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EL ANSIA DE ENCONTRARSE. EL ALMA HERIDA DE UNA POETA DESCONOCIDA: NATALIA SOSA




por Aitor Boada Benito

 

A lo sumo fui venas manos, sangre,

Un corazón pequeño y precintado.

“Muchacha sin nombre”.

 

Durante el viaje a París de 1964, Alejandra Pizarnik escribió las piezas que más tarde formaron La extracción de la piedra de la locura. Con una prosa poética, la autora reivindicaba la búsqueda y conciencia de sí misma. En el poema que da nombre al volumen afirma: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar”, y continúa: “Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante en tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me enfrento. Oh, habla del silencio”. La poesía no trata de encontrar respuestas; tiene como propósito indagar en las preguntas y no contentarse, habitar la incomodidad y abrir nuevas puertas. Por eso habla desde el silencio, sacando a relucir lo que no suena en un estallido precioso y constante.

 

Un 27 de marzo de 1938 en la isla de Gran Canaria nació Natalia Sosa Ayala. Creció en la biblioteca familiar, sumergida por completo en un ambiente literario, alentada por su padre, también poeta, y por el amor a los animales y la naturaleza. A los dieciséis años comienza a escribir para revistas y prensa locales, entre ellas Mujeres en la isla. A los diecisiete publica su primera novela, Stefanía, y en 1961 vive durante un año en Londres. A la vuelta, continúa escribiendo en prensa y en 1970 comienza a trabajar en el instituto que más tarde publicaría su primer volumen de poemas: Muchacha sin nombre y otros poemas. Ahora, la editorial Torremozas recoge su obra poética, con introducción de Blanca Hernández Quintana, desde las publicaciones en Mujeres en la isla (1957-1962) hasta Muchacha sin nombre y otros poemas Autorretrato, escritos en 1980 y 1981, respectivamente.

 

La obra de Natalia Sosa se construye desde el principio en un grito, un grito por quebrar su invisibilidad y manifestarse a sí misma. La palabra nace del desahogo por lo invisible y la condena en la sociedad, representación de la sofocante situación social en la España franquista durante los años sesenta y setenta del pasado siglo. En una comunicación personal datada en 1998, Natalia confiesa (énfasis en original): “Se coartaban mucho las ideas y la libertad. Como no llevases una vida normal, hablaban mal de ti. Siempre viví con miedo a reconocer mi condición homosexual”. Stefanía, su primera novela, narra el amor frustrado de una mujer adolescente por el marido de su hermana, y aquí ya preludia la autora los principales motivos temáticos de su poesía: la intimidad, la frustración y la invisibilidad, la constricción que ejercen ciertos códigos culturales, y su amor por los animales, el esfuerzo por entender y dar voz a los incomprendidos y a los no vistos. Natalia se identifica con los animales en esa medida, les otorga su voz y admira su tranquilidad respecto al mundo, añora su belleza en su silencio. En “La nostalgia”, de Muchacha sin nombre y otros poemas, admite:

 

Vosotros, mis amigos,
mis pequeños insectos,
que me llamáis con las alas
de vuestros leves cuerpos,
que vais conmigo
a recorrer las calles

Y pregunta:

¿reconocéis en esta mujer triste
a uno de los vuestros?

Para concluir:

Cuando os dejo,
al marchar, cada mañana
oigo como un rumor de labios
que me gritan:
“¡Destierra tu dolor,
cigena del espliego,
macaón, piérida, calitea,
vuela como nosotros
y sé Natalia!”

 

La búsqueda de un nombre es una de las columnas fundamentales en su poesía. En “Muchacha sin nombre”, el poema que titula el volumen y a la vez uno de los más conocidos, la poeta escribe:

 

No me llamo Natalia.
Jamás nací.
O si nací fue muerta […]
Mi nombre, yo, Natalia,
estará inscrito en un papel cualquiera,
en labios que no saben lo que hablan,
en tardes remotísimas y ausentes,
acaso,
en el tiernísimo corazón de alguien.
Mas yo, yo no soy yo.
No soy Natalia.

 

La pérdida y búsqueda de un nombre se asocia a la frustración continua de expresarse en una sociedad que rechaza y condena, que contempla en pernicioso silencio. Ya en “Hipocresía”, el poema que abre todo el volumen, aparece un fuerte sentimiento de alienación, como si Natalia hablara desde el juicio y el ahogo causado por una sociedad violenta y contraria:

 

No os canséis de mirarme con la mirada abierta,
cual lobos al acecho de mi temor oculto.
Yo soy la hiedra extraña que trepa en una risa
y llora en la raíz, bajo la tierra roja.

Y continúa:

Miradme, conocedme, sabedme de esta forma
terrible que no oculto.

 

El dolor se extiende y este lamento se manifiesta en su propio cuerpo como lugar doloroso, impedimento y continuo recuerdo de su condición. Este dolor suma súplica y sensación amarga. En “Mi primer poema”, escrito a los diecisiete años y que abre Muchacha sin nombre…, Natalia relata la apelación directa a Dios:

 

¿Por qué, Señor, por qué me diste alma?
¿Por qué no me dejaste en barro convertida?
Hubiera sido hermoso ser senda o ser camino,
tener forma de árbol o ser rosa,
no ser de tu dolor el centro, mi destino.

