SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE semicalvo lee a Antonio Machado sentado
sobre la loneta de una carpa, a la luz de un farol. Es el tercer día de viento
en Saint-Tropez. La carpa es un iglú sostenido por dos tubos inflables que
parecen tener el aire apenas suficiente para seguir aguantando el mistral y la
tramontana: están derrengados y seccionados en varias partes, y el último ritmo
del viento amenaza violentamente con derrumbarlos. El hombre se levanta de un
salto y refuerza la juntura y las bases de los tubos atando cinturones y
amontonando ropa sucia bolsos valijas y todo lo que encuentra a mano. Lo único
que le queda por poner como puntal de contención es un estuche de guitarra y no
duda en hacerlo, aunque primero saca el instrumento y lo acuesta junto al
agonizante farol a mantilla. El hombre (el guitarrista) vuelve a leer,
interrumpido cada pocos minutos por los endemoniados sacudones de la tormenta:
en cada interrupción corrige la renguera de los tubos y salta y vuelve a la
lectura, como para juntar coraje. Entonces se termina el gas que alimenta el farol.
En la cabeza del hombre se abre la claridad de una curva dentada, hasta que sus
labios empiezan a silabear el lamento de un salmo. Después manotea los fósforos
y sigue trabajando alternadamente en la lectura y en la contención del
derrumbe, entre soplos de luz. Con el último fósforo quemándole los dedos se
inclina sobre la guitarra, y observa su reflejo incrustado en el resplandor
grietoso y dorado de la madera. Cuando la oscuridad se hace total, el ruido de
la tormenta se agiganta. La sombra del guitarrista continúa dando saltos para
ordenar a tientas la juntura de las venas inflables y acariciar las páginas
donde brillan las necesarias gotas de sangre jacobina. Finalmente amanece, y el
viento se amansa. Entonces el guitarrista retira su máquina de un rincón y
teclea -casi cayéndose- tres versos que titula: “Por Antonio Machado”. Rezan así: “Guitarrita mía / que no te lastimen / los hijos del diablo”.
DESPUÉS DE despedir al matoncito, Abel subió
pesadamente hasta su habitación y se tiró a fumar en la cama. Ahora tenía en
las manos unas cuantas piezas del caso como para romperse la cabeza a gusto.
Aunque el caso sea el otro, hermano Caín De Deus -pensó,
incorporándose de un salto: ¿Se contagió alguna vez el Caballero de la Fe de
una clase de podre imposible de curar con antibióticos? ¿Llegó acaso a escuchar
a la Gárgola defecando enroscadas asquerosidades adentro de sus sesos?
Abel abrió la máquina y empezó a componer un poema
conradiano sobre la espectral noche de tormenta que tuvo que atravesar a solas
en el Pam Beach Club, hasta que una voz sórdida lo paralizó. No era una voz
interior, por suerte. Era un canto indescifrable de alguien que aullaba en la
pieza de al lado, donde hasta el momento nunca se habían escuchado señales de
vecindad. Abel perdió la paciencia y agarró a los piñazos el tabique lindero,
reclamando a gritos que lo dejaran trabajar tranquilo. Enseguida hubo silencio,
y a continuación un portazo y unos pasos violentos por el corredor. Me
golpearon la puerta.
“Adelante” grité, sin ganas de pararme -aunque
aprontándome para cualquier cosa. Una cara conocida se asomó sigilosamente y me
sonrió, pidiéndome permiso para entrar. Era Wolfgang Amadeus Strudel: el
mismísimo Mozart. “Adelante” repetí, casi con entusiasmo: “Siéntese, por
favor”. Mozart entró meneando recatadamente sus caderas huesudas y se sentó en
la cama de enfrente y prendió un superlong. Demoró una barbaridad en montar ese
preámbulo. Abel le calculó poco más de treinta años: era un rubio muy flaco muy
miope y muy teñido, que me observaba con una Gárgola rosácea enyuyada debajo de
sus lentes. Es una Gárgola de córnea, pensé (como si le diagnosticara cáncer de
piel): Benigna. Aunque hay que analizarla, de todas maneras. Sus pupilas en
cambio rebosaban un celeste sedoso que no alcancé a captar la noche que lo
conocí en Chez Marlene.
