El sitio de la Mulita (20)
Iba el joven Soldado a
poner cara de asombro, cuando se sonrió ampliamente iluminado por la
tranquilidad. Creyó darse cuenta de que en ese momento estaba como piedra de
dormido. Y que en lo que andaba metido era en unos sueños locos como para no
poderse contar porque no los creen y dicen que no son sueños, que son mentiras.
Si no, ¿era posible que un cardo se moviera como lo hacía el que tenía
adelante? ¿Y sin que por allí anduviera el menor viento? ¿Eh? Esa era la prueba
de que soñaba. Estaba copiando el cardo, y con torpeza, a los siete ombúes del
sueño anterior. Pero de golpe la sonrisa se le apagó. El Cuzco Overo se puso
serio, no más. Y lo invadió el estupor. Porque, no había nada que hacerle:
salían ruidos, no más de abajo de la tierra; rompía los ojos que el cardo se
movía y por consiguiente, aunque pareciese mentira, él estaba más que
completamente despierto… Y en ese instante, otra vuelta se le apareció la
sonrisa; sonrisa esta vez como dispuesta a quedarse allí toda la vida.
-¡Pero mirá lo que venía
a ser! -se dijo. Y estiró con mucho, mucho sigilo el brazo hacia el costado,
sin mover la cabeza, palpando con delicadeza hasta agarrar el sable. Entonces
se arrastró fuera del refugio, se incorporó y, cuidadoso de no hacer ruido,
desenvainó. -¡Pero mirá, vos, qué cosa! La Mulita y el Aperiá quieren apretar
el gorro y están abriendo una salida. ¡Pero mirá qué planchazo me le voy a
encajar al primerito que saque la cabeza!
Fijos los ojos, atento el
oído, aguardó inmóvil, sin respiro. Un pequeño sector de la gramilla comenzaba
a alzarse… se resquebrajó… y medio quiso aparecerse una cabeza sobre la que el
sable empuñado a dos manos fue abatido con todas las fuerzas.
Al grito de alarma que
dio el Cuzco Overo, corrieron en la semioscuridad los guardias. El campamento
se hizo hormiguero al que le plantan la pisada. Sin chaquetilla ni quepis, pero
espada al cinto y pistola en mano, el Sargento Cimarrón se asomó, muy agachado,
desde su carpa, el corazón achicándosele y suspendida la respiración. A la
confusa claridad, su penosa mirada envolvente le permitió que no se trababa de
un ataque del enemigo, y que ya estaba en pie todo el milicaje.
Entonces, impelido por
brusca fiereza, pasó la pistola a la mano izquierda, desnudó con la otra el
sable y se abalanzó impetuoso para unirse con los que, rezagados por buscar a
tientas el lugar donde dejaran sus armas recién abandonaban sus “benditos” y
corrían a tropezones.
-¿Qué hay! ¿Qué hay! -gritaba el Sargento Primero dejándolos atrás porque avanzaba con una decisión que no había hecho presa del todo en aquellos subordinados.
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