(UNA NOVELA CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)
1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
Prólogo de
MARYSE RENAUD
Traducción al
francés: CARL D’ABLEIGES
para Bénédicte Froissart
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los ojos brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después que un coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza se juega a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina rodea a los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola metálica en el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el tabaco con la cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra levantada por el gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia. Cuando sale del bar y empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca en el puerto, su rostro resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el corso turístico que se apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los yates. A la altura del Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y zapatillas rosadas de ballet, dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y casi todos terminan por poner una moneda en el sombrero que hace circular un adolescente tropeziano a bordo de un skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros conversando con dos muchachas italianas en el vértice mismo del ángulo del muelle. Cuando los otros descubren al bailarín intercalan una mirada apenas divertida, y siguen en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar sobre el descascarado estuche de su instrumento, admirando los movimientos realizados por el tropeziano que hace de pez piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un surfista entre un oleaje humano) virando a velocidades increíbles. De golpe lo ve de muy cerca, con el rostro casi infantil aceitunado por el miedo en el momento de perder el control y volar muelle abajo. Antes del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la desproporcionada explosión del cráneo del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme mancha rosa en el flanco de un yate. Su paz se descompone como un maquillaje estropeado por el reflujo del horror.
MIS INVESTIGACIONES empezaron a desarrollarse en forma voluntaria a partir de la noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la mismísima Lilith Brower. De eso no me quedaba la menor duda. El problema es que si me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente, pensaba Abel tomando un whisky tempranero en el mostrador de Chez Marlene. Aunque al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y eso lo sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo mejor allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo aquí, masturbándome.
Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes” pregunté: “¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado, nono. Por las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu prima Colette no habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te olvidaste de contármelo”. “No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima Colette es que precisa money” sonrió Pedrito: “Y yo estoy tratando de conseguirlo, aquí y ahora. ¿Me comprende, nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para sacrificarte, criatura”.
Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio estacionar un Citröen muy mugriento en la place de l’Hôtel-de-Ville (a unos escasos cincuenta metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por su chambergo blanco y al percusionista brasilero que lo acompañaba en verano, y ya no tuvo más remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara en dirección a Chez Marlene. Cuando me reconocieron se abalanzaron a abrazarme con los instrumentos arriba y todo, lo cual produjo un entrechocamiento de guitarra ton-ton cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más bonita de toda la Costa Azul, eh?” me preguntó Batalla: “¿Conocen a Marlene?”. “Trabajamos aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí, mirándolo fijo. “Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque desconfiadísima) el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces aquí. Yo aquí soy de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino, todavía”. El negro chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la compasión acariciándole las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató de soplarnos el laburo, aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron cinco o seis porquerías y se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo la patrona: “Hace poco subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”. Yo estuve a punto de preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me controlé. Después que hicimos el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y encontré a los mellizos festejando en el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció el Ceja, dándome un abrazo: “Fue ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez existen muchachas fértiles que perfuman la noche y tipos que te abrazan de verdad” murmuró Abel, líricamente sentimentalizado. Y se tomó otro whisky.
Al volver a Chez Marlene caminando por la calleja trasera empecé a escuchar el Andante del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano extrañamente solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó asombrado que alguien era capaz de arrancarle ese Andante a un teclado de boliche -y todavía de transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta que faltaba. Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las manos perfectas del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando. Traté de no hacer barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca posible del prodigio. Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar dorado desde donde Mozart se empecinó en llamarnos. Ah: que pueda cantarse la verdad de mi corazón todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan, recé: viejo Wolfgang. Espérenme.
Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante” por la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le sirvió con demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del pianista, más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una inofensiva Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni siquiera merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que estás muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la mano: “¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá a tratar de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes frases a Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más cosas a nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del bar a caderazo limpio.
Ahora también lloraba todo el mundo, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con demasiada rapidez. Estaba tratando de concentrarse cuando Pedrito lo llamó desde el mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por pedir una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y nos propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata” reconoció el portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja ir: ya le pedí permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. “Nos tendrían que llevar a cambiarnos al camping, primero” le contestó Pedrito, aprovechando para mirarme de pesado: “Te podrás imaginar que en las galas usamos otras pilchas, brasilero”. “Me imagino, me imagino” chilló radiantemente el portugués, con acento carioca.
A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia, y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el pasaje de vuelta al Uruguay. Cuando fueron contratados para animar un cumpleaños en el celebérrimo Club 55 junto al negro Batalla (incomprensiblemente reaparecido, después que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto abrazados con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos shows privados, además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo autentificar la sarta de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce vita, por ejemplo.
Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días de mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle y se resfrió Brigitte y yo casi me vuelo) y se la vendimos regalada a la Miguela, que había quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener que vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos sexuales y yo perdí una oportunidad preciosa de ganar tiempo en la investigación. A esa altura también había perdido casi completamente la fe en mi capacidad detectivesca, aunque no me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la tigresa seguía sin dar muestras de vida yo me dediqué a desembuchar un libro delirante que se llamaría Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once sonetos en una semana -muchos de ellos con estructuras regulares- y cuando me sentí lo suficientemente exorcizado empecé a disfrutar el maravilloso puertito ya bastante vacío, a principios de setiembre.
El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del Sporting -donde almorzaba paladeando el embrujo de la plaza aterciopelada por el sol ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más lejanos, todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el diccionario y descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las gradaciones de la luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino que quedaba a sus pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al bajar de la Citadelle y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba la nena me animé a manguearle un paquete de yerba: me contestó que para él era un verdadero honor regalármelos todos. Entonces empecé a levantarme bastante temprano y a matear ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito en el tercer piso de un edificio descascarado y sin ascensor, ubicado en el Impasse des Conquètes. El Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros ventanales se podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una mañana que un chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un poema a Bénédicte y lo remató así: La lluvia de tu infancia besó el sol para siempre.
Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo (muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y no dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la mirada hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté. El matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros. “Puede ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica y se la pasé por la nariz hasta hacerle suspirar el Oh la la correspondiente.
Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los espejos, pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy jodidos. El viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía conocer el mal bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le preguntó una voz como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso empezando a sudar de puro miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de la especie humana que se le atravesara adelante. ¿Y si se te apareciera el ángel para hacerte apiadar de la humanidad sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que aquella noche oscura y serena, cuando empezaste a creer? ¿Quién: la putita de Ma-Sa? se interpuso la voz de Ray -ahora perfectamente distinguible adentro mío, por primera vez en lo que iba del verano. Abel sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte delantera del auto con tanta brusquedad que el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?” me preguntó con aire de superioridad. “No. Son gases” le dije (adjuntando una seña aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando volvió a embalar por la sinuosa ruta que ascendía entre las villas.
Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están peleando. Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando bajó de la Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los ojos al muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el matoncito.
Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco- delante de una enorme piscina decorada (sub-acuáticamente) con mosaicos bizantinoides donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al estilo de las Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que capté de reojo. Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo único que tenía puesto eran un par de lentes y un crucifijo al revés, moviéndosele suavísimamente entre los pezones. “Salud” me dijo, y me señaló un puf. Le contesté lo mismo mientras me sentaba. No me animé a sacar un cigarrillo por miedo al temblequeo, pero acepté una copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo. Y con dos medidas de agua con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió y enseguida me lo trajo, impecablemente preparado. Li Pomeroi no dejó de mirarme fijo mientras yo me embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir una especie de infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara lentes negros, hasta que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio cuenta por el empastamiento del sudor frontal -y recordó inmediatamente a su maestro y amigo: le brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como si tuviera vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”. “Músico no” la corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy amigo de aquel guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad? ¿Por casualidad conocés -o mejor dicho: conociste- a alguien más apellidado Brower, mi amor?”.
La pregunta me agarró muy de golpe: casi me noquea. Abel se quedó un momento abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas turquesas- antes de cabecear afirmativamente. “Entonces no fue casualidad” murmuró la mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero si uno se aguanta y se concentra -ateniéndose a las consecuencias, obviamente- no hay Chimère en el mundo que no termine por bajar los ojos.
“Ahá: no fue casualidad, entonces” repitió Lilith Brouwer, separando las piernas y alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo al revés” me empezó a sermonear ella de golpe, con entusiasmo de fumada: “Esto no representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la vita nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente la vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué satanismo de cuarta. Los muchachos que torturan en cualquier cuartelucho de Montevideo son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después pidió otro whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada sobradora, aludiendo a la patrona. Abel sintió que se empezaban a tener hasta un cierto cariño con el muchacho.
“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón Lilith, empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente que abre sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en mi casa, por ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los dioses-”. “O como Dinu Lipatti” se me escapó. “¿Conocés a Wolgfang Amadeo Strudel?” preguntó la tigresa calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista” dije. “Bueno, ya se van a conocer mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés quedar?”. “Tengo que trabajar” dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las gracias: “¿Necesitabas alguna otra cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención que alguien nombrara a un Brower adelante mío, nomás. Y quise averiguar si era casualidad”.
Entonces se volvió a encabalgar los lentes sobre la testa color oro blanco y esta vez no le pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y además no-ten-go-pa-sa-do. ¿Está claro?”. Abel no contestó. Estaba mirando fijamente el whisky casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no debía de ser una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li” dije haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut poniéndose relampagueantemente boca abajo, pero yo evité ver lo que debía mirarse.