 

El sujeto parece frágil, con miedo a ser herido. Lleva en sí mismo tanta belleza que el mundo no lo entiende. En “Muchacha pequeña”, también una de las denominaciones a sí misma, Natalia entabla un diálogo con lo que era:

 

Yo era una cosa breve (…)
Yo era una cosa leve (…)
Yo era una cosa sola (…)
Oh, muchacha pequeña,
¿qué te han hecho?,
¿qué te ha dado y quitado la vida
que, ahora,
igual que aquella niña
-con los ojos más tristes
y el alma cansada-,
sufriendo estás
la tarde,
a través de los pinos
?

 

La niña frágil, la única capaz de entender el arrorró de las tardes, es acogida por la naturaleza. En ella encuentra paz y lo acogedor de un mundo que no intenta serlo. Incluso a veces la propia naturaleza responde por ella: “Dijiste, ¿Natalia?, y contestó la lluvia”, escribe en “Muchacha ausente”, y continúa: “¿Natalia? / La lluvia contestó: / ‘Esa muchacha de corazón incierto, / no está aquí. / No te esfuerces en levantar sus hombros’. // Y el otoño afirmó: / ‘Ella está ausente'”. El sujeto se considera lejano y se convierte en extranjero, visitante de otro lugar:

 

En cada paso, en la pasión del sexo,
en el éxtasis de Dios, en la mañana clara;
en la era inútil e infecunda
con que me enfrento a mi morir constante,

Y prosigue en ese mismo poema, “La extranjera”:

Extranjera, extranjera y extraña
me definen,
extranjera y extraña me comporto.

 

La muerte es la representación de la inmovilidad causada por el entorno, la privación de agencia, de poder actuar, que siempre la acompaña. En “La muerte”, ésta se muestra cómplice y acompañante del sujeto, habla y cuida:

 

La Muerte
es una sombra gris,
que nadie advierte
pero que va conmigo
a todas partes.


Pero esta sensación de fragilidad se rompe en el siguiente libro, Autorretrato. La niña antigua, frágil, refugiada en la naturaleza y sujeta a los juicios se alza ahora de una forma preciosa, por su fuerza. Las miradas ya no importan, la naturaleza no responde por ella. En ese momento es ella, la mariposa antes herida, la que se levanta y comienza el vuelo gracias a su nombre. En “Frente a la isla”, con una gran belleza lírica, exclama:

 

Mirad a esa mujer, dicen algunos,
callada frente al mar cada mañana.
Es una pobre loca soñadora,
una pobre mujer que desde siempre
soñó con ser gaviota y tener alas. […]

Y ella responde:

Miradme, sí, miradme.
A juicios de los hombres ya no temo
helados juicios
que con desdén quisieron
congelar las hogueras de mi pecho.
No los oigo. Soy una pobre loca,
mas, al fin,
mis oídos cerré a las voces vanas.

Y concluye:

¿Llamáis a esto locura?
Seguid vosotros, pues, con la cordura:
si loca me creéis, no me hacéis daño.

 

El sujeto se reafirma y lo demuestra. Conoce su condición anterior y la utiliza para alzarse todavía más fuerte: “Señor, aparta de mí el cáliz / del recuerdo […] / Señor, aparta de mi lado / la tristeza y siembra -tú lo puedes- / abedules” comienza en “Ruego”. La muerte, señal de inmovilismo, desaparece y ahora el sujeto se esfuerza por moverse. En “Déjame ser tu amiga” confiesa:


Y tengo miedo a esta dulce red

y para siempre quedarme encadenada.

 

La palabra de Natalia Sosa Ayala sirve como una autoexploración bellísima y necesaria. La voz frágil, sofocada por el mundo, se reafirma después y se manifiesta herida, pero fuerte, alta y decidida: “Se acabó, corazón, que te llega la luz”, dice en “Alegría”. Y aquí seguramente resida lo más bello de su obra y su vida: la continua ansia por no rendirse, por encontrarse y confirmarse a sí misma:

 

Ya no quiero ser la mujer triste,
me cansé del cantar de la tristeza. […]
Quiero a los ojos mirarme abiertamente,
ver el gris de mi pelo y alegrarme,
caminar por las calles y escucharme,
vibrar de amores llena.

 

Así se reafirma en “Indiferencia”, poema que cierra el volumen. En 1989 sufre un ataque cerebral y se congela su vida laboral. Desde entonces se dedica por completo a la escritura, publica más libros de poemas y continúa sus colaboraciones en prensa hasta el año 2000, cuando muere en la capital de su isla. La voz de Natalia Sosa es la voz de la afirmación, del ahínco por descubrirse y no rendirse. Todavía laten sus palabras en la tarde y en las hojas. Se hace igual de imprescindible ahora que en el momento de su publicación, y merece un reconocimiento que traspase su insularidad, por lo bello, por el hambre de sí misma, por hablar desde el silencio.


(El vuielo de la lechuza / 7-3-2019)

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