1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
III.
TERCER PERÍODO:
SANTA
MARÍA O EL RETORNO A LAS FUENTES (2)
Si el río, proveedor de
esta belleza a la vez sencilla e insólita (131) que atraviesa todos los textos
de Santa María (132) desempeña un papel determinante, la “colonia” no
constituye un elemento menos esencial. Este enclave extranjero -a nivel étnico
y sobre todo cultural- construido en las inmediaciones de la ciudad pese a
mantener con ella vínculos cotidianos, ostenta un modo de vida y una
sensibilidad germánicas que permanecen reacias, a pesar de los años, a toda posibilidad
de cambio y adaptación. No habiendo logrado ni querido integrarse a la sociedad
americana, los miembros de la “colonia” conservan y proclaman, discretamente,
sus diferencias: la actitud del viejo Petrus, en El astillero,
constituye el ejemplo más claro del desprecio y la altanería difícilmente contenidos
por una comunidad imbuida de su superioridad social, presente o pasada.
Después de un juramento
pronunciado en alemán que excluía, en la hora de la prueba, a los escasos indígenas
que engrosaban el cortejo de enlutados y embarrados: “Prometo ante Dios que tu
Cuerpo descansará en la Patria”. Las mayúsculas corresponden a los énfasis. Un
gesto difícil de entender. Porque todos los testimonios hacen de Petrus un
hombre ajeno al melodramático, erguido, descubierto que alzó un brazo encima
del agujero e hizo sonar las voces bárbaras y guturales que componían el
juramento nunca cumplido. Nuevamente encogido, aceptó el puñado de tierra que
le ofrecieron y lo dejó caer exactamente sobre las tres letras de la cinta
violeta que envolvía el ataúd. (133)
Antítesis por muchos
conceptos de la vieja ciudad “oscura”, desordenada, indolente, cálida, sensual,
en una palabra de ese espíritu “criollo” ya evocado en La vida breve (134),
la “colonia”, de creación más reciente, constituirá sin embargo un elemento
motor de la vida de Santa María. Punta de lanza de la “civilización” de la que
se cree la exclusiva representante, ella encarnará, hasta el grado de lo
caricaturesco, los principales valores tradicionales: el sentido del esfuerzo y
el sacrificio, el gusto por el trabajo metódico, la sed de victoria y la
austeridad moral más intransigente; supuestas virtudes que no evitarán sin
embargo el surgimiento de una actitud hipócrita entre los hijos de la “bamboleante
Flor de Mayo”:
La tierra era fácil, a
veinte metros de la costa, atravesada y escarbada la arena, encontraban tierra
rojiza y húmeda que extendían bajo el sol y el aire después de arrastrada hasta
el misterio de lo que condenaban a colonia y asiento. Para el estiércol,
distribuían durante el día patrullas de niños que ya sabían moverse
indiferentes, alertados para relinchos y mugidos. Luego, el robo nocturno, las
grandes bolsas oliendo a establo y abrigo (…)
Si se puede llamar
fundación a un sufrimiento diario, que no podía ser medido por horas, para
apilar los ladrillos, alzar paredes, enramar techos, hasta el descanso bestial
del exhausto que cree tener casa y logra un domingo de paz y agradecimiento,
arrodillado sobre la enorme, casi inmanejable biblia con tapas negras frente al
tembloroso cerco de voces latinas dichas por un cura que salió de cualquier
parte porque era imprescindible.
Y después, para Santa
María y para mí el desconcierto. No se sabe, ni importa, cuántos meses o años
pasaron -ayudados, empujados sin piedad para ellos mismos ni para nadie- hasta
que las rubias, severas ratas desembarcadas con menos esperanza que rabia
suicida, fueron ricas y engordadas, dominaron la ciudad fundada por nuestro
Señor Brausen sin necesidad de mostrarlo. Tal vez les repugnara la evidencia.
Eran oblicuos, eran indirectos, eran pudorosos (135).
No resulta entonces
casual que la lucha contra la lujuria, simbolizada por la implantación de la “casita
celeste”, sea impulsada en gran medida por una cohorte de castas damitas (136)
de la “colonia”, eficazmente comandadas por el temible padre Bergner.
