona totalmente desarrollada”. De otro modo, los cambios, las crisis, los imprevistos y, en general, todo aquello que da sustento a la vida, se experimenta con sufrimiento, preocupación, e incluso podría decirse que con torpeza e ignorancia, todo lo cual nos hace padecer las experiencias que vivimos, cuando, por el contrario, estas podrían ser siempre oportunidades de aprendizaje y crecimiento.
(PIJAMASURF / 27-3-2020)
No hay comentarios:
Publicar un comentario