“LÁSTIMA QUE no te quedaste” dijo el matoncito, mientras arrancamos: “Las fiestas no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho: “A veces terminamos bañándonos todos juntos en la piscina. Hasta los empleados entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera. Empezaba a oscurecer, y yo me había perdido la vigilancia desde la Citadelle. “Bueno, no tan democrática como podría pensarse” se animó a corregir el muchacho: “Ella se acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa porque quiso volteársela. Fuera bicho le gritó en español”.
Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las cosas empiezan agarrar un sentido. Entonces se largó a jugar de contragolpe: “¿No sabés si tu patrona lo conocía de París, al brasilero?” pregunté con un rictus de preocupación: “Yo allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me contrataron este verano. Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor, según tengo entendido: ese marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio fumar y se cruzó de brazos durante el resto del viaje para disimular el temblequeo. Mozart es el amigo de Amelot: el de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con menos susto que deslumbramiento. Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y del negro. Me parece que cualquier día de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un telegrama como la gente y todo, si seguimos vivos.
“Gracias, viejo” le dije al matoncito cuando me bajé en el Impasse des Conquêtes. Ya estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo trabajo, varón” rezongué con dulzura.
CHAMBRE 22
TRES MUCHACHOS posan frente a un fotógrafo en los prados boscosos de una villa de Bièvres, al promediar una radiante tarde primaveral. Están vestidos con botas pantalones ponchos y poleras negras, y empuñan sus instrumentos con la sobreactuada fiereza de los que fingen alzar armas cargadas de futuro. Sin embargo -a medida que se suceden los clics- la adolescencia de cada rostro termina por emerger destruyendo las máscaras. El muchacho que sostiene un charango parado a la derecha no sobrepasa los dieciséis años: entre la flotación de su melena charrúa rebrillan oscilando intermitentemente la bondad infantil, la inteligencia y la lujuria. El que está parado a la izquierda con un bombo en bandolera es un poco mayor y bastante más bajo: tiene la nariz menos aguileña bigotito de zorro y melena corta, y antes del último clic su desamparo se ha envarado tras una nueva máscara de cejijunta vanidad. En el centro -sobre la gigantesca base de un pino talado- está sentado el guitarrista, seguramente para disimular su baja estatura. Tiene los pómulos hinchados por el alcohol y la barba muy larga (los otros sólo intentan dejársela) y ha sesgado la cara hacia la tierra permitiendo entrever su prematura calvicie. Pero lo que lo diferencia en profundidad con sus compañeros no es el lustro de decrepitud física bastante bien disimulado en el contexto fotográfico, sino la lucidez: su agonizante adolescencia le hace reconocer casi apaciblemente no haberse comprendido todavía con la vida. Cuando terminan de posar le devuelven los ponchos al empresario y se tiran a fumar sobre divanes ubicados en el jardín de la villa. Hay otros músicos -entre ellos un flautista vestido de smoking- fotografiándose en las arboledas cruzadas por canales y puentecitos del siglo XVII. Al lado del guitarrista se echa una vieja perra, desperezándose con dulzura bajo la luz horizontal. Entonces se abre paso a través de los prados una frase de Mozart que parece no ser ejecutada por el flautista oculto sino por un atardecer de los tiempos de Saint-Colombe y Marin Marais, y los ojos del muchacho se inundan durante unos segundos como bautismalmente: un dorado interior pacifica su sed frente al resplandecer del cielo detenido.
EL DUEÑO de La Reja les daba una noche libre por semana, y el penúltimo lunes de mayo lo utilizaron para consolarse del triunfo de Giscard en el ballotage yendo a cenar al Bateau como en los buenos tiempos. Hasta Pedrito tomó vino. En el Bateau los sustituía un trío formado por dos franceses ineptos y un asqueroso jujeño encanecido que usaba la quena para ilustrar gráficamente cómo había succionado otra clase de orificios la noche anterior. Los latinoamericanos le decíamos el Coya, y se sentaba en la misma banqueta que yo. Abel se emborrachó recordando con maravillada tristeza la noche que conoció a la nena: ya iban a cumplirse veinte días sin noticias de Bénédicte, y aquello lo derrumbaba tanto o más que la infame derrota de la Unidad Popular.
La podría llamar por teléfono con la excusa de que tengo descosidos los pantalones negros y el domingo nos sacan las fotos en Bièvres, pensé: Pero no, yo no llamo. Colette estaba enloquecida porque Pedrito la había sacado a pasear, y opté por pedirle el favor a ella. “Che ¿y qué es de la pendeja?” preguntó el Cordobés, sobre quien tuve siempre una evidente influencia telepática (bastaba por ejemplo que yo pensara una melodía para que él la chiflara instantáneamente, en el noventa por ciento de los casos). “Anda bien” mintió Abel: “Este lunes nos vemos”. “¿Pero pasa algo, che?” insistió el otro, acariciándose el bigotito de zorro. “Pasa y no pasa” dije: “El final no lo sé”. Lo que sé es que por lo menos no se metió con vos, pensé mirando agradecidamente a la cleptómana: Martine estaba borracha y mordía una punta granate de la golilla de cow-boy que usaba el Cordobés cuando se sentía lindo.
Después salieron a recorrer la Mouffetard soñando con la guita que harían en una gira -a punto de concretarse- por las Casas de Jóvenes de todo el país, cantando temas revolucionarios y uniformados a lo Quilapayún. (“Ta clavado: la regolución siempre es un buen negocio” había comentado Ray cuando se enteró del proyecto del empresario que vino a vernos a la taberna, y yo me calenté.) Abel fue recordando diferentes etapas de París y de Ray -que si recibía el giro o podía vender la Pentax iba a desaparecer de su vida en cualquier momento.
Aquella misma mañana yo había ganado el enfrentamiento más grande que tuvimos jamás, y eso me torturaba. “La revolución podrá ser un negocio para los hijos de puta” le retruqué cruzando el Pont Saint-Michel en dirección al barrio (veníamos de recorrer las islas y frenarnos a divagar frente a las chimères de Notre Dame por millonésima vez): “Yo pienso hacer la guita para volver a militar contra el fascismo, loco. Como me corresponde”. Entonces me acordé de Bénédicte y agregué sin solemnidad: “A militar contra el fascismo y contra la pudrición, loco. Eso ya estoy tratando de hacerlo aquí y a mi-”. “Suena bien” porfió Ray: “Pero la verdad de la milanesa es que en el fondo lo que pesa es el mecanismo fisiológico, botija: no hay ningún animal que no se mueva por un instinto de conservación puramente egoísta. Y eso en el fondo puede llegar a ser la forma más perfecta de la pudrición o la hijodeputez, aunque lo quieran disfrazar con la palabra amor. Esa es la única verdad: convencete, botija”.
Entonces me frené y apunté con el dedo a la cabeza de Ray, que se quedó clavado como un insecto contra el Sena incendiado por el atardecer: “Decime por qué un hombre da la vida por otro” murmuré mansamente, aunque con autoridad: “Explicame por qué”. La mirada del riverense resplandeció un momento, hasta que su pintoresca sonrisa cargada de cinismo le hizo bajar los ojos y obligarme a seguir caminando callados hasta el hotel. “Lo único que yo sé es que el amor nunca deja de ser un buen negocio, viejo. A la corta o a la larga” dijo recién cuando llegamos a la puerta del Stella: “Me voy un rato para lo de Amelot. Ah: me olvidé de decirte que arreglé para empezar a lavar platos en el Robert, mañana, a ver si puedo hacerme un viajecito a Holanda antes de que venga el giro. Y no te amargues al pedo por el asunto de las elecciones, Abel. El mundo no tiene arreglo, igual: sin rossos o con rossos”.
Abel volvió a calentarse solo recordando la mojada de oreja. Este loco está peor que cuando nos conocimos, había pensando viendo bajar a su amigo a las zancadas (con su desteñidísima campera jean puesta infaltablemente) por el socavón crepuscular de la Monsieur-le-Prince. Y aquella misma noche -despejándose la borrachera entre una bruma casi celestial- tuvo la horrible certidumbre de la condenación de Ray. De la condenación de un hombre. Yo traté de ayudarlo, pensó sentimentalizándose: Yo traté de ayudarlo. En ese momento Colette vio la cartelera de Favela y empezó a pegar saltos como los chiquilines. “¿La meteremos en este antro del vicio, nono?” me preguntó Pedrito, levantándose el ala del sombrero a lo John Wayne. “Dale, boludo” dijo Colette en español, amenazando por señas con no coserme los pantalones. “Bueno, dale” les dije: “Así escuchamos cantar a la novia del Cosmósfero”. Pero era el último lugar del mundo donde tenía ganas de meterme. El Cordobés y la pechugona venían besándose cinematográficamente unos metros atrás, y nos siguieron frotándose las respetables narices.