“Le ruego que me disculpe, señor” dijo por fin,
agitando las pestañas como las patas de los cascarudos volcados en el pasto:
“No era mi intención molestarlo, se lo aseguro. Hacía semanas que no venía por
mi piecita. ¿Usted es nuevo aquí, verdad? Y por lo visto escribe. O siente que trabaja cuando escribe, y eso es
maravilloso. Yo mataría a los que me perturban cuando estoy trabajando. Porque
soy pintor-”. “Y pianista, además” agregué: “Lo escuché en Chez Marlene”.
Mozart se puso colorado y sus pestañas rubias volvieron a remolinear
enloquecidamente. “Bueno, lamento que me haya conocido en una noche tan
tormentosa” dijo: “En general no soy así. Y tampoco soy pianista: apenas copio
a intérpretes que me interesan mucho. Robo, según Marlene. Ella dice que
también robo lo que pinto. Pero no es la verdad. En todo caso, los artistas lo
hacemos por necesidad”. “Yo he robado más que Robin Hood y Dick Turpin juntos”
le confesé, y nos reímos con ganas. Eso me hizo acordar a Ray. “Perdón” me
decidí a atacar: “No te he dicho que tenemos amigos comunes, Wolfgang. Yo
compartía mi pieza en París con un petiso pelirrojo que iba muy a menudo por lo
de Monsieur Amelot, no sé si te acordás-”. Mozart se endureció. “¿Es tu amigo?”
preguntó. “Éramos muy amigos” dijo Abel, escondiendo los ojos: “Después hubo
problemas”.
“¿Después que asesinaron a Sinclair?” tomó la posta el
holandés, inesperadamente. “Sí” dije: “Pero lo que pasó no tiene nada que ver
con eso. Es un negocio aparte, entre él y yo”. “Bueno, yo llegué a hacer algún
negocio con ese Ray. Pero amistad no hubo jamás. Qué tipo repugnante. Fue todo
repugnante, allá en París: encontré a Sinclair loco, a Amelot loco-”. “¿Y a
Lilith cómo la encontraste?” contrataqué, sin demostrar el menor nerviosismo.
Mozart tampoco se inmutó. “A Lilith la vi apenas una noche, imitando a la Piaf
en la boîte de los negros” dijo: “Pero ella no es tan loca como parece. Y en
aquellos momentos andaban de luna de miel con esta víbora de Marlene y estaba
hecha una seda. Hasta me invitó a pasar el verano en su villa, otra vez-”.
Los brazos me empezaron a fallar y los metí abajo de
la mesa. “Ella te trajo hasta aquí” pregunté, suprimiendo los signos de
interrogación en señal de indolencia. “No” dijo Mozart: “Yo bajé unos días
antes y alquilé esta piecita. Ahora la sigo alquilando para mis cosas íntimas”.
Volvió a ponerse colorado. Abel no se animó a preguntarle dónde estaba Lilith
cuando asesinaron a Sinclair. “¿No sabés si Batalla se fue de Saint-Tropez?
Porque tendría que hablar con él por unos contratos” improvisé. “¿Qué precisás?
¿Haschich?” trató de sonsacarme el marica. “Sí” mentí. “Bueno” murmuró él: “Vas
a tener que esperar unos días. Batalla se peleó con Lilith, la semana pasada.
Generalmente los burgueses dejamos de ser amigos
de los traficantes cuando a ellos se les acaba la mercadería. Pero estoy
seguro que en cualquier momento el negro vuelve con más hasch y se adoran de nuevo”. Mozart largó una
pestañeante risita de bataclana y se paró para irse. “Esperá” lo frené, sacando
un brazo ya bastante firme de abajo de la mesa: “Me olvidé de decirte que yo
era muy amigo de Sinclair. Fui yo el que lo encontró muerto, prácticamente-”.
“No te sientas culpable” te lo ruego, me interrumpió el marica, arracándose los
lentes para empezar a deglutir su moquerío en silencio. Yo no le pude contestar
que no me sentía culpable de eso sino de todo,
últimamente. Así que me quedé viendo llover sus lágrimas celestes.
