por Andrés Seoane
También una paternidad que se hace presente desde el
inicio de esta charla telefónica que Del Molino pausa un momento para ejercer
de profesor de su hijo, cargo que ocupa, como tantos otros, por culpa de un
coronavirus que se cuela de puntillas en el libro y en la entrevista y
ante el que el escritor se muestra optimista. «Quizá por experiencia confío
mucho en la capacidad de olvido y regeneración del ser humano».
Este libro nace de la voluntad de dejar a su hijo
testimonio del «monstruo» que usted es, ¿cómo cristaliza esta idea?
En el fondo, toda literatura tiene algo de testimonial
para alguien. Por mucho que pienses en el público, en esa idea difusa de un
libro como una botella que se lanza al mar y termina encontrando su lector –lo
que en el fondo es verdad porque no controlas en absoluto quién recibe y se
siente interpelado por lo que tú escribes–, cuando estás escribiendo, sí
piensas en alguien concreto. Ya le dediqué a Daniel La hora violeta y
creo que es una forma de intentar explicarme, porque muchas de las cosas que
hacemos y que callamos tienen que ver con la imagen que vamos a dejar a
nuestros hijos. Tal vez, si a través de mi vida no me entendió, quizá a
través de mis libros pueda hacerlo y verme de una forma humana. La
literatura es muchas veces una manera de hacernos perdonar las cosas que no
pudimos arreglar en la vida.
Como todos sus libros, aborda esta narración desde una
perspectiva autobiográfica. ¿Por qué elige esa voz que confunde escritor y
personaje?
Aunque no persigo esa confusión no me importa que exista.
No uso esta voz como un juego sofisticado de espejos, simplemente intento a
través del yo recuperar una relación primordial de la literatura que tiene que
ver con la oralidad, con alguien que te está contando una historia y te dice
fíjate en mi voz, en mi presencia, estoy aquí y te voy a contar algo que me
importa. En realidad, en cuanto a mi intimidad, mis libros son bastante
más elusivos de lo que parecen. No me considero un escritor especialmente
exhibicionista, no siendo pudoroso, pues tampoco me callo nada. Por eso me
considero muy distanciado de todas esas modas de la autoficción y de la
narrativa del yo tal y como se concibe en los tiempos actuales. El uso
que hago del yo sólo busca provocar una especie de trance chamánico y emular un
poquito el ambiente del contador de historias que está en una caverna
encandilando a la audiencia.
La psoriasis que sufre y articula el libro es una
enfermedad autoinmune. Aunque procura no caer en los clásicos tópicos de la
literatura de la enfermedad, ¿qué lectura podría dársele a esto.
En términos de alguien que escribe en primera persona y,
por tanto, se pelea consigo mismo, creo que la analogía es muy clara,
porque una enfermedad autoinmune es el cuerpo atacándose a sí mismo, y
la literatura puede ser también interpretada en ese sentido. Sobre todo, cuando
la ejerces desde un punto de vista autobiográfico, de alguien luchando con
sus recuerdos y su voz. Pero precisamente por ser tan obvio, no he querido
tirar demasiado de ese hilo, porque te lleva a un callejón sin salida. Este
tipo de enfermedades son muy ensimismadas, precisamente por el hecho de que
eres tú mismo el que la produce de forma descontrolada e inconsciente. Eso
da muchísimo juego reflexivo, claro, pero llevaría el libro a terrenos
demasiado filosóficos y, además, circulares. Por eso, intento romperlas
constantemente mirándome en otros personajes.
Como dice, el libro combina esos tramos personales con
pasajes de la vida de ilustres enfermos de psoriasis, ¿por qué reflejar los
males de uno en personajes famosos?
En realidad ese es el origen del libro porque yo nunca me
había planteado escribir una especie de diario de la enfermedad o una
meditación intimista en torno a ella. Hasta que no me puse enfermo de verdad no
le di importancia y trataba de vivir de espaldas a ella manteniendo la
ficción de que no me afectaba, que no era parte de mi identidad. Pero me tuve
que ir rindiendo a la certeza, y lo fui haciendo al tiempo que iba
encontrando personajes con psoriasis, por ejemplo, Nabokov, que fue el primero. A un lector cualquiera de su
biografía le puede pasar inadvertido este hecho, sólo un párrafo en mil
páginas, pero a mí…
Utiliza a Stalin o Pablo Escobar como ejemplos de la impotencia que da la
enfermedad. ¿Es ésta, como la muerte, de lo poco realmente común a cualquiera?
Muchos de los grandes cataclismos morales y políticos de
la historia surgían cuando los reyes morían de peste, pues la gente pensaba que
entonces nadie estaría a salvo. Este concepto de igualdad tiene mucho que ver
con el nacimiento de la conciencia democrática, porque la muerte de los
poderosos allanó el terreno intelectual al individualismo y al humanismo al
demostrar que todos estamos sujetos a las mismas desgracias. La
enfermedad y la muerte son grandísimos igualadores y es muy potente esa idea de
gente verdaderamente todopoderosa como el dictador y el narco derrotados por
algo tan insignificante como su propia piel, que no podían dejar de rascar.