Para descender al subsuelo donde estaba la boîte había que atravesar un laberinto de pasadizos apenas iluminados por spots color sangre llenos de telarañas. “Nunca me gustó el Tren Fantasma” le confesé a Pedrito mientras bajábamos los últimos escalones: “Ni siquiera de grande lo podía soportar”. “Anímese nono, que no estamos en el Parque Rodó” murmuró el chiquilín, con la cara reverdecida por la luz del sucucho. Favela seguía siendo una típica tapadera de vendedor de droga aunque mejor acondicionada, ahora. En el momento en que entramos Batalla estaba tocando un popurrí de sambas y bossas celebérrimas, acompañado -como siempre- por brasileros de verdad. El público era una mezcla deprimente de reventados y turistas snobs que aceptaban sin el menor prejuicio la moda far-west de consumir los cocteles con las piernas cruzadas sobre la mesa.
“Qué olor a queso, guaso” comentó el Cordobés, y lloramos de risa durante un rato largo (Colette y la cleptómana por pura solidaridad, ya que no podían entender el chiste): eso me reanimó. Batalla vino a saludarnos aparatosamente apenas terminó de tocar, aunque no nos invitó ni con un vaso de agua. En el verdor fantasmal del escenario se recortó enseguida la mole del Cosmósfero y lo aplaudimos a rabiar sin que nos reconociera: demoró cinco minutos en acomodarse frente al teclado hasta que su free-jazz consteló el cuchitril como un amanecer lunar. Habría que averiguar dónde vive Cortázar nada más que para traerlo a escuchar a este monstruo, pensó Abel deslumbrado.
De golpe me pusieron una mano en el hombro y salté pegando un gritito igual que en el Tren Fantasma: Ray estaba parado detrás mío, sonriendo con cinismo y ternura a la vez. “Qué casualidad” murmuró, tratando de que no lo oyeran los demás: “Justo esta noche me tocó hacer de Virgilio. Mirá quién me pidió que lo acompañara hasta aquí. Mozart -creo- le comentó a Sinclair que su Beatrice estaba en París y que a veces se revolcaba en este chiquero”. Abel bajó las piernas para poder darse vuelta del todo y vio a Sinclair luchando con el cortinado de la entrada. “¿Lo encontraste en lo de Amelot?” pregunté sin poder evitar mostrarme demasiado serio. “Sí. Parece que va a lo de Amelot bastante a menudo, el pinta. Y también viene por aquí, che: este es como la mugre” dijo Ray, sentándose en un escalón para pedirme un cigarrillo: “Pero hoy cayó al depto porque Guy le daba una fiesta de despedida a Mozart. Mozart le dicen a aquel pintor marica -el holandés: ¿te acordás que una noche ligué Valpolicella y pollo, cuando llegué a París a principios de abril?”. “Sí” cabeceé: “Algo me acuerdo. ¿Ese Mozart era el pintor que se iba a al sur?”. “A Saint-Tropez” murmuró Ray, resignándose a pararse para desenredar a Sinclair del cortinado.
Cuando Abel se dio cuenta de que el ugandés tenía puesto el piyama peñarolense abajo del traje azul, sintió la vieja náusea desenterrársele peligrosamente. Pero me aguanté bien: Sinclair y Ray ocuparon la mesa que estaba mi izquierda, y desde allí saludaron con muecas al resto de la barra. “¿Y estos de dónde salieron?” me secreteó Pedrito: “¿No le cabe cómo se está poniendo la cosa, nono?”. “Che ¿qué le pasará a este tipo?” me preguntó en cambio Colette, mirando al ugandés con verdadera piedad. “¿Además de estar loco?” le contrapregunté. “Ese hombre no va a vivir mucho tiempo más” dijo sorpresivamente Martine, embozándose la voz con sus largos dedos de punga: “Vi morirse a mi padre”. La mirada de la cleptómana estaba transfigurada por una lucidez dolorida. “Yo vi morir nomás que a un chango torturado cuando estaba en la cárcel” sanateó el Cordobés. “¿Y te parece que esa cara que ves ahí no es la de un torturado, también? ¿Tiene que ser un guerrillero peronista para que te impresione, débil mental?” retrucó Abel, con gratuidad. Ya estaban por desafiarse a pelear -como lo venían haciendo (desde el asunto Bénédicte) más o menos una vez por semana, a cierta hora de la noche y a menudo en plena actuación- cuando Batalla anunció a Mich.
La presentó como a una gloria de la canción francesa que había grabado con Django Reinhardt y ahora volvía a los escenarios por una necesidad algo más que económica. La recibió sacándose el gigantesco chambergo blanco, y le pasó acariciadoramente la mano por la peluca -que esta vez era de color azafrán- antes de darle el micrófono. Hubo algunos aplausos. La mujer llevaba puesto el mismo vestido verde escotadísimo de los tiempos del boogie con el que se apareció en la chambre a despilfarrarnos el Valpolicella, pero esta vez -viéndola caminar por el entarimado- le diagnostiqué por lo menos sesenta años y una posmenopáusica necesidad de vengar sus miserias. Cantó Yesterday con una dulce voz cascada, haciéndome acordar de la madrugada infernal que conjuramos a medias con un tragafuegos -y otras noches mejores y peores de mucho tiempo más atrás. Cuando Mich hizo colgar su cerquillo bajo el foco verdoso para agradecer el aplauso final, Sinclair se le acercó con una inexplicable agilidad y se le arodilló adelante. “¿Por qué, Lilith?” gritó sin que ninguno de nosotros tuviera tiempo de frenarlo: “¿Por qué mataste al hombrecito? ¿Por qué me mataste?”. “Lilith cantó anteayer. Yo soy la otra, bebé” contestó la mujer, y después se borró con una mueca divertida.
Tuvimos que arrastrar a Sinclair hacia atrás entre Ray y yo, aunque sin hacer demasiada fuerza: el ugandés casi no pesaba, ya. “Hijos” nos sermoneó, despatarrado otra vez sobre su silla: “Los que no nos quisimos nada más que a nosotros mismos no quisimos a nadie. Ni a nosotros mismos”. Ray y yo nos miramos. En ese momento el Cosmósfero cayó de codos sobre el teclado y hubo un escalofriante griterío femenino, mientras Batalla mandaba sacar el bulto gesticulando desesperadamente y se reacomodaba para seguir el show acompañado por los brasileros auténticos.
AL OTRO lunes me desperté encandilado -todavía- por el recuerdo del atardecer en Bièvres: tenía la sensación de haber aceptado la vida por primera vez en veintiséis años, y tomé mate en paz (y planeando un poema que se titularía La flauta y la perra) hasta que un Peter Stuyvesant me volvió a sumergir irrescatablemente en el maremoto. No sé para qué fumo, pensé deprimiéndome al mismo tiempo por la ya casi definitiva ausencia de la nena y por la reescritura trancada de la novela. Ray se despertó recién sobre el mediodía: estaba lavando platos desde el martes anterior en el Robert, haciendo diferentes turnos que le comían hasta doce horas diarias.
“No puedo más” ladró tomando el primer mate: “Apenas junte doscientos mangos me borro para Holanda”. “Y qué pensás hacer en Holanda” preguntó Abel, con fingido interés. “Fumar. Fumar como un caballo. Y voltear, che: hace meses que no mojo -no sé lo que me pasa. Así me olvido un poco de este infierno” contestó el otro: “En Amsterdam se consigue maruja colombiana regalada, botija. Y en esa clase de ambiente siempre hay pepas de sobra”. “Ta bien” le dije: “Métale nomás”. “Pensar que el otro día estuve a punto de venderle la maldita Pentax a Mozart. Y podría haberme rajado sin esperar el giro” reveló Ray de golpe: “A propósito: mirá que tengo envuelta la Pentax ahí adentro del armario. No vayas a sacarla. Hay que tener cuidado con la mina del Cordobés: ¿te diste cuenta que el lunes pasado se alzó de Favela con un vaso de cóctel y un cenicero? Y acá dejamos siempre sin llave, loco”. “No creo que le dé por venir a robarnos a nosotros” la defendí, sin mucha convicción: “¿Y yo para qué voy a tocar la máquina, me querés decir? Si no la sé ni usar”. “Pero sabés quemarla con el cigarrillo mientras hablás de la madre de Cristo” retrucó Ray, ya vestido y a punto de salir para el laburo: “No te enojes, botija. Te lo dije en joda”. Abel no contestó.
A los quince minutos de haberse quedado solo luchando con la necesidad de tener que lavarse y vestirse y salir a cuerpear la primavera, golpearon a la puerta. “Pasá, merde. Pasá” gritó pensando que sería el Papito. Bénédicte entró a la chambre sonriendo tímidamente y se frenó enseguida. Casi me da un ataque. Le expliqué con señas y palabras que me esperara un momento afuera y me lavé todas las partes del cuerpo que pude (pies cabeza sobacos orejas ingles dientes) en cinco minutos, además de vestirme y estirar las colchas. Después la hice pasar, previo cruce de remansados besos en el corredor.
