1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
CAPÍTULO
SEGUNDO
HISTORIA
Y FICCIÓN
I.
EL IMPACTO DE LA HISTORIA (1)
Como acabamos de ver,
Santa María y Buenos Aires gozan de un particular status dentro de la obra de
Juan Carlos Onetti. Diferentes pero sobre todo complementarios, estos dos
lugares del universo onettiano adquieren, a lo largo de las novelas y los
cuentos que los reubican incansablemente en el primer plano de la ficción, una
sorprendente autonomía de funcionamiento. De no cuidarse, lectores y críticos
podrán caer fácilmente en la deliberada trampa que nos tiende el novelista: la
reivindicación del carácter puramente arbitrario de la ficción. De acuerdo a
este supuesto, Santa María se limitaría a ser un “pueblo de Sudamérica que sólo
tiene nombre, porque alguien quiso cumplir con la costumbre cualquier montón de
casas” (1). Cualquier estudio inmanente -retórico, estructural- alcanzaría en
ese caso para abarcar el universo cerrado y autosuficiente creado por un
narrador que se asemeja mucho al escritor. Onetti, en efecto, a través de
declaraciones públicas, se ha encargado hasta cierto punto de alentar y fomentar
este tipo de aproximación crítica. Afirmando que “el escritor no desempeña
ninguna tarea social”, o que la literatura “jamás debe ser comprometida” (2),
Juan Carlos Onetti ha contribuido, no sin malicia, a entreverar la baraja.
¿Habría que compartir entonces
la opinión de que la obra del novelista uruguayo se sitúa fuera de todo
acontecer histórico? ¿Habría que interpretar, por ejemplo, la casi total
ausencia de regionalismos -con excepción del “voseo” (3)- como una voluntad de
universalidad y un rehusarse a pertenecer a determinada área geográfica, y aun
como una negación simplista de la Historia? ¿No convendría, por el contrario,
profundizar en la problemática que subyace a toda esta falsa discusión, tomando
en cuenta los recientes avances obtenidos en la percepción de las
interrelaciones entre la obra y la Historia? Precisemos antes que nada, por una
cuestión de rigor, que aun proclamando el carácter arbitrario de la ficción,
Juan Carlos Onetti no ha dudado en reconocer -paradójicamente, en apariencia-
la imposibilidad de sustraerse por completo a la influencia del medio:
El medio influye sobre el
escritor sin que el escritor pueda siquiera darse cuenta de ello; cada cual
lleva al medio dentro de sí. En el sur de Estados Unidos, por ejemplo, el medio
ha de haber influido como en un proceso de ósmosis sobre los escritores.
Faulkner, Caldwell, McCullers no se pueden haber confabulado todos para
mentirnos. Esa atmósfera sureña de sexo y violencia está alrededor de ellos y
en ellos mismos (4)
No podemos. por lo tanto,
reprocharle al escritor uruguayo una posición dogmática y empobrecedora. Su
compleja actitud, sin embargo, obliga a realizar ciertas aclaraciones. Porque
Juan Carlos Onetti, a la par que admite la interrelación entre la obra y la
realidad exterior, no deja de alejarse de cierta aprehensión muy difundida en
América Latina del fenómeno literario. A decir verdad, lo que rechaza
categóricamente Juan Carlos Onetti, tanto en las entrevistas con los críticos
como en su práctica artística, es cierta concepción del compromiso literario:
el maniqueísmo vigente todavía en la novela realista de comienzos de siglo; la
ingenua y tenaz creencia en la eficacia instrumental de la ficción; la sujeción
de la escritura a las consignas del momento. Lo que Juan Carlos Onetti
cuestiona, en suma, son las convicciones ideológicas y estéticas de sus
predecesores (4 bis). Apenas sorprende entonces encontrar en su penúltima
novela, La muerta y la niña, un ataque frontal aunque demasiado
sistemático para resultar realmente eficaz, contra las ideologías e
instituciones más diversas: el catolicismo, el comunismo y el militarismo son
aquí fustigados con violencia a través de un personaje particularmente
despreciable, el oportunista Goerdel:
Lleva encima la sotana de
utilería un sacón forrado, con cuello y solapas de piel. Ahora ya no es Goerdel.