“Todo es tan repugnante” se secó la cara el marica: “Y
uno siente la culpa”. “Uno puede tener la culpa, también” lo corregí. Fue
como haberle hecho rodar un hielo por la espalda. Ahora la Gárgola de córnea le
avioletaba casi violentamente los contornos de las pupilas. Justo en ese
momento golpearon en su puerta y él se peinó y salió meneándose, sin agregar
una palabra de despedida. Abel saltó atrás suyo. “Hola, majo” me dijo la
Miguela en español: “¿Es que vives aquí, coño? No me digas que me engañas con
mi Amadeo. Mira que nos terminamos de reconciliar”. Mozart no entendía nada. Y
yo entendí lo que debí sacar en limpio unas semanas atrás, en el caso de tener
pasta de detective. La Miguela estaba peinada de peluquería y llevaba colgando
la cámara fotográfica que le regaló Mozart. “Pardon” me encerré en mi pieza con
ganas de mandarme mudar saltando desde el tercer piso.
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO teclea enfurecidamente en una máquina de
escribir montada sobre sus piernas, sentado en la cama individual de la pieza
más grande de la chambre 9. Está escribiendo hace dos horas, desde que sus
compañeros bajaron a comer huevos con jamón al pub Saint-Germain sin invitarlo.
Pronto amanecerá. El muchacho no deja de trabajar cuando escucha un tropel de
pisadas avanzando por el corredor en dirección a su puerta. Un hombre pelirrojo
-caído en un sobretodo negro- entra con la mirada verde inyectada de hasch y se
tira boca arriba en la cama de dos plazas. Desde allí hace una seña hacia la
puerta abierta. Una muchacha negra entra seguida por dos adolescentes y se
detiene a observar al que estaba escribiendo: es hermosa -aunque demasiado delgada-
y su palidez friolenta se acentúa tras un rictus de contrariedad. El más alto y
más joven de los adolescentes la empuja hacia la pieza chica de la chambre.
Entonces el muchacho arranca la hoja, tapa la máquina y abandona la cama para
empezar a vestirse. El otro adolescente se cruza de brazos recostado al ropero,
con la cabeza gacha. En la piecita hay una asordinada discusión que no termina
hasta que la prostituta sale reacomodándose un chal perchento: se vicha en el
espejo del botiquín el tiempo suficiente para medir su desamparo y ordenarse
las motas, y se escapa de la chambre. El muchacho termina de vestirse a los
manotazos y escruta una sola vez al hombre pelirrojo, que hace oscilar
relampagueantemente el odio hacia las dos paredes.
CUANDO EL dueño del Bateau -un judío marroquí que
cantaba canciones de Atahualpa Yupanqui y machacaba una guitarra que había
pertenecido al Viejo- nos confirmó las galas conseguidas para Navidad y Año
Nuevo en el Club Mediterranée, nos vimos obligados a pergeñar un póster del
conjunto. Faruk nos pasó el dato de que el Bigote era fotógrafo aficionado y
tenía hasta un estudio montado en el hotel, así que le pedimos precio. Él puso
cara de contento -por primera vez en cuatro meses- y dijo que nos cobraría nada
más que el revelado, porque esa condena la cumplía vocacionalmente. Después
volvió a enclavarse la pipa en el habitual rictus de saturación y nos avisó que
el sábado iba a caer la policía a hacer una revista semestral de pasaportes.
“Lo digo por si alguno no tiene la carte de séjour, todavía” murmuró sin
mirarme: “Les convendría pasar la noche afuera, en todo caso”.
El viernes tuvimos las ampliaciones y decidimos
bautizarnos Jamaica por consejo de
Ramón, que cayó a visitarnos y se enteró de la requisa y nos invitó a pasar el
fin de semana en Épinay-sur-Orge, donde alquilaba una casona con un argentino
amigo. Ramón argumentó que la moda del folklore andino ya estaba en la más
absoluta decadencia y que nos convenía darle un yeito caribeño a la cosa. “La
verdad es que la mano ahora viene para lo brasilero” dijo rechazando un mate
con aprensión de gringo: “Pero qué vas a hacer. Es más fácil pasar por
centroamericano que por brasilero, petiso”. “Podemos poner a cantar a Ray”
sugirió Abel: “Este es de la frontera”. Ray me miró sonriendo, entre irónico y
triste. “Yo no sirvo pa nada, botija: ya sabés. No le pegues patadas al
puntero, que vas a terminar llevándote un tacazo”. “Puta, qué susceptible que
estás” me defendí sin rabia, aunque con cara de haber recibido los tapones en plena
canilla: “Era nomás que un chiste, loco”.