Qué le habrá pasado, pensé mirándola sentarse en la otra cama: tenía el pelo sucio y estaba vestida con una desprolijidad ni siquiera estudiada. Hablamos un rato sobre las recientes elecciones y la “revolución de los claveles” y la vuelta de Perón a la Argentina, hasta que de golpe nos quedamos sin tema. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo aceptó. “Tengo los míos” dijo con sequedad. Entonces prendió un Gauloise sin filtro y me di cuenta de que le temblaban las manos. “Pensaba no venir más” desembuchó, poniéndose colorada: “Pero aquí estoy. La última vez que nos vimos llegué a casa borracha y lloré como una idiota mientras hacía pichí. ¿Por qué me dijiste que era mejor que no nos viéramos más, Abel?”. “¿Yo?” me paré: “¿Estás loca?”. “No” porfió Bénédicte: “No estoy loca. En el momento en que nos despedimos yo te dije que iba a ser mejor que no nos viéramos más -a ver cómo reaccionabas- y vos-”. “Yo te entendí al revés” dijo Abel, dándose cuenta (debido a un muy reciente progreso gramatical obtenido gracias al Inspector Bugeia) de que el problema radicaba en una mala interpretación de la palabra plus, que pronunciada sin una s al final implica una negativa. Se lo expliqué a la nena, pero ella siguió manejando demasiado temblorosamente el cigarrillo.
“Perdón” dijo de golpe: “Perdón, Abel. Perdón”. Entonces me asusté. Crucé a la cama de Ray y me le senté al lado para ponerle una mano en el pelo. “Qué pasa” pregunté. Ella mantuvo la cabeza baja y al rato contó: “El otro sábado fui al Bateau con mi familia y tomé mucho vino y me puse a hablar con el tipo que toca la flauta y-”. “¿Con el Coya?” grité. “Sí” dijo: “No te enojes. Fuimos a tomar algo y le pedí la dirección y al otro día-”. “Pará” murmuré, sacándole la mano de la cabeza: “Por favor, pará. No me cuentes más nada”. “No hay casi nada más que contar” se atajó Bénédicte: “Ni entré al apartamento. Desde la puerta se veían pósters asquerosos. Me fui corriendo”. “Ah, te fuiste corriendo. Pero habías llevado las pastillas por las dudas ¿no es cierto?”. “Las pastillas no las llevo arriba. Las tomo todas las noches” sonrió la chiquilina. Abel bostezó una arcada. “No lo voy a hacer más. Ya te pedí perdón” subrayó ella. “Lo que no puedo entender es por qué tenés que venir a joderme contándome todas esas burradas y a disculparte y a hacerme promesas, arriba. Me vas a volver loco, cosita” dije rápidamente en español, para que no me entendiera: “¿Quién carajo soy yo, al final?”. Pero cuando me saqué los puños de los ojos encontré la respuesta: Bénédicte estaba mirándome como si yo fuera su Hijo. “Ta bien, no es nada” murmuré entonces: “Yo no voy a fallarte. Yo estoy aquí y te-”. “Vamos” me cortó ella: “Mamá se va a poner nerviosa”.
En la estación del Lux se besaron las comisuras de las sonrisas, y Abel volvió al Stella silbando la frase de Mozart que había escuchado la tarde anterior. Casi me daba cuenta que Bénédicte era la primera persona que había llegado a querer más que a mí mismo, en veintiséis años de vida. Y aquello me dolía como una maravilla de las que jamás pueden cicatrizarse.
SAINT-TROPEZ
UN HOMBRE fuma frente a una cerveza en el Sporting Bar de Saint-Tropez, con los ojos brumosos. Acaba de llegar atravesando la plaza con la guitarra a cuestas, después que un coche lo dejara en el entronque del camino que baja a Pampelonne. En la plaza se juega a la pétanque bajo amarillas ristras de focos colgantes: una multitud pueblerina rodea a los pescadores que cada tanto bochan haciendo relumbrar una pequeña bola metálica en el aire de la cancha sombreada por los plátanos. El guitarrista mezcla el tabaco con la cerveza y observa fijamente el espacio dorado donde humea la tierra levantada por el gentío. Parece estar mirando un espejismo donde flota su infancia. Cuando sale del bar y empieza a recorrer una calleja llena de comercios que desemboca en el puerto, su rostro resplandece como pacificado. Después avanza succionado por el corso turístico que se apelmaza sobre los adoquines que separan los restaurantes de los yates. A la altura del Gorille ve un negro gigantesco vestido con pollerín y malla y zapatillas rosadas de ballet, dando volteretitas: la gente le abre paso estupefactamente, y casi todos terminan por poner una moneda en el sombrero que hace circular un adolescente tropeziano a bordo de un skate. El guitarrista encuentra a sus compañeros conversando con dos muchachas italianas en el vértice mismo del ángulo del muelle. Cuando los otros descubren al bailarín intercalan una mirada apenas divertida, y siguen en lo suyo. El guitarrista se sienta a fumar sobre el descascarado estuche de su instrumento, admirando los movimientos realizados por el tropeziano que hace de pez piloto del negrazo: trabaja arriba del skate (como un surfista entre un oleaje humano) virando a velocidades increíbles. De golpe lo ve de muy cerca, con el rostro casi infantil aceitunado por el miedo en el momento de perder el control y volar muelle abajo. Antes del chapoteo y el grito colectivo, se escucha la desproporcionada explosión del cráneo del muchacho. El guitarrista salta y ve una enorme mancha rosa en el flanco de un yate. Su paz se descompone como un maquillaje estropeado por el reflujo del horror.
MIS INVESTIGACIONES empezaron a desarrollarse en forma voluntaria a partir de la noche que descubrí -de pura suerte, hay que reconocerlo- que Li Pomeroi era la mismísima Lilith Brower. De eso no me quedaba la menor duda. El problema es que si me pongo a escarbar y llego a meter la pata nos echan del laburo lisa y llanamente, pensaba Abel tomando un whisky tempranero en el mostrador de Chez Marlene. Aunque al Inspector Marc Bugeia se le deben algo más de quinientos francos, botija. Y eso lo sabemos demasiado bien como para quedarnos cruzados de brazos. Claro que a lo mejor allá en París ya está todo el pescado vendido, se me ocurrió razonar al rato: Y yo aquí, masturbándome.
Abel pidió otro whisky y se acercó a la mesa donde Pedrito y el Cordobés se trabajaban a las italianas que conocieron la noche que el muchacho del skate se partió la cabeza contra un yate. La milanesa de Pedrito era una verdadera belleza y tendría por lo menos veinticinco años. Con la del Cordobés no pasaba gran cosa. “Perdón, imberbes” pregunté: “¿Estas minas chamuyan?”. “Maomeno” murmuró Pedrito: “Tenga cuidado, nono. Por las dudas. ¿Qué se le ofrece?”. “Te quería preguntar si por casualidad tu prima Colette no habrá mandado ninguna noticia sobre el caso Sinclair y vos te olvidaste de contármelo”. “No, loco: a mí lo único que me manda decir mi prima Colette es que precisa money” sonrió Pedrito: “Y yo estoy tratando de conseguirlo, aquí y ahora. ¿Me comprende, nono?”. “Sí” dije: “Es evidente que has nacido para sacrificarte, criatura”.
Abel se paró a fumar y a terminar la copa en el marco de la puerta. Entonces vio estacionar un Citröen muy mugriento en la place de l’Hôtel-de-Ville (a unos escasos cincuenta metros) y no pudo creerlo. Después vio bajar al negro Batalla entoldado por su chambergo blanco y al percusionista brasilero que lo acompañaba en verano, y ya no tuvo más remedio que creerlo. Batalla le hizo una seña al otro negro para que caminara en dirección a Chez Marlene. Cuando me reconocieron se abalanzaron a abrazarme con los instrumentos arriba y todo, lo cual produjo un entrechocamiento de guitarra ton-ton cigarrillo y whisky on the rocks digno de ser filmado. “¿Cómo anda la patrona más bonita de toda la Costa Azul, eh?” me preguntó Batalla: “¿Conocen a Marlene?”. “Trabajamos aquí. Firmamos contrato en exclusividad para todo el verano” mentí, mirándolo fijo. “Muy bien. Muy bien, hermano” entornó su miopía sobradora (aunque desconfiadísima) el negro, detrás de los lentes ahumados: “Yo he tocado muchas veces aquí. Yo aquí soy de la casa, hermano”. “Ta bien” dije: “Adelante. La patrona no vino, todavía”. El negro chico me taladró al pasar con sus ojos rosados, y yo le devolví la compasión acariciándole las motas. Al rato llegó Marlene y fue obvio que Batalla trató de soplarnos el laburo, aunque no pasó nada: comieron spaghetti bolognesi, cantaron cinco o seis porquerías y se borraron. “No tocan mal. Pero ustedes son mejores” me dijo la patrona: “Hace poco subimos a París y estuvimos en Favela. Qué boîte más horrible”. Yo estuve a punto de preguntarle hasta qué fecha habían estado en París pero me controlé. Después que hicimos el primer pasaje salí a dar una vuelta por el puerto y encontré a los mellizos festejando en el Gorille. “Tengo una hija, ujuguayo” me anunció el Ceja, dándome un abrazo: “Fue ayer, con la tormenta”. “Cristo: hasta en Saint-Tropez existen muchachas fértiles que perfuman la noche y tipos que te abrazan de verdad” murmuró Abel, líricamente sentimentalizado. Y se tomó otro whisky.
