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A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (21) - MARYSE RENAUD

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.

1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola

 

III. TERCER PERÍODO:

 

SANTA MARÍA O EL RETORNO A LAS FUENTES (2)

  

Si el río, proveedor de esta belleza a la vez sencilla e insólita (131) que atraviesa todos los textos de Santa María (132) desempeña un papel determinante, la “colonia” no constituye un elemento menos esencial. Este enclave extranjero -a nivel étnico y sobre todo cultural- construido en las inmediaciones de la ciudad pese a mantener con ella vínculos cotidianos, ostenta un modo de vida y una sensibilidad germánicas que permanecen reacias, a pesar de los años, a toda posibilidad de cambio y adaptación. No habiendo logrado ni querido integrarse a la sociedad americana, los miembros de la “colonia” conservan y proclaman, discretamente, sus diferencias: la actitud del viejo Petrus, en El astillero, constituye el ejemplo más claro del desprecio y la altanería difícilmente contenidos por una comunidad imbuida de su superioridad social, presente o pasada.

 

Después de un juramento pronunciado en alemán que excluía, en la hora de la prueba, a los escasos indígenas que engrosaban el cortejo de enlutados y embarrados: “Prometo ante Dios que tu Cuerpo descansará en la Patria”. Las mayúsculas corresponden a los énfasis. Un gesto difícil de entender. Porque todos los testimonios hacen de Petrus un hombre ajeno al melodramático, erguido, descubierto que alzó un brazo encima del agujero e hizo sonar las voces bárbaras y guturales que componían el juramento nunca cumplido. Nuevamente encogido, aceptó el puñado de tierra que le ofrecieron y lo dejó caer exactamente sobre las tres letras de la cinta violeta que envolvía el ataúd. (133)

 

Antítesis por muchos conceptos de la vieja ciudad “oscura”, desordenada, indolente, cálida, sensual, en una palabra de ese espíritu “criollo” ya evocado en La vida breve (134), la “colonia”, de creación más reciente, constituirá sin embargo un elemento motor de la vida de Santa María. Punta de lanza de la “civilización” de la que se cree la exclusiva representante, ella encarnará, hasta el grado de lo caricaturesco, los principales valores tradicionales: el sentido del esfuerzo y el sacrificio, el gusto por el trabajo metódico, la sed de victoria y la austeridad moral más intransigente; supuestas virtudes que no evitarán sin embargo el surgimiento de una actitud hipócrita entre los hijos de la “bamboleante Flor de Mayo”:

 

La tierra era fácil, a veinte metros de la costa, atravesada y escarbada la arena, encontraban tierra rojiza y húmeda que extendían bajo el sol y el aire después de arrastrada hasta el misterio de lo que condenaban a colonia y asiento. Para el estiércol, distribuían durante el día patrullas de niños que ya sabían moverse indiferentes, alertados para relinchos y mugidos. Luego, el robo nocturno, las grandes bolsas oliendo a establo y abrigo (…)

Si se puede llamar fundación a un sufrimiento diario, que no podía ser medido por horas, para apilar los ladrillos, alzar paredes, enramar techos, hasta el descanso bestial del exhausto que cree tener casa y logra un domingo de paz y agradecimiento, arrodillado sobre la enorme, casi inmanejable biblia con tapas negras frente al tembloroso cerco de voces latinas dichas por un cura que salió de cualquier parte porque era imprescindible.

Y después, para Santa María y para mí el desconcierto. No se sabe, ni importa, cuántos meses o años pasaron -ayudados, empujados sin piedad para ellos mismos ni para nadie- hasta que las rubias, severas ratas desembarcadas con menos esperanza que rabia suicida, fueron ricas y engordadas, dominaron la ciudad fundada por nuestro Señor Brausen sin necesidad de mostrarlo. Tal vez les repugnara la evidencia. Eran oblicuos, eran indirectos, eran pudorosos (135).

 

No resulta entonces casual que la lucha contra la lujuria, simbolizada por la implantación de la “casita celeste”, sea impulsada en gran medida por una cohorte de castas damitas (136) de la “colonia”, eficazmente comandadas por el temible padre Bergner.