Ramón envaró su lomo en el sacón de cuero que trajo de
la gira que hizo por Estados Unidos acompañando a Paul Simon con el charango y
se quedó observando un rato el lambriz. “¿Todavía tenés colgadas esas porquerías?”
preguntó señalando las fotos de los goles. Y me miró como maravillado y
decepcionado al mismo tiempo. “Vos tenés que cambiar, petiso. Ya te-“. “Cuando
cambie te aviso” retrucó Abel, mostrándole los dientes. Parecía un liceal en
rebeldía, y Ramón le acarició la coronilla con un dedo (el dedo estaba tibio).
“Ta. No te chupes, Principito” dijo. Después se quedó observando unos segundos
a Ray (que parecía tachar algo en su block enfurecidamente) y preguntó de
golpe: “¿Vos también te venís el sábado a Épinay, puntero loco? Tenemos buena
yerba”. Ray recompuso su rostro de complicidad con el prójimo y dijo: “Se le
agradece su amabilidad, don Ramón. El puntero izquierdo siempre está dispuesto
a jugar -si no lo tiran a matar demasiado con los pases, claro”.
EL SÁBADO consiguieron suplentes para el Bateau y
tomaron un tren en la gare Saint-Michel antes de oscurecer, contentos de
haberse librado del Cordobés -que debutaba en Massy- y con una novelería
bárbara por el week-end en banlieue, como decía Pedrito imitando a las
burguesas fanáticas de Hasta siempre,
Comandante. Abel estaba rabioso con Pedrito porque no había querido llevar
a Colette, pero se fue amansando frente al transcurrir de la magia plateada que
constelaba el sur. Un revoltijo sentimental apenas comparable al producido por
una inspiradísima audición de Síncopa (con
dos o tres mêle-cass arriba, claro está) me hizo sobrevolar dulcemente la
náusea, hasta depositarme en los suburbios del cielo. Tiene que haber derecho a
otra vida -pensé al atravesar la neblina azulada de las callejas de Épinay-sur-Orge:
Tiene que haber derecho.
Ramón estaba eufórico, y los recibió abrazándolos como
si hubiera dejado de verlos muchos años atrás. “Pensé que no venían” le murmuró
en el hombro a cada uno, cerrando su mirada y volviéndola a abrir
titilantemente: “Pensé que no venían”. ¿Qué te pasa, loco? ¿Ya te fumaste el
primer petardo? estuve a punto de preguntarle, pero me arrepentí a tiempo. La
casona era de dos pisos y tenía un fondo con frutales donde Ramón y el
argentino habían montado un estudio de grabación profesional. Abel subió al
primer piso y allí se reencontró con la aproximación al paraíso que había
entrevisto en la banlieue: Eva acababa de hacer dormir a su hija y me invitó a
reclinarme sobre la cuna. “Yo no puedo mirarla demasiado tiempo porque lloro”
murmuró, después de pedirme prestado el pañuelo para limpiarse un vómito
infantil que le alamparaba la blusa. En ese momento apareció Ramón y la
muchacha corrió a abrazarlo en puntas de pies. Pensar que esta botija debe
haber sido como Bénédicte, calculó imaginándosela con ocho o diez años menos:
Una candidata a putita, en el mejor de los casos. Ramón inclinó su cabeza
barbuda sobre la menudez de su mujer -que era unos veinte centímetros más baja
que él- como si estuviera sosteniendo una flor. Y yo pensé inocentemente: Eso
es lo indestructible.