Al volver a Chez Marlene caminando por la calleja trasera empecé a escuchar el Andante del Concierto Nro. 21 para piano y orquesta de Mozart: pero era el piano extrañamente solo, sin el menor acompañamiento. Entró al bar por el fondo y comprobó asombrado que alguien era capaz de arrancarle ese Andante a un teclado de boliche -y todavía de transformar a casi todos los presentes en instrumentos mudos de la orquesta que faltaba. Los parroquianos hinchaban con sus ojos los silencios propuestos por las manos perfectas del gringo insoportablemente maricón y ridículo que estaba tocando. Traté de no hacer barullo al cerrar la puerta ni al caminar para sentarme lo más cerca posible del prodigio. Después me dejé llevar por los valles del whisky hasta el lugar dorado desde donde Mozart se empecinó en llamarnos. Ah: que pueda cantarse la verdad de mi corazón todavía, recé. Que no me maten madre, todavía. Viejo Dylan, recé: viejo Wolfgang. Espérenme.
Como no había cerrado los ojos pude ver entrar simultáneamente a un “reo elegante” por la puerta del frente y sentarse en una banqueta y pedir una copa que Marlene le sirvió con demasiado ruido. Pero el hielo saltón pareció haber rodado por la espalda del pianista, más bien: el marica truncó el Andante y se acercó al mostrador con una inofensiva Gárgola rosácea enyuyada debajo de sus lentes. “Mierda” gritó: “Marlene, ni siquiera merecerías morir por atacar mi música. Yo -Wolfgang Amadeus- declaro que estás muerta”. “Andá a hacerte culear, esquizo” se rio la patrona, espantándolo con la mano: “¿Es la primera vez que te dignás pisarme el bar y ya armás un escándalo? Andá a tratar de pintar un cuadro como la gente, que todavía estás a tiempo. Y no le robes frases a Conrad cuando hables -ni al pobre Dinu Lipatti, cuando toques. No le robes más cosas a nadie, por favor”. Entonces el pianista se puso a llorar a gritos y se escapó del bar a caderazo limpio.
Ahora también lloraba todo el mundo, pero de risa. Abel prendió un cigarrillo con demasiada rapidez. Estaba tratando de concentrarse cuando Pedrito lo llamó desde el mostrador para presentarle al “brasilero” que había desencadenado el escándalo por pedir una vulgar vodka on the rocks. El efebo vivía en la villa de un famoso arquitecto y nos propuso tocar dos medias horas por cien francos. “Va a estar B.B.” nos dijo: “Si se suben al auto yo los llevo. Hace como tres horas que me pidieron músicos y no pude encontrarlos más que a ustedes”. Nos miramos con Pedrito. “Bueno, no es mucha plata” reconoció el portugués: “Pero vino B.B., resfriada y todo como está. Y Marlene los deja ir: ya le pedí permiso”. Dio la casualidad que el día anterior nos habíamos comprado (contra mi férreo voto, hay que reconocerlo) tres trajecitos piolas por si se presentaba una cosa como esta. “Nos tendrían que llevar a cambiarnos al camping, primero” le contestó Pedrito, aprovechando para mirarme de pesado: “Te podrás imaginar que en las galas usamos otras pilchas, brasilero”. “Me imagino, me imagino” chilló radiantemente el portugués, con acento carioca.
A PARTIR de la noche que tocaron para la barra íntima de Brigitte Bardot las cosas fueron mejorando tanto, que antes de fin de agosto habían superado lejos el status alcanzado en Ranchito. Abel ya tenía ahorrado casi el doble de lo que le debía a Bugeia, y durante varias semanas pensó -con razonables esperanzas- en poder pagarse solo el pasaje de vuelta al Uruguay. Cuando fueron contratados para animar un cumpleaños en el celebérrimo Club 55 junto al negro Batalla (incomprensiblemente reaparecido, después que no se viera más) la gloria llegó al colmo: esa noche se sacaron una foto abrazados con B.B. que les permitió hacerse pagar como a vedettes en unos cuantos shows privados, además de otros lujos. Abel mandó una copia a Montevideo y pudo autentificar la sarta de mentiras que le había escrito siempre a la familia sobre su dolce vita, por ejemplo.
Entonces nos fuimos del camping. La carpa estaba descuajeringada desde los tres días de mistral y tramontana que casi borran a Saint-Tropez del mapa (cuando parió Isabelle y se resfrió Brigitte y yo casi me vuelo) y se la vendimos regalada a la Miguela, que había quedado sola: Gastón y Mili se rajaron a Roma en plena fundición, antes de tener que vender la cachila. La Miguela no me hizo ningún comentario sobre sus contratos sexuales y yo perdí una oportunidad preciosa de ganar tiempo en la investigación. A esa altura también había perdido casi completamente la fe en mi capacidad detectivesca, aunque no me calentaba demasiado. Ahora vivía en pleno Saint-Tropez, y como la tigresa seguía sin dar muestras de vida yo me dediqué a desembuchar un libro delirante que se llamaría Doscientos sonetos hambrientos por París. Llegué a escribir ciento once sonetos en una semana -muchos de ellos con estructuras regulares- y cuando me sentí lo suficientemente exorcizado empecé a disfrutar el maravilloso puertito ya bastante vacío, a principios de setiembre.
El otoño sustituía al turismo, ahora. Los lugares preferidos por Abel eran la terraza del Sporting -donde almorzaba paladeando el embrujo de la plaza aterciopelada por el sol ocre- y el sendero que rodeaba por detrás a la Citadelle. Allí se iba a sentar casi todas las tardes, para ver perfilarse el diferente azul de los Alpes cercanos y lejanos (y más lejanos, todavía) sobre el inabarcable resplandecer del golfo. Abel trabajaba con el diccionario y descifraba un solo poema de Rimbaud por tarde -antes de controlar las gradaciones de la luz proyectada horizontalmente sobre el blanco cementerio marino que quedaba a sus pies, cincuenta metros más abajo. Una noche me crucé con el Ceja al bajar de la Citadelle y después de felicitarlo por los cuatro quilos y medio que ya pesaba la nena me animé a manguearle un paquete de yerba: me contestó que para él era un verdadero honor regalármelos todos. Entonces empecé a levantarme bastante temprano y a matear ensoñado frente a los ventanales de la pieza que compartíamos con Pedrito en el tercer piso de un edificio descascarado y sin ascensor, ubicado en el Impasse des Conquètes. El Cordobés alquilaba una pieza en otra pensión, por suerte. Desde nuestros ventanales se podía ver una franja del Mediterráneo y más atrás los cerros, y una mañana que un chaparrón parcial azuló una escarpada luminosidad Abel le escribió un poema a Bénédicte y lo remató así: La lluvia de tu infancia besó el sol para siempre.
Esa tarde estaba a punto de salir para la Citadelle cuando le golpearon la puerta con un leve matiz de prepotencia. Era un “matón elegante”, esta vez. Después de que me dijo (muy amablemente, por supuesto) que me venía a buscar porque la señorita Li Pomeroi tenía necesidad de hablar conmigo, permanecí mirándole los lentes verdes con fijeza y no dije una palabra. “Si usted quiere venir, claro” agregó el muchacho, desviando la mirada hacia el pasillo entre sobrador y achicado. “¿Es por algún contrato?” pregunté. El matoncito hizo girar una llave en la mano tostadísima y se encogió de hombros. “Puede ser” dijo, haciéndose el simpático. Entonces agarré la foto de B.B. con Jamaica y se la pasé por la nariz hasta hacerle suspirar el Oh la la correspondiente.
Lo único que me faltaba era dejarme basurear por un tirifilo, pensé al subir a la Ferrari sport último modelo que nos esperaba abajo: Hace tiempo que no me ficho en los espejos, pero teniendo en cuenta cómo se achicó este mono debo tener los ojos muy jodidos. El viejo Marlowe nunca debe haberlos tenido tan jodidos: y eso que debía conocer el mal bastante mejor que yo, supongo. ¿Pero qué clase mal, campeón? le preguntó una voz como de sótano. El mal es uno solo, se contestó Abel Rosso empezando a sudar de puro miedo no sólo a Lilith Brower sino a cualquier ejemplar de la especie humana que se le atravesara adelante. ¿Y si se te apareciera el ángel para hacerte apiadar de la humanidad sufriente? ¿Si se te apareciera el querube igual que aquella noche oscura y serena, cuando empezaste a creer? ¿Quién: la putita de Ma-Sa? se interpuso la voz de Ray -ahora perfectamente distinguible adentro mío, por primera vez en lo que iba del verano. Abel sintió que se asfixiaba y se agarró de la parte delantera del auto con tanta brusquedad que el otro pegó un frenazo. “¿Se siente mal?” me preguntó con aire de superioridad. “No. Son gases” le dije (adjuntando una seña aclaratoria) y él no dejó de sonreírse cuando volvió a embalar por la sinuosa ruta que ascendía entre las villas.
Lo peor de todo es que no era exactamente la voz de Ray, pensé mientras entrábamos a una increíble mansión de las edificadas sobre el acantilado: Era la mía, también. La cosa se está poniendo fea de veras. Pero no te derrumbes. Acordate de los que están peleando. Que no pase la voz. Abel cerró los ojos para frotárselos con suavidad. Cuando bajó de la Ferrari le chorreaba la espalda pero le sobró el cuero para hacerle desviar los ojos al muchacho. “¿Dónde está?” pregunté. “Por aquí, por favor” perdió la sonrisa el matoncito.
