Texto publicado por Friedrich Nietzsche entre 1879 y 1881, en su libro "Aurora".
Si pese al formidable yugo de la moral de las costumbres bajo el que han vivido
todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, e
incluso en el transcurso de esta hasta la actualidad (y téngase en cuenta que
vivimos en un pequeño mundo excepcional y, en cierto sentido, en la peor de las
zonas), las ideas nuevas y divergentes, y los instintos opuestos han resurgido
siempre, ello se ha debido a que se hallaban protegidos por un terrible
salvoconducto: casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las
nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición
venerada.
¿Comprendéis por qué ha sido necesaria la ayuda de la locura; esto es,
de algo tan terrorífico e indefinible, en la voz y en los gestos, como los
demoníacos caprichos de la tempestad y del mar; de algo que fuese a un tiempo
digno de miedo y de respeto; de algo que, como las convulsiones y los
espumarajos del epiléptico, llevara el sello visible de una manifestación
totalmente involuntaria; de algo que pareciera que imprimía al enajenado la
marca de una divinidad, de la que él sería la máscara y el portavoz; de algo
que infundiese incluso al promotor de la nueva idea veneración y miedo de sí
mismo, en lugar de remordimiento y le impulsara a ser el profeta y el mártir de
dicha idea? Aunque hoy se nos esté constantemente diciendo que el genio tiene
un grado más de locura que de sentido común, los hombres de otros tiempos se
acercaban mucho más a la idea de que en la locura hay algo de genio y de
sabiduría, algo de divino, como se decía en voz baja. A veces esta idea se
expresaba a las claras. «Lo que más beneficios ha deparado a Grecia ha sido la
locura», decía Platón, acorde con toda la humanidad antigua. Demos un paso más
y veremos que todos los hombres supremos impulsados a romper el yugo de una
moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, si no estaban realmente locos, se
sintieron forzados a fingirlo o se volvieron verdaderamente tales.
Lo mismo les ha sucedido a los innovadores en cualquier ámbito, y no sólo en el
terreno sacerdotal y político. Incluso los innovadores de la métrica poética se
vieron forzados a acreditarse por medio de la locura. (Hasta en las épocas más
moderadas, había una especie de acuerdo en que la locura constituía un
patrimonio de los poetas; y Solón recurrió a ella cuando enardeció a los
atenienses para que se lanzaran a la conquista de Salamina).
¿Cómo volverse loco cuando no se está ni se tiene la valentía de aparentarlo?
Casi todos los grandes hombres de la civilización antigua se han hecho esta
pregunta, y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y
reglas para lograr este fin, a la vez que se mantenía el convencimiento de que
semejante intención y semejante ensueño eran algo inocente e incluso santo. Las
fórmulas para llegar a ser médico entre los indios americanos, santo entre los
cristianos de la Edad Media, anguecoque entre los groenlandeses, paje entre los
brasileños, son, en sus preceptos generales, las mismas: ayunos continuos, abstinencia
sexual constante, retirarse al desierto o a un monte, o incluso encaramarse a
lo alto de una columna, o «vivir junto a un viejo sauce a orillas de un lago»,
y, sobre todo, el mandato de no pensar más que en lo que pueda provocar el
rapto y la perturbación del espíritu.
¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales
—las más amargas e inútiles que se han podido dar— en el que se consumen
probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría
valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?:
«¡Concededme, Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí! ¡Mándame
delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad repentinas!
¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los haya sentido
jamás! ¡Rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar, gemir y
arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí mismo!
La duda me devora. He matado la ley, y esta me inspira ahora el mismo horror que
a los seres vivos un cadáver.
Si no consigo situarme por encima de la ley, seré el más réprobo de los
réprobos. ¿De dónde viene si no de ti este espíritu nuevo que late en mi
interior? ¡Demostradme que os pertenezco, poderes divinos! ¡Sólo la locura me
lo puede probar!».
Este fervor conseguía muchas veces su objetivo: En la época en que el
cristianismo resultó ser más fecundo y ello se tradujo en una proliferación de
santos y anacoretas, existieron en Jerusalén grandes «manicomios» para atender
a los santos fracasados, a aquellos que habían sacrificado hasta el último
vestigio de su razón.
(Bloghemia / 10-10-2019)
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