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LEIBNIZ: LA MENTE SE CREA UN CUERPO


por Juan Arnau Navarro 

Leibniz tiene el aroma del ensueño: el filósofo sueña ensimismado en su mónada, que es en sí misma universo. Sigue una antigua tradición, que ve en los sueños señales del origen o avisos divinos. Leibniz podría haber nacido en Benarés, pero lo hizo en Leipzig. Ejerció, como los hindúes, un racionalismo inclusivo, cierto talante combinatorio y un irrefrenable entusiasmo por las ciencias. Quiso conciliarlo todo, armonizarlo todo, no sólo la materia y el espíritu, también las naciones, las ciencias y las iglesias. En una Europa a punto de alumbrar la filosofía crítica, Leibniz sostuvo que la mayoría de los sistemas de pensamiento son correctos en lo que afirman, y falsos en lo que niegan. En definitiva, que vivimos en un mundo rico y variado que siempre dice sí. Un mundo que ninguna filosofía puede abarcar, limitar o desdecir. Bertrand Russell lo consideraba “una de las más bellas inteligencias que jamás hayan existido”.

 

Viajero y estudioso infatigable, consignaba sus hallazgos en cartas y memorandos. La correspondencia de Leibniz con nobles, jesuitas, cortesanos, académicos y princesas, asciende a veinte mil cartas. Algunas de ellas son síntesis o exposiciones breves sobre un tema y era costumbre prestarlas como hoy se prestan los libros. No es descabellado suponer que muchas se han perdido. Leibniz armonizaba y tomaba prestado. Nunca desdeñaba nada e incorporaba a su sistema todo lo bueno que encontraba. Sus cartas se parecen a los microgramas de Robert Walser. Tenía la costumbre de apurar el papel y no desperdiciar ninguna idea. La letra, engañosamente rubricada y elegante, es difícilmente legible. Combina el grafismo del miope con la tensión que produce la avalancha de las ideas. La tinta es hoy amarillenta y cada página ofrece el espectáculo de una batalla inmóvil. Enmiendas aparatosas se entrelazan en un laberinto de tachaduras y añadidos. La fiebre de la precisión multiplica las distinciones. La letra serpentea por los márgenes, sube y baja hasta cubrir todos los espacios libres (expresión del sentido luterano del ahorro). Es preciso hacer girar el papel para seguir el hilo del argumento. El comienzo suele ser circunspecto, hasta que estalla en una proliferación de enmiendas y añadidos que desbordan los márgenes con textos nuevos, que a su vez son corregidos entre líneas o con flechas apuntando a los huecos del papel. El pliego como expresión gráfica del infinito actual de la mónada.

 

Leibniz es un filósofo inacabado (e inacabable). No hay nadie en el mundo que haya leído su obra completa y probablemente ningún filósofo escribió tanto. Una obra interminable de artículos, libros, borradores y anotaciones. Incluso hoy siguen apareciendo manuscritos nuevos, lo que deja abierta su identidad como pensador. Una vida intensa cuyos frutos siguen desplegándose hoy. Las obras completas empezaron a editarse hace ya más de un siglo, en un proyecto académico conjunto entre Francia y Alemania. Los franceses se retiraron, exhaustos, y los alemanes aún no han terminado de editar todo lo que escribió (mucho menos de traducirlo).

 

Fue, como Spinoza, un puente entre el mundo antiguo y el moderno. Su pluralismo ontológico es consecuencia de la multitud de disciplinas a las que se entregó y de sus numerosas relaciones personales y epistolares. Fue asesor de los Estados de Prusia, Austria, Francia, Rusia y de las cortes de Dinamarca, Polonia, Suecia y el Vaticano (le ofrecieron dirigir su biblioteca). Pero nadie sabía, de hecho, para quien trabajaba. Oficialmente servía en la corte de Hannover como bibliotecario e historiador (excusa perfecta para viajar y visitar todas las bibliotecas importantes de Europa), al tiempo que mantenía encuentros con las mentes más brillantes de su tiempo, incluidos algunos jesuitas que conocían las culturas india y china.