Li Pomeroi me esperaba tirada en un diván -se le veía apenas la testa color oro blanco- delante de una enorme piscina decorada (sub-acuáticamente) con mosaicos bizantinoides donde los personajes evangélicos habían sido geometrizados en serie, al estilo de las Meninas de Picasso. No daba ni para mirarlos, por algunos detalles que capté de reojo. Después vi a la mujer, pero eso no me provocó el menor rechazo: lo único que tenía puesto eran un par de lentes y un crucifijo al revés, moviéndosele suavísimamente entre los pezones. “Salud” me dijo, y me señaló un puf. Le contesté lo mismo mientras me sentaba. No me animé a sacar un cigarrillo por miedo al temblequeo, pero acepté una copa. “Whisky doble” le expliqué al matoncito: “Sin hielo. Y con dos medidas de agua con gas helada”. Agregué una guiñada. El muchacho sonrió y enseguida me lo trajo, impecablemente preparado. Li Pomeroi no dejó de mirarme fijo mientras yo me embuchaba un primer trago demasiado ansioso. Abel empezó a sentir una especie de infinito y absurdo agradecimiento por el hecho de que la mujer usara lentes negros, hasta que se dio cuenta de que los usaba porque estaba fumada. Se dio cuenta por el empastamiento del sudor frontal -y recordó inmediatamente a su maestro y amigo: le brave Monsieur K. “Vamos a ver” se cruzó ella las manos sobre el sexo como si tuviera vergüenza: “Me dijeron que vos sos un creador: un músico, un poeta-”. “Músico no” la corregí. “Bueno, no importa. Un poeta. Es suficiente. Pero sos muy amigo de aquel guitarrista extraordinario que tocó en Chez Marlene el otro día ¿verdad? ¿Por casualidad conocés -o mejor dicho: conociste- a alguien más apellidado Brower, mi amor?”.
La pregunta me agarró muy de golpe: casi me noquea. Abel se quedó un momento abstraído en la contemplación de un San José cornudo -que sonreía debajo de las aguas turquesas- antes de cabecear afirmativamente. “Entonces no fue casualidad” murmuró la mujer. Y yo pensé: Si esta es la mina que calé aquella noche en el Stella fumándole la guita a Sinclair estoy frito. Así que liquidé el whisky y prendí un cigarrillo sin temblar y le miré los ojos a la tigresa. Ella se había encabalgado los lentes sobre el pelo de plata y entonces pude ver su verdadera desnudez, durante una fracción de segundo: era la obscenidad asexuada y letal que yo ya conocía demasiado bien. Era el abuso puro. Pero si uno se aguanta y se concentra -ateniéndose a las consecuencias, obviamente- no hay Chimère en el mundo que no termine por bajar los ojos.
“Ahá: no fue casualidad, entonces” repitió Lilith Brouwer, separando las piernas y alzando mucho las rodillas. Yo tuve una erección pero ni me inmuté. “Ves este crucifijo al revés” me empezó a sermonear ella de golpe, con entusiasmo de fumada: “Esto no representa al diablo con cuernitos ni a ninguna de esas pavadas. Esto es nomás que la vita nova, poeta: la vida sin pasado. Sin futuro. Sin muerte. Y sin crucifixión. Solamente la vida que creamos nueva, ahora: la del puro placer en estado de gracia. Sin pecado concebible”. La mujer se crispó en una larga carcajada y levantó los brazos, y Abel fijó la vista en uno de los rubios sobacos sin afeitar. Confirmado: los ángeles tienen el sexo en los sobacos. Por eso tienen dos. Y obturados -pensó: Qué chatura, Dios mío. Qué satanismo de cuarta. Los muchachos que torturan en cualquier cuartelucho de Montevideo son unos doctores al lado de esta gansa: lástima que esté tan rica. Después pidió otro whisky por señas y el matoncito se lo trajo enseguida y le hizo una guiñada sobradora, aludiendo a la patrona. Abel sintió que se empezaban a tener hasta un cierto cariño con el muchacho.
“Hace poco que conozco a Marlene. Hace poco que la amo” recomenzó el sermón Lilith, empinando los pechos para desperezarse: “Ella es maravillosa. Me gusta la gente que abre sus maravillas: hasta hace unos días hubo dos músicos brasileros viviendo en mi casa, por ejemplo. Y además hay un pintor holandés que toca Mozart como los dioses-”. “O como Dinu Lipatti” se me escapó. “¿Conocés a Wolgfang Amadeo Strudel?” preguntó la tigresa calándose los lentes para mirarme a la cara. “De vista” dije. “Bueno, ya se van a conocer mejor. Tenemos una fiestita, esta noche, ¿No te querés quedar?”. “Tengo que trabajar” dije parándome de golpe -y sin dejar de adjuntar las gracias: “¿Necesitabas alguna otra cosa?”. “No” murmuró Lilith: “Me llamó la atención que alguien nombrara a un Brower adelante mío, nomás. Y quise averiguar si era casualidad”.
Entonces se volvió a encabalgar los lentes sobre la testa color oro blanco y esta vez no le pude aguantar la mirada. “Sinclair ya estaba muerto mucho antes de morirse” dijo con una gelidez que me erizó: “Yo me llamo Li Pomeroi desde hace mucho tiempo y además no-ten-go-pa-sa-do. ¿Está claro?”. Abel no contestó. Estaba mirando fijamente el whisky casi intacto y pensando esta vez que la bestia desnuda que tenía enfrente no debía de ser una satánica nada inferior a los torturadores de los cuarteluchos. “Salut, Li” dije haciéndole señas al matón para que me bajara al puerto. Ella retribuyó el Salut poniéndose relampagueantemente boca abajo, pero yo evité ver lo que debía mirarse.
“LÁSTIMA QUE no te quedaste” dijo el matoncito, mientras arrancamos: “Las fiestas no están mal, de verdad”. “Tengo que trabajar” porfié. “Lástima” repitió el muchacho: “A veces terminamos bañándonos todos juntos en la piscina. Hasta los empleados entramos en los happenings”. “Qué patrona más democrática” dije mirando para afuera. Empezaba a oscurecer, y yo me había perdido la vigilancia desde la Citadelle. “Bueno, no tan democrática como podría pensarse” se animó a corregir el muchacho: “Ella se acuesta con todo lo que se le pone adelante. Y sin embargo al negro lo echó de la villa porque quiso volteársela. Fuera bicho le gritó en español”.
Así que era Batalla nomás, pensó Abel manoteando un cigarrillo: Me parece que las cosas empiezan agarrar un sentido. Entonces se largó a jugar de contragolpe: “¿No sabés si tu patrona lo conocía de París, al brasilero?” pregunté con un rictus de preocupación: “Yo allá nunca la vi, en la boîte”. “No sé” contestó el otro: “A mí me contrataron este verano. Soy de Cannes. Pero al negro lo metió en la villa el pintor, según tengo entendido: ese marica que le dicen Mozart”. Abel tiró el cigarrillo a medio fumar y se cruzó de brazos durante el resto del viaje para disimular el temblequeo. Mozart es el amigo de Amelot: el de la despedida en donde estuvo Ray, pensó con menos susto que deslumbramiento. Clavado. Amigo de Amelot de Sinclair de Lilith y del negro. Me parece que cualquier día de estos vamos a poder mandarle a Bugeia un telegrama como la gente y todo, si seguimos vivos.
“Gracias, viejo” le dije al matoncito cuando me bajé en el Impasse des Conquêtes. Ya estaba casi oscuro y yo no temblaba más, así que accedí a mostrarle otra vez la foto de B.B. con Jamaica a la luz del tablero. “Increíble, de verdad” reflexionó el muchacho entornando unos ojos todavía inocentemente degenerados: “Cuando puedas venite a una fiestita y vas a seguir dándote cuenta de lo increíble que es esto”. “Ya te dije que yo trabajo, varón” rezongué con dulzura.
CHAMBRE 22
TRES MUCHACHOS posan frente a un fotógrafo en los prados boscosos de una villa de Bièvres, al promediar una radiante tarde primaveral. Están vestidos con botas pantalones ponchos y poleras negras, y empuñan sus instrumentos con la sobreactuada fiereza de los que fingen alzar armas cargadas de futuro. Sin embargo -a medida que se suceden los clics- la adolescencia de cada rostro termina por emerger destruyendo las máscaras. El muchacho que sostiene un charango parado a la derecha no sobrepasa los dieciséis años: entre la flotación de su melena charrúa rebrillan oscilando intermitentemente la bondad infantil, la inteligencia y la lujuria. El que está parado a la izquierda con un bombo en bandolera es un poco mayor y bastante más bajo: tiene la nariz menos aguileña bigotito de zorro y melena corta, y antes del último clic su desamparo se ha envarado tras una nueva máscara de cejijunta vanidad. En el centro -sobre la gigantesca base de un pino talado- está sentado el guitarrista, seguramente para disimular su baja estatura. Tiene los pómulos hinchados por el alcohol y la barba muy larga (los otros sólo intentan dejársela) y ha sesgado la cara hacia la tierra permitiendo entrever su prematura calvicie. Pero lo que lo diferencia en profundidad con sus compañeros no es el lustro de decrepitud física bastante bien disimulado en el contexto fotográfico, sino la lucidez: su agonizante adolescencia le hace reconocer casi apaciblemente no haberse comprendido todavía con la vida. Cuando terminan de posar le devuelven los ponchos al empresario y se tiran a fumar sobre divanes ubicados en el jardín de la villa. Hay otros músicos -entre ellos un flautista vestido de smoking- fotografiándose en las arboledas cruzadas por canales y puentecitos del siglo XVII. Al lado del guitarrista se echa una vieja perra, desperezándose con dulzura bajo la luz horizontal. Entonces se abre paso a través de los prados una frase de Mozart que parece no ser ejecutada por el flautista oculto sino por un atardecer de los tiempos de Saint-Colombe y Marin Marais, y los ojos del muchacho se inundan durante unos segundos como bautismalmente: un dorado interior pacifica su sed frente al resplandecer del cielo detenido.