Al bajar encontramos a Pedrito terminando de armar un
petardo frente al deslumbramiento de Ray, que se frotaba las manos sentado en
la moquette con el sobretodo todavía puesto. Parece un monje falso, volvió a
pensar Abel: Un sosías pelirrojo. Montiel (el argentino) sugirió ir a fumar al
estudio de grabación, y atravesaron el incipiente perfume de los frutales para
despatarrarse en la pieza acolchada. Eva no fue. “Qué lo tiró: mirá si a
Dostoievski lo hubieran encerrado en un bulincito como este cuando estuvo en
Siberia” se le ocurrió comentar a Abel: “Habría podido aprovechar para laburar
tranquilo una vez en su vida, por lo menos”. “Che, ahora que lo nombrás: ¿por
casualidad no es de Dostoievski ese famoso cuento de los dos presos y la
cucaracha?” me preguntó Ramón, con indisimuladas esperanzas de tener que
contarlo. “No sé. No lo conozco” dije. “¿No lo conocés, petiso? Es un clásico
universal, de Dostoievski o de no sé cuál otro fantasmón: no me acuerdo ni del
título. Se lo escuché a uno de los negros que cantaban con Simon en la gira”.
Entonces el gigante hizo una señal casi voluptuosa para que su hermano
postergara un momento el encendido del petardo.
“Resulta que había dos tipos presos en el fin del
mundo” empezó a contar, infantilizado por la felicidad: “Imaginate Siberia, si
querés. Los tipos están solos durante años, a pan y agua: ellos y las
cucarachas, nomás. Igual que en el Stella. Hasta que un día terminan de comer
-cada cual en su rincón- y entra una cucaracha rezagada y se lleva la última miga
que quedaba en el suelo. Los dos tipos se miran, pero no dicen nada. Al otro
día están sentados exactamente en la misma situación y vuelve a entrar la
cucaracha para llevarse la última miguita. -¿Viste, che? -dice uno de los
tipos. -Hoy se la guardé a propósito y la vino a buscar, nomás. -No entiendo
-pregunta el otro: ¿Le guardaste qué a
quién? -Le guardé una miguita a mi
cucarachita -contesta el tipo, poniendo jeta de Flaco Laurel. -La putísima
madre que me parió -grita el otro, pegando un salto en su rincón como para
salir a buscar el knock-out: -Tener que estar en este infierno, y todavía con
un anormal enfrente. ¿Pero cómo me vas a decir que esa es tu cucarachita? ¿Así que entre los cien o doscientos bichos que
entran en este infierno todos los días vos podés distinguir a tu cucarachita? -Mañana vas a ver cómo
viene otra vez -dice el tipo, tranquilo: -Mañana vas a verla. -¿Voy a ver que,
animal? -grita el otro: -Voy a ver una cucaracha, claro. ¿Y qué? ¿Qué me querés
decir con eso? ¿Por qué no le arrancás una pata para ver si es capaz de volver
rengueando, eh? -¿Arrancarle una pata a mi cucarachita? -pregunta el tipo,
poniéndose tristón. -Ta. Basta -dice el otro. -Hacé lo que quieras, pero a mí
no me jodas más con eso.
A esta altura Ramón estaba eufórico, parado en la
mitad del estudio y haciéndonos reír a gritos con las imitaciones del Flaco
Laurel. Pedrito no pudo aguantarse y prendió ávidamente el tarugo de marihuana
y lo hizo circular. “Bueno. Y al otro día volvió nomás” siguió contando el
gigante después de haber pitado, con la mirada ya aterciopelándosele: “El tipo
la ve acercarse a la miguita y después juna al otro y agarra al bicho con mucho
cuidado. -¿Arrancarle una pata? -pregunta: -¿A mi-? -A tu nada, carajo
-lo interrumpe el otro: -Loco, escúchame: no hay derecho a jugar con la
paciencia de nadie. Y menos siendo nomás que dos, como somos nosotros.
Arrancale aunque sea una, dale. Y si mañana vuelve podemos empezar a hablar-
Entonces el tipo cierra los ojos y pega un tirón seco. -Perdoname, cucarachita
-le dice (ya sin cara de gil) mientras la ve irse rengueando”.
“Bueno, y al otro día el bicho aparece rengueando
puntualmente y el tipo salta en su rincón como los boxeadores que acaban de
voltear al contrario por segunda vez consecutiva. -Hola, cucarachita -le dice
arrodillándose, con cara de arrepentimiento. -¿Te dolió mucho ayer, verdad?