 

Como puede apreciarse, la creación novelesca de la “colonia” no es ajena a ciertas realidades históricas muy conocidas, relacionadas con el poblamiento específico del Río de la Plata. De todos modos, no corresponde interpretar la presencia de la “colonia” como el producto de una simple voluntad testimonial, si bien es cierto que a través de este enclave podemos percibir, más allá de una fachada aparentemente homogénea, las tensiones suscitadas en el corazón de la sociedad “rioplatense” por la llegada de estos inmigrantes poseedores de una cultura diferente, y a menudo considerados como jntrusos o rivales temibles. También es apreciable a la vez el paradójico prestigio y la superioridad racial que le adjudican a la comunidad suiza -en forma tácita o a veces vergonzantemente- las clases acomodadas. Los prejuicios raciales, a pesar de los discursos oficiales, aparecen profundamente enraizados. Los notables de Santa María, por ejemplo, descartan condescendientemente a un empresario de pompas fúnebres muy amable pero mulato. Miramonte sólo es realmente valorado a nivel popular. Mientras tanto, la burguesía local acude a la rudeza germánica del viejo Grimm. Esta es la situación planteada, no sin humor, en las primeras páginas de Para una tumba sin nombre:

 

Es mejor, más armonioso, que la cosa empiece de noche, después y antes del sol. Fuimos a lo de Miramonte o a lo Grimm. “Cochería Suiza”. A veces hablo de los veteranos, podíamos optar; otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de duelo, por una razón, por diez o por ninguna. Yo, cuando puedo, elijo a Grimm para las familias viejas. Se sienten más cómodas con la brutalidad o indiferencia de Grimm, que insiste en hacer personalmente todo lo indispensable y lo que inventa por capricho. Prefieren al viejo Grimm por motivos raciales, esto puede verlo cualquiera; pero yo he visto además que agradecen su falta de hipocresía, el alivio que les proporciona enfrentando a la muerte como un negocio, considerando al cadáver como un simple bulto transportable.

Hemos ido, casi siempre en la madrugada, serios pero cómodos en la desgracia, con una premeditada voz varonil y no cautelosa, a golpear en la puerta eternamente iluminada de Miramonte o de Grimm. Miramonte, en cambio, confía todo, en apariencia, a los empleados y se dedica, vestido de negro, peinado de negro, con su triste bigote negro y el brillo discretamente equívoco de los ojos de mulato, a mezclarse entre los dolientes, a estrechar manos y difundir consuelos. Esto le gusta a los otros, a los que no tuvieron abuelos arando en la colonia: también lo he visto. (137)

 

Notas 

(131) Ibíd., pp. 78, 107, 178.

(132) Forman parte del ciclo de Santa María: Un sueño realizado, El álbum, Historia del Caballero de la Rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput, El infierno tan temido, Para una tumba sin nombre, Jacob y el otro, Tan triste como ella, La novia robada, y sobre todo las grandes obras que han hecho famoso a Onetti, La vida breve, El astillero, Juntacadáveres, La muerte y la niña y Dejemos hablar al viento. Los otros textos remiten al universo de la gran ciudad (Buenos Aires, Montevideo y, en la última novela, Lavanda, hermana gemela de Montevideo) o a alguna ciudad de provincia, como en Los adioses, cuya acción parece situarse en la región montañosa de Córdoba. Otros textos, como Convalecencia, La larga historia, La cara de la desgracia, y La casa en la arena, se sitúan en un territorio de contornos deliberadamente inciertos, para eximir al sentido simbólico de cualquier tipo de anclaje en una realidad exterior determinada.

(133) El astillero, Santa María – IV, pp. 110-111.

(134) La vida breve, II parte. Cap. 8, p. 205.

(135) La muerte y la niña, Cap. 3, pp. 27-29.

(136) Juntacadáveres, Cap. XX, pp. 167-175.

(137) Para una tumba sin nombre, I, pp. 7-8.

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