EL DUEÑO de La Reja les daba una noche libre por semana, y el penúltimo lunes de mayo lo utilizaron para consolarse del triunfo de Giscard en el ballotage yendo a cenar al Bateau como en los buenos tiempos. Hasta Pedrito tomó vino. En el Bateau los sustituía un trío formado por dos franceses ineptos y un asqueroso jujeño encanecido que usaba la quena para ilustrar gráficamente cómo había succionado otra clase de orificios la noche anterior. Los latinoamericanos le decíamos el Coya, y se sentaba en la misma banqueta que yo. Abel se emborrachó recordando con maravillada tristeza la noche que conoció a la nena: ya iban a cumplirse veinte días sin noticias de Bénédicte, y aquello lo derrumbaba tanto o más que la infame derrota de la Unidad Popular.
La podría llamar por teléfono con la excusa de que tengo descosidos los pantalones negros y el domingo nos sacan las fotos en Bièvres, pensé: Pero no, yo no llamo. Colette estaba enloquecida porque Pedrito la había sacado a pasear, y opté por pedirle el favor a ella. “Che ¿y qué es de la pendeja?” preguntó el Cordobés, sobre quien tuve siempre una evidente influencia telepática (bastaba por ejemplo que yo pensara una melodía para que él la chiflara instantáneamente, en el noventa por ciento de los casos). “Anda bien” mintió Abel: “Este lunes nos vemos”. “¿Pero pasa algo, che?” insistió el otro, acariciándose el bigotito de zorro. “Pasa y no pasa” dije: “El final no lo sé”. Lo que sé es que por lo menos no se metió con vos, pensé mirando agradecidamente a la cleptómana: Martine estaba borracha y mordía una punta granate de la golilla de cow-boy que usaba el Cordobés cuando se sentía lindo.
Después salieron a recorrer la Mouffetard soñando con la guita que harían en una gira -a punto de concretarse- por las Casas de Jóvenes de todo el país, cantando temas revolucionarios y uniformados a lo Quilapayún. (“Ta clavado: la regolución siempre es un buen negocio” había comentado Ray cuando se enteró del proyecto del empresario que vino a vernos a la taberna, y yo me calenté.) Abel fue recordando diferentes etapas de París y de Ray -que si recibía el giro o podía vender la Pentax iba a desaparecer de su vida en cualquier momento.
Aquella misma mañana yo había ganado el enfrentamiento más grande que tuvimos jamás, y eso me torturaba. “La revolución podrá ser un negocio para los hijos de puta” le retruqué cruzando el Pont Saint-Michel en dirección al barrio (veníamos de recorrer las islas y frenarnos a divagar frente a las chimères de Notre Dame por millonésima vez): “Yo pienso hacer la guita para volver a militar contra el fascismo, loco. Como me corresponde”. Entonces me acordé de Bénédicte y agregué sin solemnidad: “A militar contra el fascismo y contra la pudrición, loco. Eso ya estoy tratando de hacerlo aquí y a mi-”. “Suena bien” porfió Ray: “Pero la verdad de la milanesa es que en el fondo lo que pesa es el mecanismo fisiológico, botija: no hay ningún animal que no se mueva por un instinto de conservación puramente egoísta. Y eso en el fondo puede llegar a ser la forma más perfecta de la pudrición o la hijodeputez, aunque lo quieran disfrazar con la palabra amor. Esa es la única verdad: convencete, botija”.
Entonces me frené y apunté con el dedo a la cabeza de Ray, que se quedó clavado como un insecto contra el Sena incendiado por el atardecer: “Decime por qué un hombre da la vida por otro” murmuré mansamente, aunque con autoridad: “Explicame por qué”. La mirada del riverense resplandeció un momento, hasta que su pintoresca sonrisa cargada de cinismo le hizo bajar los ojos y obligarme a seguir caminando callados hasta el hotel. “Lo único que yo sé es que el amor nunca deja de ser un buen negocio, viejo. A la corta o a la larga” dijo recién cuando llegamos a la puerta del Stella: “Me voy un rato para lo de Amelot. Ah: me olvidé de decirte que arreglé para empezar a lavar platos en el Robert, mañana, a ver si puedo hacerme un viajecito a Holanda antes de que venga el giro. Y no te amargues al pedo por el asunto de las elecciones, Abel. El mundo no tiene arreglo, igual: sin rossos o con rossos”.
Abel volvió a calentarse solo recordando la mojada de oreja. Este loco está peor que cuando nos conocimos, había pensando viendo bajar a su amigo a las zancadas (con su desteñidísima campera jean puesta infaltablemente) por el socavón crepuscular de la Monsieur-le-Prince. Y aquella misma noche -despejándose la borrachera entre una bruma casi celestial- tuvo la horrible certidumbre de la condenación de Ray. De la condenación de un hombre. Yo traté de ayudarlo, pensó sentimentalizándose: Yo traté de ayudarlo. En ese momento Colette vio la cartelera de Favela y empezó a pegar saltos como los chiquilines. “¿La meteremos en este antro del vicio, nono?” me preguntó Pedrito, levantándose el ala del sombrero a lo John Wayne. “Dale, boludo” dijo Colette en español, amenazando por señas con no coserme los pantalones. “Bueno, dale” les dije: “Así escuchamos cantar a la novia del Cosmósfero”. Pero era el último lugar del mundo donde tenía ganas de meterme. El Cordobés y la pechugona venían besándose cinematográficamente unos metros atrás, y nos siguieron frotándose las respetables narices.
Para descender al subsuelo donde estaba la boîte había que atravesar un laberinto de pasadizos apenas iluminados por spots color sangre llenos de telarañas. “Nunca me gustó el Tren Fantasma” le confesé a Pedrito mientras bajábamos los últimos escalones: “Ni siquiera de grande lo podía soportar”. “Anímese nono, que no estamos en el Parque Rodó” murmuró el chiquilín, con la cara reverdecida por la luz del sucucho. Favela seguía siendo una típica tapadera de vendedor de droga aunque mejor acondicionada, ahora. En el momento en que entramos Batalla estaba tocando un popurrí de sambas y bossas celebérrimas, acompañado -como siempre- por brasileros de verdad. El público era una mezcla deprimente de reventados y turistas snobs que aceptaban sin el menor prejuicio la moda far-west de consumir los cocteles con las piernas cruzadas sobre la mesa.
“Qué olor a queso, guaso” comentó el Cordobés, y lloramos de risa durante un rato largo (Colette y la cleptómana por pura solidaridad, ya que no podían entender el chiste): eso me reanimó. Batalla vino a saludarnos aparatosamente apenas terminó de tocar, aunque no nos invitó ni con un vaso de agua. En el verdor fantasmal del escenario se recortó enseguida la mole del Cosmósfero y lo aplaudimos a rabiar sin que nos reconociera: demoró cinco minutos en acomodarse frente al teclado hasta que su free-jazz consteló el cuchitril como un amanecer lunar. Habría que averiguar dónde vive Cortázar nada más que para traerlo a escuchar a este monstruo, pensó Abel deslumbrado.
De golpe me pusieron una mano en el hombro y salté pegando un gritito igual que en el Tren Fantasma: Ray estaba parado detrás mío, sonriendo con cinismo y ternura a la vez. “Qué casualidad” murmuró, tratando de que no lo oyeran los demás: “Justo esta noche me tocó hacer de Virgilio. Mirá quién me pidió que lo acompañara hasta aquí. Mozart -creo- le comentó a Sinclair que su Beatrice estaba en París y que a veces se revolcaba en este chiquero”. Abel bajó las piernas para poder darse vuelta del todo y vio a Sinclair luchando con el cortinado de la entrada. “¿Lo encontraste en lo de Amelot?” pregunté sin poder evitar mostrarme demasiado serio. “Sí. Parece que va a lo de Amelot bastante a menudo, el pinta. Y también viene por aquí, che: este es como la mugre” dijo Ray, sentándose en un escalón para pedirme un cigarrillo: “Pero hoy cayó al depto porque Guy le daba una fiesta de despedida a Mozart. Mozart le dicen a aquel pintor marica -el holandés: ¿te acordás que una noche ligué Valpolicella y pollo, cuando llegué a París a principios de abril?”. “Sí” cabeceé: “Algo me acuerdo. ¿Ese Mozart era el pintor que se iba a al sur?”. “A Saint-Tropez” murmuró Ray, resignándose a pararse para desenredar a Sinclair del cortinado.