Pero se puede caminar igual con una pata menos ¿verdad? -Cómo no va a poder
caminar, muchacho -murmura el otro (ya recuperándose) desde su rincón: -De cien
cucarachas que entran en este infierno más de la mitad andan así. ¿Nunca te
fijaste? -Tenés razón -dice el tipo. Y de repente mira al otro y empieza a
ponerse pálido. -Pero no pretenderás que-. -Yo no pretendo nada, campeón. Yo no
pretendo nada. Lo que te pido por favor es que no jodas más con tu cucarachita. Me vas a enloquecer, en
serio. Y con un loco alcanza y sobra, te puedo asegurar. -¿Y si le arranco
otra? -pregunta el tipo, volviendo a levantar al bicho como para acariciarlo:
-¿Viste caminar muchas cucarachitas con dos patas de menos? -Habría que fijarse
con tiempo -negocia el otro: -Pero ya sería distinto, el asunto- Entonces el
tipo cierra los ojos y le pega un tirón. Y al tercer día pasa lo mismo y al
cuarto y al quinto y al sexto lo mismo (no sé cuántas patas tiene una
cucaracha) hasta que el bicho ya entra casi arrastrándose a la celda: ya no le
quedan más que las dos patas traseras”.
Ramón volvió a pitar hincándose sobre la moquette,
donde se había acostado a hacer la mímica. Ya nadie se reía, a esta altura. Y
Abel pudo captar perfectamente algo así como el reblandecimiento de la
felicidad del gigante -que hizo girar entre su público una mirada demasiado
negra, antes de recomponer la pose para su parodia. “Bueno” jadeó, tratando de
imitar la fatiga de una cucaracha que se tuviese que arrastrar ayudándose sólo
con las dos patas traseras: “Y allí el tipo se niega a seguir destripando al
bicho. Terminantemente. -C’est fini, loco -dice: -Hoy sí que c’est fini. Mirá
en lo que acabamos. -En nada -retruca el otro: -Que es más o menos en donde
empezamos, si no me equivoco. -Ta bien -suspira el tipo: -Ya está casi
deshecha, igual. A ver, macho: ahora decime -pero decímelo de verdad- si alguna
vez viste caminar a una cucaracha con una pata sola. -Jamás -contesta el otro:
-No creo que puedan caminar con una pata sola. -¿Ah, no? -echa la falta el
tipo, junando el rincón de enfrente como si estuviera peleándose con el espejo:
-Decime: ¿y si esta vez aparece vas a creer que es la mía? ¿Vas a creerme, al final? -Sí, muchacho. Te creo -lo sobra el
otro: -Pero dejá en paz de una vez al pobre bicho. A esta altura yo te creo
cualquier cosa, igual; no te preocupés más por el asunto. -Ah, así que ahora te
da lástima y todo -se ríe el tipo: -Qué bien. Vení, cucarachita- Y la agarra
otra vez como para acariciarla y la pone en el suelo con muchísimo cuidado y el
bicho se va de la celda arrastrándose espantosamente despacio, ya sin migas
entre las antenas ni nada. -Chau, cucarachita -dice el tipo, haciendo como que
se limpia los mocos. -Ta bien -baja la cabeza el otro: -Perdoname, varón. No te
pongas así. Ahora reconozco que es la tuya, en serio. -No señor -grita el tipo:
-Si es mi cucarachita tiene que
volver mañana, aunque sea con media pata. No me va a dejar solo, vas a ver: no
me va a dejar solo-. Y al otro día se pasan los dos junando el agujero de la
celda hasta que se hace de noche pero la muchacha no vuelve, che. No volvió
nunca más” terminó abruptamente el cuento Ramón, con el azabache de la mirada
abismado por el odio y el asco al mismo tiempo.
