Los tres viejos (5)
Ya habían conseguido
atravesar toda la noche. El incesante trotar estaba hollando ya las puntas de
la mañana. Al tiempo que en los bajos una tenue cerrazón se arremolineaba como
no sabiendo para donde agarrar antes de que se apareciera el sol a acabarla sin
remedio, algo imposible de ver se agitaba hacía ratos en incesantes idas y
venidas, despertando las cosas, dando avisos radiantes. Era invisible, pero
marcaba patente su presencia en el cambio que operaba al solo cruce de su
vuelo. Asomábanse brillos. Un fulgor se tornasolaba, y ya otros y otros
aparecían, a lo grillo, entre los pastos. Brotaban los colores, se derramaban
sobre sus cosas. Por ejemplo; a cierto tala, empacado entre su enredo de
espinas se le abrió sin querer como un tenue rosado. Era todo aquello igual a
un desentumecimiento general. General y, en cada cual, con una sonrisa encima,
a lo que parecía. Entre los ceibales de la izquierda (que sostenían aun algunos
purpúreos florones de raso) por las islas de espinillos, del talar asomado en
la dirección opuesta, entre las piedras, a recibir a los tres altaneros
sublevados acudía una de trinos, que, sin resignarse a perder a tan arrogantes
lanceros, los seguían, estirándose en todo lo que daban, hasta empalmar con las
modulaciones a su vez salidas a aquel encuentro desde los boscosos apostaderos
de más adelante. Y estos nuevos arpegios tomaban la posta, seguían un trecho a
los tres indiferentes compadres, pasaban de largo por el ramaje donde, dele que
dele al garganteo, estaban parados sus mismísimos músicos, dejaban a estos
atrás, y no volvían sin antes hallar otro coro que se hiciera cargo de aquel
emponchado que a la larga evidenciaba ser un jefe, y de su imperturbable
escolta. Y así, por tiempo.
Desde hacía ratos, pues, los
ancianos, tiesos como garrotes, adelantaban en la pradera bajo un gorjeante palio
por encima del cual, activísimamente, la cúpula verdadera, la del cielo, requiriendo
cuanto color imaginarse pueda, preparaba su inminente luz mejor, la bien
dorada. A la espera de, en un solo haz, hacerse al fin esa luz de gloria,
estaban ya dispuestas vetas de azul acompañadas de sus celestes, azafranes,
también, ya, y ciertos esmeraldas, algún violeta clarón. Y, asimismo, unos
carmesíes, unos granates, unos escarlatas… que no tuvieron nunca ningún clavel
ni ningún malvón de patio alguno.
El frío intenso de la
evaporación del rocío, al vencer la tenue resistencia de ponchos y chaquetas,
les hizo soltar la lengua a los herméticos. Y por allí, entre parcos
comentarios, a ellos les empezó también el recobrarse. Pudieron así los ojos
reparar en lo que se les enfrentaba. Cualquier desvío, y ya, siempre de punta a
punta del horizonte, el arroyo se les enseñaba en sus cabrilleos, acá y allá
sofocados por los bosquecillos criados a sus expensas. Quieras que no, en esa
dirección, a la izquierda, entonces, el mirar se iba solito por la pradera, que
era plato tras el cauce, hasta dar con la franja del estero y con la otra,
delgada y más oscura, del monte sin fin, donde reinaba la libertad completa
porque “la autoridad” no consiguió nunca allegarse allí a hacer baza. A la otra
mano de los viajeros, el vasto espacio cortado por los pequeños cerros se
salpicaba de montes, de rebaños, de chilcales y de grupos de ombúes junto a los
cuales, aunque no se distinguiera, se asentaba una vivienda ya de terrón, ya de
pared de piedra. Así, la estancia del Coendú, la de la viuda del brasilero…
Allá, más lejos, todavía, al pie de las sierras (un punto borroso, apenas,
¡parece mentira!, para representar, no sólo los ombúes, sino los paraísos, las
casuarinas, el monte de perales y la población y los galpones) allí, el
establecimiento del hermano del Coronel. Y al frente de los tres lanceros, cada
vez, cada vez más cerca, pues no había tregua para las cabalgaduras ya
jabonosas de sudor, fue el distinguir, primero, entre sus ombúes, la antigua
construcción, a medias derruída, que era la meta; después, a poco andar, la
aparición de manguera de piedra y el corral de palo a pique, haciendo espalda a
un vasto muro verde que, al cabo de unas cuantas cuadras de trotar se evidenció
añosa arboleda de frutales…
Y ya dejamos a un lado el alambre en el suelo, latas, la cabeza de yacaré de una bota reseca, algún pedazo de loza, de vidrio; ya estamos en el playo de las casas. Los caballos, ¡por fin al paso!, en dirección al palenque de la enramada. Y, creyendo verse venir otra vez la guerra, la casera, una chancha negra que soltó su escoba de chilcas desde lucientes achiras y un jazminero moteado todo de blanco, para salir entre aspavientos al encuentro de los lanceros.
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