Cuando Abel se dio cuenta de que el ugandés tenía puesto el piyama peñarolense abajo del traje azul, sintió la vieja náusea desenterrársele peligrosamente. Pero me aguanté bien: Sinclair y Ray ocuparon la mesa que estaba mi izquierda, y desde allí saludaron con muecas al resto de la barra. “¿Y estos de dónde salieron?” me secreteó Pedrito: “¿No le cabe cómo se está poniendo la cosa, nono?”. “Che ¿qué le pasará a este tipo?” me preguntó en cambio Colette, mirando al ugandés con verdadera piedad. “¿Además de estar loco?” le contrapregunté. “Ese hombre no va a vivir mucho tiempo más” dijo sorpresivamente Martine, embozándose la voz con sus largos dedos de punga: “Vi morirse a mi padre”. La mirada de la cleptómana estaba transfigurada por una lucidez dolorida. “Yo vi morir nomás que a un chango torturado cuando estaba en la cárcel” sanateó el Cordobés. “¿Y te parece que esa cara que ves ahí no es la de un torturado, también? ¿Tiene que ser un guerrillero peronista para que te impresione, débil mental?” retrucó Abel, con gratuidad. Ya estaban por desafiarse a pelear -como lo venían haciendo (desde el asunto Bénédicte) más o menos una vez por semana, a cierta hora de la noche y a menudo en plena actuación- cuando Batalla anunció a Mich.
La presentó como a una gloria de la canción francesa que había grabado con Django Reinhardt y ahora volvía a los escenarios por una necesidad algo más que económica. La recibió sacándose el gigantesco chambergo blanco, y le pasó acariciadoramente la mano por la peluca -que esta vez era de color azafrán- antes de darle el micrófono. Hubo algunos aplausos. La mujer llevaba puesto el mismo vestido verde escotadísimo de los tiempos del boogie con el que se apareció en la chambre a despilfarrarnos el Valpolicella, pero esta vez -viéndola caminar por el entarimado- le diagnostiqué por lo menos sesenta años y una posmenopáusica necesidad de vengar sus miserias. Cantó Yesterday con una dulce voz cascada, haciéndome acordar de la madrugada infernal que conjuramos a medias con un tragafuegos -y otras noches mejores y peores de mucho tiempo más atrás. Cuando Mich hizo colgar su cerquillo bajo el foco verdoso para agradecer el aplauso final, Sinclair se le acercó con una inexplicable agilidad y se le arodilló adelante. “¿Por qué, Lilith?” gritó sin que ninguno de nosotros tuviera tiempo de frenarlo: “¿Por qué mataste al hombrecito? ¿Por qué me mataste?”. “Lilith cantó anteayer. Yo soy la otra, bebé” contestó la mujer, y después se borró con una mueca divertida.
Tuvimos que arrastrar a Sinclair hacia atrás entre Ray y yo, aunque sin hacer demasiada fuerza: el ugandés casi no pesaba, ya. “Hijos” nos sermoneó, despatarrado otra vez sobre su silla: “Los que no nos quisimos nada más que a nosotros mismos no quisimos a nadie. Ni a nosotros mismos”. Ray y yo nos miramos. En ese momento el Cosmósfero cayó de codos sobre el teclado y hubo un escalofriante griterío femenino, mientras Batalla mandaba sacar el bulto gesticulando desesperadamente y se reacomodaba para seguir el show acompañado por los brasileros auténticos.
AL OTRO lunes me desperté encandilado -todavía- por el recuerdo del atardecer en Bièvres: tenía la sensación de haber aceptado la vida por primera vez en veintiséis años, y tomé mate en paz (y planeando un poema que se titularía La flauta y la perra) hasta que un Peter Stuyvesant me volvió a sumergir irrescatablemente en el maremoto. No sé para qué fumo, pensé deprimiéndome al mismo tiempo por la ya casi definitiva ausencia de la nena y por la reescritura trancada de la novela. Ray se despertó recién sobre el mediodía: estaba lavando platos desde el martes anterior en el Robert, haciendo diferentes turnos que le comían hasta doce horas diarias.
“No puedo más” ladró tomando el primer mate: “Apenas junte doscientos mangos me borro para Holanda”. “Y qué pensás hacer en Holanda” preguntó Abel, con fingido interés. “Fumar. Fumar como un caballo. Y voltear, che: hace meses que no mojo -no sé lo que me pasa. Así me olvido un poco de este infierno” contestó el otro: “En Amsterdam se consigue maruja colombiana regalada, botija. Y en esa clase de ambiente siempre hay pepas de sobra”. “Ta bien” le dije: “Métale nomás”. “Pensar que el otro día estuve a punto de venderle la maldita Pentax a Mozart. Y podría haberme rajado sin esperar el giro” reveló Ray de golpe: “A propósito: mirá que tengo envuelta la Pentax ahí adentro del armario. No vayas a sacarla. Hay que tener cuidado con la mina del Cordobés: ¿te diste cuenta que el lunes pasado se alzó de Favela con un vaso de cóctel y un cenicero? Y acá dejamos siempre sin llave, loco”. “No creo que le dé por venir a robarnos a nosotros” la defendí, sin mucha convicción: “¿Y yo para qué voy a tocar la máquina, me querés decir? Si no la sé ni usar”. “Pero sabés quemarla con el cigarrillo mientras hablás de la madre de Cristo” retrucó Ray, ya vestido y a punto de salir para el laburo: “No te enojes, botija. Te lo dije en joda”. Abel no contestó.
A los quince minutos de haberse quedado solo luchando con la necesidad de tener que lavarse y vestirse y salir a cuerpear la primavera, golpearon a la puerta. “Pasá, merde. Pasá” gritó pensando que sería el Papito. Bénédicte entró a la chambre sonriendo tímidamente y se frenó enseguida. Casi me da un ataque. Le expliqué con señas y palabras que me esperara un momento afuera y me lavé todas las partes del cuerpo que pude (pies cabeza sobacos orejas ingles dientes) en cinco minutos, además de vestirme y estirar las colchas. Después la hice pasar, previo cruce de remansados besos en el corredor.
Qué le habrá pasado, pensé mirándola sentarse en la otra cama: tenía el pelo sucio y estaba vestida con una desprolijidad ni siquiera estudiada. Hablamos un rato sobre las recientes elecciones y la “revolución de los claveles” y la vuelta de Perón a la Argentina, hasta que de golpe nos quedamos sin tema. Le ofrecí un cigarrillo, pero no lo aceptó. “Tengo los míos” dijo con sequedad. Entonces prendió un Gauloise sin filtro y me di cuenta de que le temblaban las manos. “Pensaba no venir más” desembuchó, poniéndose colorada: “Pero aquí estoy. La última vez que nos vimos llegué a casa borracha y lloré como una idiota mientras hacía pichí. ¿Por qué me dijiste que era mejor que no nos viéramos más, Abel?”. “¿Yo?” me paré: “¿Estás loca?”. “No” porfió Bénédicte: “No estoy loca. En el momento en que nos despedimos yo te dije que iba a ser mejor que no nos viéramos más -a ver cómo reaccionabas- y vos-”. “Yo te entendí al revés” dijo Abel, dándose cuenta (debido a un muy reciente progreso gramatical obtenido gracias al Inspector Bugeia) de que el problema radicaba en una mala interpretación de la palabra plus, que pronunciada sin una s al final implica una negativa. Se lo expliqué a la nena, pero ella siguió manejando demasiado temblorosamente el cigarrillo.
“Perdón” dijo de golpe: “Perdón, Abel. Perdón”. Entonces me asusté. Crucé a la cama de Ray y me le senté al lado para ponerle una mano en el pelo. “Qué pasa” pregunté. Ella mantuvo la cabeza baja y al rato contó: “El otro sábado fui al Bateau con mi familia y tomé mucho vino y me puse a hablar con el tipo que toca la flauta y-”. “¿Con el Coya?” grité. “Sí” dijo: “No te enojes. Fuimos a tomar algo y le pedí la dirección y al otro día-”. “Pará” murmuré, sacándole la mano de la cabeza: “Por favor, pará. No me cuentes más nada”. “No hay casi nada más que contar” se atajó Bénédicte: “Ni entré al apartamento. Desde la puerta se veían pósters asquerosos. Me fui corriendo”. “Ah, te fuiste corriendo. Pero habías llevado las pastillas por las dudas ¿no es cierto?”. “Las pastillas no las llevo arriba. Las tomo todas las noches” sonrió la chiquilina. Abel bostezó una arcada. “No lo voy a hacer más. Ya te pedí perdón” subrayó ella. “Lo que no puedo entender es por qué tenés que venir a joderme contándome todas esas burradas y a disculparte y a hacerme promesas, arriba. Me vas a volver loco, cosita” dije rápidamente en español, para que no me entendiera: “¿Quién carajo soy yo, al final?”. Pero cuando me saqué los puños de los ojos encontré la respuesta: Bénédicte estaba mirándome como si yo fuera su Hijo. “Ta bien, no es nada” murmuré entonces: “Yo no voy a fallarte. Yo estoy aquí y te-”. “Vamos” me cortó ella: “Mamá se va a poner nerviosa”.
En la estación del Lux se besaron las comisuras de las sonrisas, y Abel volvió al Stella silbando la frase de Mozart que había escuchado la tarde anterior. Casi me daba cuenta que Bénédicte era la primera persona que había llegado a querer más que a mí mismo, en veintiséis años de vida. Y aquello me dolía como una maravilla de las que jamás pueden cicatrizarse.
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