Por humildad descendió a Johannes Schmidt. Junta los tacos al saludar y dobla
el lomo cuando ofrece la mano. Pero continúa siendo el ensebado hijo de perra
de siempre y ofrece sin desmayo la sonrisa bondadosa del misionero católico o
la del comunista que reparte consignas como medallitas (5)
Pero alrededor de los
años cuarenta, cuando la relación entre la escritura y la realidad comienza a
ser reenfocada, y la literatura latinoamericana se aparta en buena medida de
una temática rural demasiado explorada pero interesante específicamente en el
universo dinámico y conflictivo de la ciudad, Juan Carlos Onetti aprueba este
viraje. Así como no podría dejar de suscribir, por ejemplo -de acuerdo a lo
demostrado en su práctica artística- este acertado análisis de Mario Benedetti
acerca de la evolución de la noción de personaje:
El cambio más notable es
quizás que la sociedad no sólo está fuera sino dentro de él. (…) El personaje
se va cargando no exactamente de conciencia social, pero sí de sociedad (…) (Se
vuelve) en mayor o menor grado, un ente impuro, dubitativo, contradictorio,
como quizás corresponda a un mundo que siempre parece a punto de explotar (6)
Para él, como para su
contemporáneos y algunos escritores más jóvenes sobre los que ejerce una
influencia real aunque moderada -Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno,
Eduardo Galeano-, testimoniar la realidad de su época ya no significa realizar
un asedio científico que revele, con precisión y coherencia, estructuras
supuestamente objetivas. De ahora en adelante, las tensiones y los problemas
sociales ya no serán escritos únicamente desde lo alto o desde fuera por un
narrador clarividente y ajeno al mundo que observa, o por algún testigo
pretendidamente imparcial aunque no menos omnisciente. La pobreza, el estancamiento
social, la miseria y la injusticia son interiorizados, transformándose en
realidades subjetivas. La relación sociedad-individuo comienza a ser trabajada
en otra forma: las hasta ahora indiscutible preeminencia de las instancias
sociohistóricas será contrarrestada por una revalorización del individuo y su
ambigüedad, que lejos de anular el peso de la realidad referencial la enriquece
sustituyendo una aprehensión mecánica y tramposamente transparente por una
concepción plural.
Es así como del caos
subjetivo aparentemente inextricable de un Eladio Linacero o de un Brausen, se
desprenden extraños fulgores que nos informan mejor sobre sus mundos que
cualquier interpretación estrechamente racional. Porque a pesar de las
apariencias, la Historia no deja en absoluto indiferente a Juan Carlos Onetti.
Pero esta Historia, para él, es tanto la de los pequeños hechos cotidianos que
constituyen la existencia de los hombres como la de los grandes acontecimientos
y las abarcadoras estructuras económicas, sociales y políticas. Basta con
examinar atentamente la evolución de la obra onettiana para comprobarlo. Ya en
los primeros cuentos es posible detectar una particular atención dirigida a lo
cotidiano: los múltiples sufrimientos de la miseria material y moral, ¿no están
ya contenidos en germen, aunque transfigurados por la mirada de la infancia, en
Los niños en el bosque? El miserable “conventillo”, “sucio y con un olor
a letrina” (7), ¿no pertenece al tipo de los inmundos edificios (8) descritos
por Roberto Arlt?
Dos cosas; una, que el
otro día vino el tipo, el doctor. Traía plata y empezó a insultar a la vieja
por su descansada profesión nocturna en la silla petiza, tejiendo unas
pañoletas que nunca se acaban y abriendo y cerrando la puerta del negocio. Hubo
una pelotera de todos los diablos. Un detalle: la otra noche fui; vi que la
viejita se hizo un sistema con piolín y resorte para abrir sin molestarse.
Cuando un cliente se va, empuja con la zapatilla. Bueno, creí que el convento
se venía abajo. Al final lo echó y le gritaba prendida del pasamanos: “Algún
día voy a tener plata, mucha plata. Entonces voy a poner el quilombo más grande
de la ciudad, con un letrero luminoso: Gran quilombo Ros, gran quilombo doctor
Ros.” (9)
Notas
(1) Estelle Irizarry:
“Procedimientos estilísticos de Juan Carlos Onetti”, en Cuadernos
hispanoamericanos, 292-294, p. 694
(2) Juan Carlos Onetti,
“La literatura: ida y vuelta”, en Cuadernos hispanoamericanos, 292-294,
pp. 32-33.
(3) Estelle Irizarry, op.
cit., p. 690: “Si la alta retórica de Onetti parece exasperar a los críticos
más que la de Faulkner, se deberá en gran parte a la ausencia del lenguaje
folk, que en este autor provee un alivio y un contraste. Hay un mínimo de
regionalismo en el habla de los personajes de Onetti, y después de Tierra de
nadie se echa de msnos el ‘che’; si no fuera por el voseo, podrían ser de
cualquier parte del mundo hispánico. El lenguaje que predomina en estas
ficciones es el de su autor”.
(4) Juan Carlos Onetti,
“La literatura y vuelta”, op. cit., p. 32.
(4 bis) Ángel Rama,
“Origen de un novelista y de una generación literaria” en El pozo,
Bolsilibros Arca, Montevideo, 1969. Cf. igualmente los agudos análisis de Mario
Benedetti en El país de la cola de paja (Bolsilibros Arca, 1966).
(5) La muerte y la
niña, cap. X, pp. 88-89.
(6) Mario Benedetti, Letras
del continente mestizo, Colección Ensayo y testimonio, Arca, Montevideo,
1970.
(7) Los niños en el
bosque, en Tiempo de abrazar, p. 117.
(8) El juguete rabioso,
Cap. I, p. 16: “Como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y
lo denominamos, a propuesta de Lucio, aceptada unáninemente, el “Club de los
Caballeros de la Media Noche”.
Dicho club estaba en los
fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y
revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta,
de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los
rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un
titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de
plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones
atiborrados de revistas viejas y periódicos.
La puerta del cuchitril
se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos
rezumaban fango.”
(9) Los niños en el bosque, en Tiempo de abrazar, p. 118.
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