Eso hace pensar en algo que en esta sociedad donde se valora tanto el libre
albedrío no está bien visto: que la identidad es algo impuesto, algo a
lo que te adaptas pero que tú no eliges, que sobrellevas como puedes.
Además de la enfermedad, el libro explora el papel social
de la piel, muy usada como metáfora de territorio, de frontera, de identidad…
¿qué es la piel en la actualidad?
La piel sigue siendo lo que ha sido siempre. Desde el
Paleolítico la usamos como forma de mostrarnos al mundo y también de clasificar
a las personas. Tiene un significado identitario, mucho más que
fronterizo o sexual. Aunque nosotros no vivamos, aparentemente, en un mundo
racista, en muchos lugares sigue siendo una carta de presentación que
permite que los demás se formen una opinión, a menudo tajante y muchas veces
irreversible, de lo que eres.
¿De dónde nace el racismo y por qué está de nuevo en auge
en nuestras sociedades?
Nos intentan convencer de que el racismo es algo
intrínseco al ser humano, pero luego ves sociedades como la romana, tan
mestiza, que nunca perdió el tiempo en hablar del color de la piel de nadie. El
ojo humano es muy malo percibiendo los tonos de piel, por eso la mirada tiene
que estar educada para que las en ocasiones levísimas variaciones signifiquen
algo. El racismo es una mirada histórica y cultural que se incorpora
paulatinamente y va perdiendo fuelle en sociedades cosmopolitas y
multiculturales, porque cuando ya no importa la tribu no te fijas en la
piel o la raza. El hecho de que vuelva, claro, significa lo contrario,
y es una mala señal.
El coronavirus ha demostrado lo interconectado que está
el mundo, ¿es también una manera de recordar lo ridículo del racismo y las
fronteras?
Por supuesto, pero ocurre que, con las pestes como esta,
la humanidad siempre necesita un culpable. Hoy en día ya no estamos
educados en el concepto griego de la tragedia, esa idea de que hay cosas que
suceden que no podemos controlar y de las que nadie tiene la culpa, que nació para
enseñarle a la sociedad a aceptar la fatalidad. Esa idea se ha quedado en
la Antigüedad y sólo ha sobrevivido a través de la literatura. En la vida
cotidiana no aceptamos que las cosas suceden por que sí, necesitamos un
culpable. Nos cuesta mucho asumir nuestra impotencia, no aceptamos que
puede haber algo que no controlemos, tiene que haber un culpable detrás que
propicie todo. Y buscar cabezas de turco siempre fomenta el racismo, la
xenofobia, el miedo al otro…
Nuestra sociedad rechaza el dolor y la enfermedad.
¿Siguen siendo temas tabú?
Creo que todos los tabúes en realidad son falsos,
porque si vas revisando su historia todos tienen bibliografía. Es verdad
que está mal visto hablar sobre la enfermedad y sin embargo hay una copiosa
tradición, creciente además, porque cada vez ocupa un lugar más central dentro
del discurso literario. Sin embargo, aunque la literatura explore ciertos
tópicos, muy pocas veces estos saltan al centro del debate público. Intentar
mostrar la verdad de la muerte es un delito grave hoy en día y eso tiene mucho
que ver con cómo se ha ido infantilizando la sociedad, algo evidente en la
forma que ha reaccionado mucha gente a esta crisis. Cuando hablamos de que
son tabúes es porque por mucho que los abordemos en los libros o en el arte,
nunca dejan de ser reflexiones hechas en las orillas de la sociedad.
Cierra el libro con optimismo por los grandes logros de
la civilización occidental, como la medicina que inhibe su enfermedad. ¿Cómo ve
el futuro?
Ahora se dice mucho eso de que éramos muy felices y no lo
sabíamos… Bueno algunos sí éramos, y somos, conscientes de lo que un país como
España ha hecho en apenas medio siglo. A poco consciente que uno sea de cómo ha
transcurrido la historia, te das cuenta de lo privilegiados que somos. Llevamos
dos generaciones en España sin vivir una guerra, sin pasar hambre, sin sufrir…
Un periodo tan largo de paz y prosperidad nunca se había dado en
nuestra historia. Es cierto que estamos viviendo una época negrísima: tras una
voraz crisis económica viene ahora una pandemia brutal. Pero mi
confianza es que la memoria, tanto social como individual, es muy débil. Somos
muy olvidadizos, así que creo que en el momento en que las cosas empiecen a ir
un poco bien nos vamos a olvidar de todo esto. No quiero sonar a un
optimista ingenuo y soy perfectamente consciente del foso en el que estamos
metidos, pero la oscuridad de ese foso no debe impedirnos ver la luz que está
unos metros más arriba.
(EL CULTURAL / 2-6-2020)
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