“Qué lo parió. Qué cosa más tremenda” dije después de
un rato: “Está para reescribirlo tal como lo contaste, nomás”. Ramón no dijo
nada. Montiel se levantó a poner un disco de Pink Floyd y yo cerré los ojos
para empezar la peregrinación: había una neblina azul, en las espirales del
camino que subía a la Ciudad. Los paisajes eran pompas de tiempo cristalizadas
durante cada fulguración de la armonía, hasta constelar un rosario empedrado
por pupilas humosas. Las primeras en aparecer fueron las de Pedrito. Estábamos
en Carrasco -donde nos conocimos- y su infancia brillaba resguardada entre los
eucaliptos. Pero los eucaliptos volvían a aparecer acoralados en los ojos de Ray,
y una lujuria incandescente incendiaba su verdor hasta trocar las avenidas en
gigantescas cloacas: allí flotaba un coágulo que jamás llegaría a tener mirada,
siquiera. Dentro de la mirada de Ramón también estaba Gabi vieja, llorando y
alargando sus brazos en dirección a mí. Yo estaba arrodillado en Jerusalén,
remotamente inválido. Los ojos de la Virgen afelpaban la noche con una
transparencia color miel. Entonces se proyectaba la señal, rozándome la nuca y
ensanchando su paso por el tiempo estrellado. Sinclar -vuelto Jesús- me miraba
en silencio, desde la luz de Auvers.
“Perdón” murmuró Abel. “Las cucarachas no perdonan a
nadie, campeón” retrucó Ray en secreto, tirado al lado suyo -y todavía
acorazado por la negrura del sobretodo- aunque Abel no lo alcanzó a escuchar.
Ni siquiera pudo volver a abrir los ojos antes de caer dormido en un rincón del
estudio.
RAMÓN NOS despertó a media mañana con la felicidad
resucitada y una humeante bandeja donde se amontonaban tazas de café con leche
y sandwichs calientes aderezados por un aparatejo traído de Nueva York. “Pa” se
frotó las manos Pedrito: “Esto huele a domingo de mañana, loco. ¿Te acordás?”.
“Sí” murmuró Ramón, abrigando a su hermano con la mirada titilante de la noche
anterior (antes que nos zampara el cuento de la cucaracha): “Pero no pienses
más en eso por favor, Pedrito. Lo que hicieron allá fue torturarte y chau.
Ahora ya estás en otra”. “¿Dónde te torturaron, bepi?” preguntó Montiel, con
indisimulada indiferencia. “Allá. ¿Dónde va a ser?” ladró el chiquilín, pegando
un cabezazo para despejarse el cerquillo: “En la Jefatura de Policía de
Montevideo, loco. Me agarraron repartiendo volantes del FER y me sopapearon
hasta reventarse los sabañones: quedé con un tic nervioso y todo”. “Entonces
tuvo que hacer el sacrificio de largar el liceo y rajarse a París porque el
hermano mayor -el padre de familia ejemplar con ascendente carrera en Europa y
Estados Unidos, como me deben catalogar mis viejos en los conciliábulos de la
feria del barrio- le ponía un pasaje a disposición, y al psiquiatra le pareció
fenómeno” complementó el gigante: “Pero cuando yo dije que allá te torturaron no me estaba refiriendo al Uruguay, Pedrito.
Hablaba de otra cosa. ¿Qué tal si armás un faso, Monti?”.
“¿Y de qué hablabas che, si se puede saber?” escarbó
Abel, por entrar en calor. “De la niñez hablaba. ¿Para qué preguntás si ya
sabés, campeón?” murmuró Ray al lado suyo, levantándose las solapas del
sobretodo como los clochards. Yo lo miré de reojo y acepté que la tregua
prenavideña estaba definitivamente terminada entre nosotros. La cosa empezó la
noche que le dio púa a Pedrito para traer a la yira a la chambre, pensé
desconcertado: No entiendo por qué demonio tendrán que armarse estos relajos.
Abel pidió permiso para orinar entre los frutales y Ramón contestó con una
oscura mirada complaciente. Afuera no hacía mucho frío. Desde el fondo de la
casona se veía un horizonte lejano y neblinoso, constelado ahora por el
atavismo de la mañana dominical. Bénédicte está cerca, pensó Abel suspendido
por el erizamiento esperanzador que le duraba apenas un segundo: Massy queda
por aquí cerca, estoy seguro. Y se apoyó en un tronco para aspirar el perfume
incipiente (aunque sin floración, todavía) de los frutales.
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