 

Nuestra antropología moderna es una antropología desde abajo. Un croquis piramidal (en la base el reino mineral y sobre éste el vegetal y el animal) que coincide con el del mito judeocristiano del dios creador que hace aparecer escalonadamente los elementos (agua, tierra, aire) y, posteriormente, plantas y animales, culminando la creación con el hombre. Es el mismo modelo que utiliza la teoría de la evolución (de abajo a arriba), salvo que en este caso el protagonista, la selección natural, es un héroe ciego y paciente, a merced de un destino más o menos azaroso o accidentado. Frente a estas propuestas, Leibniz, como los neoplatónicos o los hindúes, construye su antropología desde arriba (abre el camino a una Ilustración que no llegará a producirse). No se trata aquí de que el cuerpo evolucione hasta la mente, sino al contrario, de una mente que se prolonga en un cuerpo, que se concreta y realiza en condiciones espacio-temporales. La mente conserva ciertas prerrogativas y puede ser un mundo para sí misma.

 

Algunos neurocientíficos han rescatado esta idea de Leibniz. Se llama neuroplasticidad. Nuestros hábitos en la percepción, la reflexión, la atención y la imaginación, pueden cambiar el funcionamiento y la estructura del cerebro (en el supuesto de que la mente no se identifique con el cerebro, ni siquiera con algo interno). Nada de esto es nuevo, llevamos más de dos milenios dándole vueltas a las relaciones entre la mente y el cuerpo. Pero en la Ilustración europea se decidió gran parte de nuestro destino como civilización. Leibniz descartó asumir la distinción cartesiana entre “dentro” y “fuera”, que es como se leyeron los términos “pensamiento” y “extensión”, como si uno ocurriera dentro y el otro fuera, como si uno estuviera animado y el otro no. Pero la ilustración oficial asumió esa distinción y de ahí al positivismo el paso fue inevitable (la insurrección romántica sirvió de poco).

 

La figura de Leibniz es además relevante por otras razones que no tienen que ver con la historia de la ciencia. Nunca creyó en la separación entre disciplinas, ya fueran religiosas o de conocimiento. A los 12 años había leído a Platón y Aristóteles (nunca se sintió obligado a elegir), aprendió latín y griego por su cuenta y era capaz de recitar la Eneida de memoria. Se declaró luterano pero se opuso al sectarismo religioso y no frecuentó los templos. Fue un humanista, pero inventó una máquina calculadora e hizo importantes hallazgos en las matemáticas. Así como trató de conciliar las iglesias, intentó conciliar a tecnócratas y humanistas. A los 14 años estudiaba ya filosofía en la Universidad de Leipzig y posteriormente matemáticas en Jena. Se doctoró en Derecho y ejerció de secretario en una sociedad de alquimistas. En París perfeccionó sus matemáticas bajo la tutela de Huygens, lo que le permitió descubrir el cálculo diferencial e integral (bajo el supuesto de que una curva es un polígono de infinitos lados).

 

Le interesaba todo. Estaba convencido de la indiferencia es el grado más bajo de la libertad y el movimiento una especie de metamorfosis. Sostuvo que el mundo no está hecho de átomos materiales sino de mónadas inmateriales. El revés de la trama, lo que le imprime al mundo su carácter proteico, la transformación continua de las cosas, es inmaterial. Ese fue el más audaz de sus postulados. En este sentido fue un precursor de Goethe, maestro en el arte de convertir un problema en un postulado. La mónada inmaterial se crea un cuerpo. La mónada es pura posibilidad (universo en potencia), más real que la realidad misma. Sobrevuela la realidad y la atrae hacía sí, (como dirían Kierkegaard y Weil), hacia su irreductible singularidad.

 

En cada cosa, por pequeña que sea, habita un universo. La mónada es una perspectiva particular, pero completa, del universo entero. Un planteamiento afín a las upanishad y el sāmkhya y que recuerda a la “mezcla” de Anaxágoras. Para Leibniz, el propósito de la vida no es otro que lograr cierta armonía con lo que nos rodea. Cada individualidad, cada mónada, es un microcosmos autosuficiente, completo en sí mismo, en el que evoluciona. Y la multitud de las singularidades se encuentran trabadas entre sí en una armonía preestablecida. Por raro que parezca, el curso y la evolución de los acontecimientos en el espacio y el tiempo no es sino la expresión de las relaciones metafísicas que tienen estas singularidades entre sí (más allá del espacio y del tiempo). Mundos dentro de mundos. Mundos encapsulados. «Cada porción de materia es como un jardín lleno de plantas o un estanque lleno de peces. Pero cada rama de la planta o cada escama del pez es también un jardín o estanque similar». Singularidades, por otro lado, eternas, que ni nacen ni perecen. La muerte es un mero cambio de escenario. Si para Kierkegaard lo divino era la posibilidad pura (complementaria de las necesidades de la vida), para Leibniz era la armonía original de todas las cosas. Esa armonía original es la causa del querer y del universo singular en que vivimos.


(EL PAÍS / 15-9-2020)

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