por Raquel Bada
En la Grecia clásica, esa gran paradigma de la democracia, la escritura
y la lectura eran territorios vetados para la mujer. El hombre – y con el
hombre no nos referimos a su cualidad genérica – era el poseedor exclusivo de
la razón. Sólo el genuino ciudadano era considerado poseedor de inteligencia. Y
como reza el título del libro de Stefan Bollman, “Las mujeres que leen son
peligrosas”, realmente ellas eran temidas en aquellos tiempos. La educación
era exclusiva de pupilos de sexo masculino y además de buena cuna, a quienes
sus sabios maestros instruían en oratoria, filosofía, los artes de la guerra y
del amor. Como recoge Irene Vallejo en su libro El infinito en un Junco,
hasta la sexualidad era un asunto pedagógico para los griegos. En especial en
Atenas, cuna de la intelectualidad, las mujeres estaban estancadas bien en el
papel de musa mitológica -su estatus más elevado- o bien en sus casas
confinadas donde tejían y laboraban. En Atenas las mujeres eran meras
habitantes. Las ciudadanas no existían. La función procreadora era, además, una
función de Estado. Una ateniense independiente que administrase sus riquezas
era impensable pues la inteligencia se relacionaba siempre con lo viril a pesar
de que la prudencia, sensatez, modestia y buen hacer se personifican en el mito
femenino de Sophrosyne.
Y es en esa oscuridad, en la clandestina mirada alejada de la sociedad
clásica, o de sus maridos, padres o incluso guardas, donde urdían, tramaban y
se las ingeniaban para poder atender y escuchar a Aglaya La
resplandeciente, diosa del poder creativo y de la intuición del intelecto. Siempre
sin dejar de mirar de izquierda a derecha para asegurarse de no ser
sorprendidas dejándose llevar por la seducción del arte del saber. Aprendían
así a expresarse mediante enigmas indescifrables, juegos de palabras crípticos
que desembocaban en metáforas para salvaguardarse de ser señaladas con el dedo.
Las que fueron un paso más allá y se atrevieron a aventurarse en el arte
del canto o de la composición, eran menospreciadas con el sufijo “-isa” o como
mucho inspiraban comedias que después eran representadas en grandes teatros,
protagonizadas y aplaudidas exclusivamente por hombres. Pero ni lo que
escribían ni lo que versaban sabía a pastel de fresa ni olía a margaritas. Sus
letras eran desafiantes y sus razonamientos cuestionan al mismo Sócrates, que
tanto las menosprecia.
Las escritoras griegas –y políticas, y sacerdotisas– se enfrentaban
además a la amenaza de la burla, al desprecio o a pasar a la historia –si lo
hacían– con displicencia.
He creado algo
que nadie más
ha hecho antes
Enheuduanna
Enheuduanna: la primera persona en componer y firmar una obra literaria
de nuestra historia.
Mil quinientos años antes de Homero, Enheduanna en Mesopotamia fue la
primera persona que firmó una obra escrita. Lo hacía en escritura cuneiforme, y
quien empuñaba el estilete para escribir versos en un retablo era una mujer
cuyo nombre significaba adorno en el cielo. Princesa de Ur – en la
actual Irak – sacerdotisa y poeta creó una obra literaria con sello propio en
una época en la que los autores no firmaban sus obras. Era consciente de que
“había creado algo que nadie más había hecho antes”. A altas horas de la
noche realizaba su tarea que le llevó a escribir 42 piezas en retablos a la
luna. Describía el cielo con tanta religiosidad que ya es considerada una de
las primeras astrónomas. Honraba a las musas, y era devota de ‘Nanna Suenn’, la
deidad mayor del templo a la que ella resguardaba, diosa del amor y la guerra,
del verano y el invierno, de los polos opuestos: del todo.
Algún día
alguien
se acordará
de nosotras
Safo
Safo: la poeta del Mar Egeo
¿Qué no se ha dicho ya de Safo? Temida y amada
por sus detractores, prostituta hetaria –Séneca tituló uno de sus
ensayos: “¿Fue Safo una puta?- o Décima Musa para Platón. Ahora cuando expertos
como Anne Carson se esfuerzan por alumbrar el perfil verdadero de la Poeta
del Mar Egeo. Traducen sus cabalísticos fragmentos con minuciosidad, y vengar
las interpretaciones dudosas que muchos traductores hacían de su obra,
transformando, añadiendo u omitiendo palabras para retratar a la autora según
les convenía. Su nombre ha dado lugar a la palabra safista, y su condición
sexual – amaba igual a hombres que a mujeres – al concepto de lesbiana en
referencia a Lesbos, isla en la que nació y expandió su palabra. Un
territorio mucho más avanzado en aquel tiempo que la capital Griega. Creó la
estrofa sáfica, la primera que hablaba en primera persona y ubicaba los
sentimientos y las pasiones propias en el centro. Inventó varios instrumentos
para acompañarse con la lira, con la que cantaba sus versos. “Safo, la que
canta” “Safo, la poeta del mar Egeo”. Fundó la “Escuela de Musas”,
un thiaso femenino. Lo más parecido a una escuela a la que
podían aspirar las mujeres. A las alumnas las instruía en el lenguaje, la
música, la filosofía y el pensamiento. Las tutelaba hasta días antes de su
boda, donde las despedía entre odas nupciales, a veces melancólica y otras –la
mayoría– frustrada.
Fue hasta considerada maldita En el año 1073, el Papa Gregorio VII ordenó la quema de la totalidad de los ejemplares que todavía existieran de sus poemas, escritos tantos siglos antes. Esos textos le perturbaban y los consideraba una auténtica amenaza para la religión católica. Blasfemos, turbadores y brillantes. Esto último probablemente era lo que le quitaba el sueño. Eso y que además estaban escritos por una mujer. De los más de diez mil versos escritos por sólo se conservan 600 fragmentos desechados y un poema completo.
Aspasia, la política detrás de Pericles
Aspasia de Pericles. Era una rara avis de la Grecia clásica. Tanto que
dejó al propio Sócrates –que tenía la oratoria como deporte y
profesión– sin palabras. O eso al menos ha quedado patente en textos
posteriores. También que era una hetaria. Únicas mujeres que podían
comprarse un hogar propio sin tutela. Otros, desmotan esta hipótesis y la
describen como una mujer brillante, bella, intelectual y misteriosa, que logró
sacudir a la Atenas más arrogante. Nada nos ha llegado por boca de ella. Platón
según se cree, le cambió incluso el nombre por “Diotima”, amada por
Zeu, en uno de sus banquetes.
Sabemos que era experta en retórica, inteligente hasta la médula y persuasiva. Conquistó el corazón de Pericles, padre de la Edad de Oro en Grecia. Él también se saltó sus propias normas. Abandonó a su mujer para contraer matrimonio con Aspasia, que no era ateniense de nacimiento, sino una meteca. Afirmar que este hecho causó revuelo, sería un eufemismo. Aspasia desde entonces escribió muchos de los discursos del gobernante y supervisó casi todos ellos. Esta pasión por el arte de la elocuencia la llevó también a convertirse en profesora de esta disciplina como se menciona en el Menéxeno de Platón. Sus estrofas lamentablemente se perdieron o se atribuyeron a otros.
(bamba / 19-10-2020)
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