Como puede apreciarse, la
creación novelesca de la “colonia” no es ajena a ciertas realidades históricas
muy conocidas, relacionadas con el poblamiento específico del Río de la Plata.
De todos modos, no corresponde interpretar la presencia de la “colonia” como el
producto de una simple voluntad testimonial, si bien es cierto que a través de
este enclave podemos percibir, más allá de una fachada aparentemente homogénea,
las tensiones suscitadas en el corazón de la sociedad “rioplatense” por la
llegada de estos inmigrantes poseedores de una cultura diferente, y a menudo
considerados como jntrusos o rivales temibles. También es apreciable a la vez
el paradójico prestigio y la superioridad racial que le adjudican a la
comunidad suiza -en forma tácita o a veces vergonzantemente- las clases
acomodadas. Los prejuicios raciales, a pesar de los discursos oficiales,
aparecen profundamente enraizados. Los notables de Santa María, por ejemplo,
descartan condescendientemente a un empresario de pompas fúnebres muy amable
pero mulato. Miramonte sólo es realmente valorado a nivel popular. Mientras
tanto, la burguesía local acude a la rudeza germánica del viejo Grimm. Esta es
la situación planteada, no sin humor, en las primeras páginas de Para una
tumba sin nombre:
Es mejor, más armonioso,
que la cosa empiece de noche, después y antes del sol. Fuimos a lo de Miramonte
o a lo Grimm. “Cochería Suiza”. A veces hablo de los veteranos, podíamos optar;
otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de duelo, por una
razón, por diez o por ninguna. Yo, cuando puedo, elijo a Grimm para las
familias viejas. Se sienten más cómodas con la brutalidad o indiferencia de
Grimm, que insiste en hacer personalmente todo lo indispensable y lo que
inventa por capricho. Prefieren al viejo Grimm por motivos raciales, esto puede
verlo cualquiera; pero yo he visto además que agradecen su falta de hipocresía,
el alivio que les proporciona enfrentando a la muerte como un negocio,
considerando al cadáver como un simple bulto transportable.
Hemos ido, casi siempre
en la madrugada, serios pero cómodos en la desgracia, con una premeditada voz
varonil y no cautelosa, a golpear en la puerta eternamente iluminada de
Miramonte o de Grimm. Miramonte, en cambio, confía todo, en apariencia, a los
empleados y se dedica, vestido de negro, peinado de negro, con su triste bigote
negro y el brillo discretamente equívoco de los ojos de mulato, a mezclarse
entre los dolientes, a estrechar manos y difundir consuelos. Esto le gusta a
los otros, a los que no tuvieron abuelos arando en la colonia: también lo he
visto. (137)
Notas
(131) Ibíd., pp. 78, 107,
178.
(132) Forman parte del
ciclo de Santa María: Un sueño realizado, El álbum, Historia del Caballero
de la Rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput, El infierno tan temido,
Para una tumba sin nombre, Jacob y el otro, Tan triste como ella, La novia
robada, y sobre todo las grandes obras que han hecho famoso a Onetti, La
vida breve, El astillero, Juntacadáveres, La muerte y la niña y Dejemos
hablar al viento. Los otros textos remiten al universo de la gran ciudad (Buenos
Aires, Montevideo y, en la última novela, Lavanda, hermana gemela de
Montevideo) o a alguna ciudad de provincia, como en Los adioses, cuya
acción parece situarse en la región montañosa de Córdoba. Otros textos, como Convalecencia,
La larga historia, La cara de la desgracia, y La casa en la arena,
se sitúan en un territorio de contornos deliberadamente inciertos, para eximir
al sentido simbólico de cualquier tipo de anclaje en una realidad exterior
determinada.
(133) El astillero, Santa
María – IV, pp. 110-111.
(134) La vida breve,
II parte. Cap. 8, p. 205.
(135) La muerte y la
niña, Cap. 3, pp. 27-29.
(136) Juntacadáveres, Cap.
XX, pp. 167-175.
(137) Para una tumba sin nombre, I, pp. 7-8.
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