1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
III.
TERCER PERÍODO:
SANTA
MARÍA O EL RETORNO A LAS FUENTES (4)
Es cierto que los
reiterados sarcasmos de Jorge Malabia y la monolítica expresión “acalycanto”
(143), apuntan a estigmatizar el estereotipo mental y el murallón de los
prejuicios, materializado aquí por la cómica imbricación de cuatro palabras
normalmente autónomas. Pero más allá de la estrechez de espíritu del ámbito
provinciano y el repliegue hacia posiciones que algunos califican en Juntacadáveres
de obsoletas o hasta de reaccionarias, este encerramiento, hasta cierto punto
más ostentoso que real, constituye sin ninguna duda una condición necesaria en
la lucha contra la dispersión. A diferencia de Buenos Aires, donde todo resulta
llevado por el “viento pasajero”, Santa María se afirma, dentro de su limitado
perímetro, como el espacio de la sedimentación, la representación por excelencia
de cierta forma de permanencia. Díaz Grey, al salir a buscar al farmacéutico
Barthé a pedido de Larsen, ¿no atraviesa una ciudad con suburbios donde los “paisajes
solitarios, confusos, (parecen) haberse conservado contra las horas, los
charcos quietos de los baches, el doblegamiento de los ramajes desnudos, la suave
deprimente luz que se (deposita) en al aire y la tierra…” (144)? Algunas líneas
más adelante, cuando el médico, cuyo papel de mediador se ha confirmado, pasa “del
centro de la Colonia a los caminos de las granjas”, es de nuevo “el mismo
paisaje, como resuelto y fanático ahora, proclamando los elementos que había adoptado
a partir del primer frío de junio” (145) el que retiene la atención del lector.
Fiel a sí misma, haciendo de la continuidad uno de sus valores esenciales,
Santa María se afirma, a imagen de su tierra impasible y su río imperturbable, “ileso
bajo el viento” (146), como ese otro mundo al cual aspiran inconscientemente
los principales héroes onettianos. No resulta sorprendente, por lo tanto, la
obstinación con que Juan Carlos Onetti recurre en sus cuentos y novelas a
ciertos lugares estratégicos en torno a los que se ordenará el universo “sanmariano”:
algunos de frecuentación colectiva y otros de índole individual, todos contribuyen
a reforzar la cohesión y la unidad, caracteres específicos de la ciudad-pueblo.
Los primeros, ya se
llamen Plaza, Berna, Belgrano e incluso Chamamé, tienen por función reunir a
los habitantes de Santa María. Es alrededor de un aperitivo o una cena, en
efecto, donde suelen iniciarse y estrecharse los vínculos que unen a los
miembros de la comunidad. A diferencia de los cafés de Buenos Aires, cuyo poder
unificador es siempre ocasional y de duración limitada (147), como lo sugiere
el cuento Regreso al sur, los lugares de encuentro cumplen en Santa
María una decisiva misión social. Allí proliferan los rumores y conventilleríos
que se convertirán en comidilla para la voracidad de la sociedad entera. No es
casual que Díaz Grey, cuyo papel motor salta a la vista -en su calidad de
personaje y narrador privilegiado dentro de las ficciones del ciclo “sanmariano”,
sea precisamente un asiduo visitante de esos lugares, ya se trate del Club Progreso
reservado para los notables (148) o de cualquier otro café de la ciudad.
Porque, más allá del aspecto puramente anecdótico que revistan algunas descripciones
de la atmósfera agitada de los principales bares de Santa María , lo que
importa sobre todo es su función dramática: ellos constituyen verdaderas
mini-células narrativas donde surge un sentido que será reelaborado a lo largo
de todo el relato, como cuando en La novia robada los viejos especulan
sobre el extraño comportamiento de Moncha Insaurralde y tiran sobre la mesa
interpretaciones audaces y hasta escandalosas, que el texto se encargará más
tarde de retomar y relativizar:
La crónica policial no
dijo nada y la columna de chismes de El Liberal no se enteró nunca. Pero todos
sabíamos, unidos en la mesa de juego o de bebida que la vasquita Insaurralde,
tan distinta, se encerraba de noche en la botica de Barthé -que tenía
encuadrado y a la vista su título de farmacéutico, indudable y muy alto detrás
del mostrador- y con el mancebo manceba que ahora sonreía con distracción a
todo el mundo y que era, en los hechos sin base conocida, el dueño de la
farmacia. Los tres adentro y sólo quedaba para nuestra curiosidad avejentada,
para adivinanzas y calumnias el botón azul sobre la pequeña chapa iluminada:
Servicio de urgencia. Movíamos fichas y naipes, murmurábamos juegos y desafíos,
pensábamos sin voz; los tres; dos y uno mira, dos y mira el que dijo estoy
servido, me voy, no veo pero siempre estoy mirando. O nuevamente los tres y las
drogas, líquidos o polvos escondidos en la farmacia del propietario confuso,
equívoco, intercambiable.
Todo posible, hasta lo
físicamente imposible, para nosotros, cuatro viejos rodeando naipes, trampas legítimas,
bebidas diversas (149).
El papel de estos lugares
de encuentros abiertos será contrabalanceado por el que desempeñan otros más
secretos: la pieza de hotel en El álbum, alcobas donde se apagan los
ruidos ciudadanos en Juntacadáveres o Tan triste como ella,
jardines o glorietas en La novia robada, Juntacadáveres y El
astillero, ámbitos cerrados e íntimos propicios para la reflexión, que
parecen remitir en última instancia al espacio privilegiado por excelencia del
ciclo “sanmariano”, el famoso consultorio de Díaz Grey, discreto pero
paradójicamente abierto a la vida pública y privada de Santa María. Este local
de uso profesional se presenta, en efecto, como un espacio ampliamente volcado
hacia el exterior. Sus dos grandes ventanas dan directamente a “la plaza:
coches, iglesia, club, cooperativas, farmacia, confitería, estatua, árboles,
niños oscuros y descalzos, hombres rubios apresurados; sobre repentinas
soledades, siestas y algunas noches de cielo lechoso en las que se (extiende)
la música del piano del conservatorio” (150). Desde ese lugar sintético por
excelencia que es la plaza mayor, se abarcará casi la totalidad de la ciudad.
Pero además de constituir una posición estratégica que permite a Díaz Grey
otear directamente la vida y milagros de loa sanmarianos, el consultorio médico
favorece una percepción más matizada y profunda de los habitantes de la
ciudad-pueblo. Como se sugiere en pocas palabras, este “consultorio donde las vitrinas,
los instrumentos y los frascos opacos ocupaban un lugar subalterno” (151) se
aparta progresivamente de la exclusiva vocación profesional a la que el
narrador parece haberlo destinado. Imagen emblemática de la racionalidad y el
espíritu metódico, el consultorio no demora en transformarse en un ámbito
entrañable donde el pensamiento lúdico contribuye a equilibrar los traspiés del
trabajo científico. Porque Díaz Grey suele recibir a pacientes que, como Elena
Sala (152), Moncha Insurralde (153) o Goerdel (154), sufren menos de problemas fisiológicos
que afectivos. Tendrá pues el médico que desplegar toda su sagacidad y
delicadeza para desbaratar las trampas tendidas por algunos enfermos, para
analizar justamente los dolores secretos, los abismos interiores que ocultan y
desvelan a la vez los retorcidos discursos de los habitantes de Santa María, y
así lograr realmente auscultar las pasiones que agitan al mundo aparentemente
sereno de la “ciudad-pueblo”.
Notas
(143) Ibid., II, p. 11: “Y
si fuera una sola palabra, yo podría regalarla esta noche o mañana a Julita,
cuando me pida, como siempre que le dejé una palabra que pueda durarle todo el
día siguiente para irla gastando, como una vela, frente al recuerdo de mi
hermano muerto. Acalycanto, le diría, sintiéndome un poco consolado, más libre
de ella y de su desventura viciosa”.
(144) Ibíd., IV, p. 24.
(145) Ibíd., IV p. 24.
(146) El astillero, La
casilla – I, p. 47.
(147) Regreso al sur,
en Tiempo de abrazar, p. 82. “Sabían también que cada semana inauguraban
un nuevo café con canciones y música; en todos ellos instalaba Oscar al guitarrista
junto a una Perla remozada y locuaz que bebía manzanilla y golpeaba las palmas
a compás. “Es por la guerra de España”, comentaba Walter.
Pero la guerra de España
había terminado hacía mucho tiempo, y por muchos meses la Avenida de Mayo fue
para Oscar -y él pensaba que también para tío Horacio- diez cuadras flanqueadas
de cafés ruidosos en la noche, con hombre y mujeres gordos tomando cerveza en
las aceras, mientras a la luz del día muchos toreros iban y venían con paso
apresurado. Y las pocas veces en que Oscar atravesó solo de noche Rivadavia y
vio una Avenida de Mayo reconocible, volvió sin decir una palabra a tío Horacio
y olvidó en seguida lo que había mirado”.
(148) Para una tumba
sin nombre, I, p. 7: “Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho
a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida
vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros
sabemos cómo es un entierro en Santa María”.
(149) La novia robada,
en La novia robada y otros cuentos, pp. 18-19.
(150) La vida breve, I
parte, Cap. I, p. 19.
(151) Ibíd., Cap. I, p.
18.
(152) Ibíd., Cap V, p.
40: “Voy a pedirle perdón. -Estaba vestida, los ojos miraban atentos cuando él
alzó la cabeza. Usted estará pensando… Vi que tiene mucho trabajo.
-No, no mucho- “No es
eso, hay algo más; la verdadera mentira acaba de empezar”-. Por lo menos, no
mucho trabajo interesante. ¿Qué le pasó?
-Nada. Tuve vergüenza.
Pero no de que me viera desnuda. -Sonreía con una naturalidad más irritante que
el cinismo. “Tenía razón, una vieja costumbre de hombres”. Era una farsa, no sé
cómo se me ocurrió ésta, tan estúpida, tan grosera, tan increíble. Pensé en el
ridículo de que usted creyera que quise seducirlo desnudándome.
-Es absurdo -dijo él; la
miró, midiendo todo lo que había en ella digno de ser creído, existente debajo
de la mentira.
(153) La novia robada,
en La novia robada y otros cuentos, pp. 12.13: Había entonces tantos
médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita, Moncha Insaurralde,
casi en seguida de su regreso a Europa, antes de la clausura entre los muros,
llamó por teléfono al doctor Díaz Grey, pidió consulta, trepó una siesta los
dos tramos de escalera y sonrió estupidizada, sin aliento, la mano apretada
contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla donde ella creía
tener el corazón, excesivamente próxima al hombro.
Dijo que iba a morirse,
dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable Díaz Grey
trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huida de Santa María, del
falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio
de piel.
-Nada, no hay síntomas
-dijo la muchacha-. No sé por qué vine a visitarlo.
(154) La muerte y la
niña, Cap. I, p. 14: “Eso es todo, doctor -dijo el visitante con su voz
acostumbrada a la resignación; agregó: -¿Qué puedo hacer?
Díaz Grey soltó la
lapicera y estuvo mirando en silencio la trampa, la hipocresía, la dureza oculta,
la congénita astucia.
-¿Y ella? -preguntó como si creyera estar ganando tiempo, un tiempo intemporal y absolutamente inútil”.
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